Madrid-Ibiza, Can Parlerm, 12/05/11
Me había adormilado durante el despegue y cuando me desperté y eché una ojeada a la ventanilla, estábamos volando sobre un inmenso glaciar, accidentado por enorme seracs que sobresalían del blanco purísimo de las nubes como gigantes de azucar. Despues fue la nada del interior de las nubes interrumpida de tanto en tanto por la aparición de algún pueblito por el hueco que dejaban la espesa masa de la niebla. El avión va a tope y los graciosos son un montón. Yo quiero volver a mi glaciar y al interior de las tripas de las nubes, pero es imposible. Esto de viajar en avión se ha hecho tan rutinario que no faltan ya casi nunca esos pasajeros que hacen del vuelo la plaza pública en donde soltar una bufonada tras otra. No estaría mal si tuviera gracia, pero la cosa suena a hortera. Y a ello se suma esta otra rutina de Ryanair que con su manía de vender una tras otra las cosas más curiosas a bordo, amén de las loterías correspondientes; no lo dejan a uno lo suficientente tranquilo como para disfrutar de estas pequeñas incidencias que aparecen tras el ojo de buey, incidencias que con un poco de imaginación pueden servir para transportarnos momentáneamente a una especie de barco navegando entre los hielos al norte de Terranova.
Ando un tanto circunspecto hoy, alejado observador del mundo que me rodea, me paseo por los carteles electorales, por los rostros de las mujeres y sus cuerpos, por el público del restaurante donde comí en el aeropuerto, por las conversaciones que me llegan, como si éstas provinieran de una pantalla de televisión a la que se mira distraidamente. Esos slóganes anodinos, más bien ridículos, por ejemplo, que vestían la cartelera electoral de Humanes esta mañana, hombres y mujeres muy trajeados con una mirada un tanto lela que se proponían a sí mismos como salvadores del vecindario; ejecutivos, abogados, esa tan dilatada especie de la que hay que huir como de la peste, la clase social que terminará encorsetando del todo nuestra libertad y haciendo del país una sosa estancia de seguridad condicionada; tantos veladores de la propiedad pública. Me cae muy mal este año la clase política, señoritos de poco fiar, pasajeros de primera en todos los aviones del mundo, mendigos en estos días del voto de la calle y futuros ciudadanos de primera cuando no candidatos para la corrupción en el futuro próximo. Uno se vuelve vergonzosamente escéptico leyendo la primera página de los periódicos. Tenemos un dilema en casa estos días al causa del voto. Toda la familia dice que hay que votar; a mí me da una pereza enorme, pereza, pero sobre todo la espectativa de que, sea cual sea el voto, con él estaré legitimando algo, alguien, un partido, una filosofía, un modo de hacer que no comparto. Es tan abundante la cartelera electoral por todos los lados, que es difícil substaerse a hablar sobre el asunto.
Can Parlerm, se llama esto. Después de un intento infructuoso de cenar en el último chirinquito con el que me he tropezado, cuarenta o sensenta euros me parecieron excesivos por mucho que el paisaje y el atardecer se prestaran a una pequeña celebración, tropecé con este lugar y decidí quedarme. El sol se bañaba en las aguas tranquilas del golfo y por demás, sólo las risas y los arrumacos de una pareja tras unas rocas, turbaban la tranquila paz del atardecer.
Mi primer contacto con Ibiza ha sido de placidez. Abandoné el aeropuerto en dirección oeste con la intención de apresurar el paso y dormir frente a las islas de es Vendranell y es Vendrà, cuya cresta, desde el avión, aparecía como una espléndida llamada para la contemplación bajo la última luz del atardecer, pero era mucho correr, suponía atravesar toda la parte meridional de la isla en el pedazo de tarde que quedaba. Me detuve a medio camino. Cuando comprendí que el sol no tardaría en esconderse tras la Serra des Graners, desde cuyas cimas el sol mecía su luz en la quietud del agua, descargué mi impedimenta y me dispuse a contemplar el final de la tarde reflejada en el mar.
El camino desde el aeropuerto ha sido un tranquilo paseo junto al mar. Sendas que culebreaban entre los pinos al borde de los acantilados.
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