Caleta
de Binillautí, 11/06/12
Alejándome
de Es Graus con el ánimo de hacer noche junto al mar, di en la
Caleta de Binillautí con los restos de un chiringuito, una terraza
cubierta, una mesa, sillas y una tumbona. No podía pedir más; el mar rompía a pocos metros de distancia.
A
tan escasos kilómetros ya de Mahón se me hace rara esta soledad.
Paso el día siguiente en apacible dolce far niente, aunque eso sí,
me veo obligado a dosificar el agua y la comida. La tumbona en la que
estoy sentado, el paisaje frente a las olas, la sombra acogedora lo
merecen. Así debería ser siempre, olvidarse del tiempo y disfrutar
también lo otro, el relajo, la larga contemplación de las olas.
La
batería del ipod, en donde van encerrados mis libros, se acabó;
sólo me queda Menorca
mágica en
papel, pero apenas logro abrirlo un rato después de la siesta;
durante el resto del día no hago absolutamente nada, miro el agua,
dormito, pienso en mi hijo y en su salida de madre, me doy un corto
paseo hasta las rocas de la orilla, saludo con el brazo a una pareja
que atraviesa la senda a cincuenta metros de mi chiringuito; las
gaviotas hacen cabriolas sobre mi cabeza; a veces pasa un velero, una
motora, raramente. Como si el tiempo se hubiera detenido, vamos.
Habría sido un buen sitio para leer a Homero, a Virgilio; las islas
del Mediterráneo tienen siempre cierto sabor a las aventuras de
Ulises y Eneas. Dido y Eneas, de Purcell, que oiría con gusto en
este momento, pero no puedo escuchar música, no hay batería.
Las islas deberían haber conservado su salvajismo primero, el
esplendor de los banquetes junto a la playa, sus competiciones, el
grito enamorado de Dido.
¡Fuera
los turistas!, fuera las urbanizaciones, ese cáncer, sólo
campesinos y pescadores y el paso silencioso de los caminantes, de
los amantes del mar y los senderos. Sí, fuera esos anodinos
propietarios que durante siglos lograron afanarse casi todos los
territorios insulares. Un golpe de varita mágica y plas, las playas
quedan desnudas, acaso una choza de pescadores; los pueblos
turisteros ya no están; ya sólo cabe el paso de los Argonautas, los
rescatadores de Helena, los vigías que transmiten con sus hogueras, desde las cimas de los cerros, la llegada de Agamenón a su regreso
de Troya; los pescadores, la calma del mar, la intemperancia de la
Tramontana, el mudable movimiento del agua, que ayer era calma chicha
y hoy revuelto movimiento de olas rompiendo contra la roca negra de
la orilla. Y es que ayer mismo recordaba mi paso por las islas
griegas hace años, Rodas concretamente, la bella Rodas inundada por
la peste de los turistas, entre los que me encontraba naturalmente
yo, todo un chorreo multitudinario en pantalón corto haciendo fotos
a trochimochi a cualquier cosa. ¡Qué horror! Sus calles sólo eran
salvadas del Averno por pequeñas tropelías de chillonas, pero
indudablemente guapas chicas que iban de acá para allá alegrando la
vista de los viandantes.
Volver
al pasado, evitar que los brutos de toda laya terminen con el
litoral, con las islas, con todos los bellos rincones del Planeta.
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