Con el barro hasta el cuello




Markina-Xemein, 27/03/13

Los albergues han comenzado a poblarse con el comienzo de la Semana Santa. A las cinco y media de la mañana ya hay movimiento en el comedor, todos se dirigen hacia Bilbao. El suelo está mojado pero no llueve. Amanece azul color humo entre cantos piadosos que llenan el aire de trinos. Será una jornada excepcional, neblinosa, con lluvias intermitentes, pero de una belleza difícil de encontrar en los días soleados. La niebla y las lluvias son capaces de hacer de un paisaje un penetrante reducto de emociones. El asfalto había desaparecido en las cercanías de Gernika antes de que el día se hubiera extendido por los campos y caseríos de la zona; repentinamente el camino había tropezado con una senda de tierra que enseguida se adentró en un bosque que exudaba agua por todos los poros de su piel; la niebla campaba por las laderas y pequeñas construcciones aparecían aquí y allá como pinceladas de humanidad entre la asalvajada exuberancia de la vegetación hecha de agua y penetrantes verdes de oscura textura. Llovía, pero todo era tan bello, tan sugestivo... el camino embarrado, los musgos, señores vistosos de troncos y arbustos vistiendo de lujo los tocones, las rocas, la rocalla de los puentes. Uno no nació en tierra de bosques y lluvias y cuando se encuentra con la aparente sencillez de un día de lluvia en un bosque vasco no tiene elementos de comparación a que remitirse, y carece por demás del vocabulario que pueda nombrar cada rincón del bosque, cada momento estacional, sus lluvias y sus nieblas, sus susurros cuando el viento agita las ramas de los árboles; sólo tiene adjetivos pobres que en sí dicen poca cosa de él. Al caminante le gustaría transmitir una parte de la emoción que sentía esta mañana cuando su soledad se paseaba dichosa por el bosque que amanecía; esa hora en que sintiéndose él mismo único habitante de estos bosques observa que su respiración, sus ojos, sus oídos, acordes con el ambiente, su silencio, el lejano gorjear de un arroyo cercano, todo en él vibra ante el espectáculo que se abre ante sí; le gustaría pero se siente impotente para nombrar las tonalidades, el timbre, la profundidad, la gama de los colores, el ligero movimiento de la niebla que recorre la ladera.




Lo mismo le sucede a mi cámara, que pese a que dispara de continuo aquí y allá teme que no sea capaz de recoger una mínima parte de lo que sucede en lo hondo de este bosque, en el camino que, errabundo va de aquí para allá atravesando los tiernos brotes que crecen sobre el ocre de viejas vegetaciones agostadas por el frío y las heladas. Mi cámara quiere ser los ojos que escrutan el bosque y mete en frasquitos de esencia los delicados colores, los verdes color pistacho, los verdes pálidos, aquellos que una vez bañados en varios días de lluvia emergen del interior de las hierbas como grávidos de vida nueva; mi cámara anda tras los ocres de los helechos muertos y entre los que han empezado a brotar seres nuevos de delicada blandura como niños chicos que asomaran al mundo admirados del hecho mismo de estar vivos y verse rodeados de otros seres.





El camino atraviesa un puente, pero apenas me adentro en él siento que mi cámara, acurrucada en el bolsillo izquierdo de mi chaleco, me vapulea bruscamente llamando mi atención. A mi cámara no se le ha pasado que no se trata de un puente cualquiera, es el puente de Artzubi, puente de abolengo y cantos rodados que grácil se curva en un pequeño vuelo para describir un bello arco sobre el río. Hago caso a mi cámara y retrocedo y me alejo y admiro la belleza rústica y pétrea del puente, ahí, humilde en medio del bosque sirviendo a caminantes de varios siglos. Hacemos la foto de rigor. Y son las siete y media y calculo que Ramón debe de estar preparando su impedimenta para comenzar su jornada de caballero andante y entonces hago una toma del bosque y se la mando en un guasap envuelta en un caluroso buenos días. Lo mismo digo de la hortelana, pero la hortelana ni se entera; ha estrenado teléfono hace poco y todavía se hace un lío, si no no se entiende que no me haya contestado con otros buenos días.





Camino solo pero me siento acompañado, hoy recuerdo a Ignacio, el amigo Ignacio Aldea que andará impartiendo alguna lección de esquí en el valle de Arán. Él fue el que me empujó hace años a que me diera una vuelta por el mundo rural del País Vasco. Hoy cumplo su recomendación y entonces, aunque está empezando a llover, le mando un mensaje de saludo desde esta mañana de lluvia y bosque encantado. Ignacio es otro de los buenos caminantes que gusta trajinar a pie por los caminos de nuestra España.

Y es muy accidentada la lectura, porque a cada momento debo sortear extensas superficies de agua que ocupan todo el ancho del camino, vadear lagunas, atravesar barrizales, cosas así. Luego vuelve a llover, más tarde hay que subir una larga ladera cuyo camino viene a ser un riachuelo en plena regla. Me cruzo con grupos de peregrinos. Todos comentan curiosamente jocosos el asunto del barro. Arriba de la cuesta el espectáculo es de película, un numeroso grupo se ha equivocado de camino, les llamo, dan la vuelta, se meten en un extenso barrizal; una de las chicas ha introducido tanto los pies en el barro, más arriba de los tobillos, que cuando va sacarlos logra sacar el pie, pero no la bota; le da un ataque de risa. Espectáculo para un buen documental de lo que puede ser el Camino de Santiago después de varios días de lluvia ininterrumpida. Varias mozas, guapetonas y lozanas terminan de atravesar aquel Rubicón y se aprestan a sortear mediante unos peldaños de madera la valla frente a la cual observo el espectáculo y espero que termine de pasar el grupo. Cuando la primera está en lo alto me dice: ¿me puedes dar la mano? Muchachas en flor, guapetonas llenas de barro y el caminante que se apresta a tender la mano a todas ellas como si princesas bajando de su carruaje se tratara. Vamos que hay mogollón de barro, pero todos nos divertimos como si estuviéramos viendo una buena comedia. Cuando la chica que había dejado las botas dentro del barro llega a la valla y las muestra en alto la carcajada es general. Ahí está el fotógrafo caminante para dejar constancia de las diversiones que ofrece el Camino.




Más adelante sucede algo curioso aunque de distinta índole. En ocasiones uno se cruza con gente y ni siquiera trata de pararse, saluda amigablemente sin más; pero pasa, y no sé por qué, que hay rostros que de inmediato invitan a parar y a cruzar algunas palabras. Fue el caso de un francés. No sabía palabra de español, pero bastó que yo mencionara la palabra Sevilla para que se estableciera una fluida conversación. Había hecho la Vía de la Plata el último otoño. Apenas si me di cuenta, pero... sí, estaba hablando francés. Ni idea de cómo sucedió, pero fue así, mi arruinado francés de toda la vida despertó de golpe y se puso de charla con aquel peregrino galo: un auténtico milagro. ¿Será que alguna parte del cerebro guarda capacidades, palabras, asuntos de los que uno no tiene ni idea? Desde luego es obvio que un puñado de empatía por parte del interlocutor puede llegar a hacer milagros.

Paso junto al monasterio de Zenarruza donde tienen habilitado un albergue, pero prefiero bajar hasta Markina y hacer así más asequible la jornada del día siguiente. Dejo el albergue a mis espaldas envuelto en una fina neblina que propicia el orballo de esta hora. Terminaré el día en un “albergue” inaugurado el día anterior. Alguien en el camino me dio la referencia. Resultó una casa particular, la de Augusto, un hombre en la cincuentena, grueso y de modales rurales, que quería ser cortés pero que no me solucionó el problema de mi ropa mojada... Y mañana seguirá lloviendo y seguirá habiendo abundante barro en todo el camino. Estoy a cuatro días de Irún.










1 comentario:

luisBasGz dijo...

Esta cronica reciente me ha devuelto el nombre de Ignacio, buen recuerdo,
buen amigo de juventud, donde este le deseo lo mejor igual que a ti.
Que tengas un buen paseo