Güemes-San Miguel de
Meruelo-Santoña, 22/03/13
Mi cuerpo está cansado esta
mañana, quiere dormir, echarse a un lado en el camino y, encogido
entre la hierba, dormir y olvidarse de todo. Los brazos pesados, las
piernas cansinas, el ánimo indiferente. La carretera recta,
interminable, pone su punto de monotonía en mi ánimo. Atravesé la
bahía de Santander con mar picada, el barco se balanceaba
rutinariamente sobre el agua. El cielo era turbio y sin tiempo. Nada
más abandonar el ferry ya había empezado a observar que el día de
hoy no me iba a ser fácil. Luego vino el asfalto y un fuerte viento
que hacía dificultoso caminar por el carril bici que corre anexo a
la carretera. Todo excesivamente monótono y gris; la espalda me
chillaba ya temprano con un dolor muy agudo bajo el omóplato
derecho. Vamos, que hoy no es mi día, hoy debería haberme quedado
en la cama.
Güemes y el albergue del padre
Ernesto es un paso obligado para los peregrinos, pero esta mañana me
encuentro tan despegado de la gente que trabajo me va a costar la
compañía, tanto que estoy en un tristrás de seguir camino
adelante, más cuando debo retroceder cerca de kilómetro y medio
para llegarme al albergue; el único inconveniente es que en estos
casi treinta kilómetros que me separan de Santoña no hay ningún
lugar para pernoctar. Pocas opciones me restan, o me quedo y me meto
en la cama o me echo al camino a ver si se me pasa andando esta
pesantez que arrastro desde el alba.
Elijo el camino, el viento y mi
novela. A veces las ráfagas son fuertes; ando vuelto de lado para
minimizar el ruido del viento sobre mis auriculares que se lleva
parte de la trama de mi libro. Me impongo un ritmo, una cadencia en
la que me sumerjo hasta el punto de olvidarme de mi dolor de espalda,
de mi abulia, del tiempo que transcurre lento entre carreteras
secundarias que atraviesan un paisaje de colinas, pastos, vacas,
caseríos dispersos por las laderas.
Hoy me faltan ganas para hablar
con la gente con la que me cruzo en el camino. El caminante sabe que
es un poco raro y aguanta su propia rareza lo mejor que puede,
especialmente en días como éstos en que parecen hechos para ser
atravesados lo más rapidamente posible. En San Miguel de Meruelo, un
montón de casas dispersas, resulta que hay restaurante y cajeros y
tiendas; cuando él pensaba que iba a tener que ayunar hasta llegar
al mar resulta que se tropieza con un restaurante donde se recoge e
intenta juntar fuerzas para hacer frente a la flojera. Una sopa de
pescado, merluza, ensalada y una buena ración de queso con membrillo
le ayudan a reponer fuerzas. Nena, le dice la camarera a la chica de
la barra, me das la cuenta del chico éste. Y vamos, que se agradece;
que de ser un chico, así de familiar y espontáneo, a que te traten
de usted y como si fueras un abuelo artrósico va un buen pedazo.
Al poco rato de empezar a
caminar tras la comida vuelvo a sentir una necesidad imperiosa de
tumbarme a echar una siesta, pero logro imponer un ritmo que no
admite flojeras, una lucha desigual en la que logró salir bastante
derecho, lo que convierte poco a poco mi caminata en una tranquila
marcha, ahora por un asfalto silencioso apenas transitado. Noja y el
mar están ahí al alcance de la mano. Siempre que me acerco al mar
ansío verlo enseguida, contemplar el aspecto que tienen él, las
nubes, los peñascos y la arena que lo limitan. Siempre puedes
encontrarte una sorpresa. Un mar plano y sin nubes suele perder mucha
de su belleza. Hoy, por el contrario las nubes habían sido de una
imponente belleza durante la última mitad del día; mi actividad de
lector estuvo todo el rato compartida con aquella de fotógrafo,
fotógrafo de nubes y perfiles que sobresalían sobre las lomas,
árboles oscuros, subexpuestos que destacaban sobre la línea del
horizonte con los brazos en alto como almas en pena. Era delicioso
buscar en el cielo el motivo para mi cámara; una inmensa gama de
azules y grises se paseaban por el firmamento para que yo detuviera
mi marcha, me admirara, me llenara del gozo de ese simple espectáculo
de las nubes; un gozo que cuando llegué al mar se repitió, se
multiplicó, hizo de mi cámara una espectadora de excepción. Con
estos cielos, con esta tarde que se volcaba orgíastica de azules
sobre el mar todo el mundo debería ser un buen fotógrafo; debería,
porque apenas basta más que estar delante del espectáculo que la
cercanía del crepúsculo estaba montando para todos aquellos que
tienen ojos en la cara. Sin embargo me cruzo con gente que no mira
estas nubes, este mar, esta maravilla que se está produciendo allá
arriba. Para hacerse una idea basta echar una ojeada a alguna de las
fotos que acompañan este post, sólo una idea aproximada.
Total, que se me fue el santo al
cielo de admirado que estaba, de cómo el día iba creciendo en esta
apoteosis de azules, de cómo las ramas, los árboles interpretaban
una deliciosa sonata para el final de una jornada que había
comenzado insulsa y dolorosa y estaba terminando en un grandioso
finale de sutiles gradaciones de grises y azules sobre los que se
recortaban nítido y de carbón todo aquello que sobresalía de la
tierra.
Y así se me fue el santo al
cielo, me confié al gps del teléfono que no siempre es fiable y
terminé por perderme. Salté dos vallas, rodee prudentemente a un
perrazo que estaba atado a una larguísima cadena, tiré monte arriba
buscando la senda, comenzó a llover, tuve que vestir el equipo de
agua, la capa se me enganchaba entre los espinos y las zarzas, se
hizo oscuro y tuve que sacar la linterna... No, por allí no había
paso.
Abajo, el mar, hermoso todavía,
pero ya no accesible a mi cámara que es ligera pero limitada, se
tintaba todavía de azul, se mecía tranquilo a lo largo de una ancha
playa, se iba durmiendo poco a poco. Tuve que descender una larga
ladera y volver a saltar dos vallas; había un caserón
semiabandonado, lo inspeccioné, tenía un establo bastante
protegido, sobre la pared se apoyaban algunos palés; con ellos
podría hacerme una cama; me animaba a ello la cercanía del mar, ese
estrépito que durante tantos y tantos vivacs han acunado mi sueño
tan deliciosamente. Pero no me decidí a quedarme allí. Bajando
había sacado el garmin y lo había encendido. Efectivamente estaba
ligeramente fuera de ruta; para llegar a ella tuve que saltar una
tercera valla y salir a la playa. La playa era ancha, a ella llegaban
las olas sesgadamente, silenciosas, como quien no tiene prisa dejaban
su orla de nieve sobre la arena y luego marchaban, se escurrían por
el plano inclinado hasta dar con otras olas que chocaban con ellas y
formaba líneas convergentes, pequeños dibujos sobre la arena
húmeda. Caminé un buen rato por la playa hasta una zona que parecía
no tener salida; pero en este caso seguí fielmente la línea verde
fosforito de mi garmin, ese fiel compañero con el que he hecho ya
bastante miles de kilómetros y que me ha guiado por lugares
escabrosos y oscuros antes del amanecer sin defraudarme jamás. Fiel
amigo el gps y sin el cual yo, pobre despistado, seria incapaz tantas
veces de encontrar la ruta correcta. Efectivamente, él tenía razón;
en los acantilados una pequeña senda subía entre las rocas; subía,
se alzaba sobre la playa, tomaba altura. Me volví, apenas quedaba ya
un rastro de crepúsculo, el camino apenas se veía, resistí la
tentación de encender la linterna. Después el camino rodeó una
loma, atravesó bajo la Collada de la Oración y se asomó sobre la
larguísima playa de Berria ya próxima a Santoña.
Tenía el temor de que no
pudiera llegar antes de que cerraran el albergue, a las diez de la
noche. Llamé por teléfono, me indicaron el camino, no se encontraba
tan lejos.
El albergue está silencioso y
solitario; Jose, el joven encargado del local ha subido al primer
piso a preguntarme si necesitaba algo y se ha despedido. En el
albergue quedamos dos peregrinos y yo. Ellos siguen en una habitación
próxima el encuentro entre España y Finlandia. El fútbol es un
rumor lejano que apenas logra romper el silencio. Mi cuerpo y mis
pies están dolidos, pero nada más, estoy satisfecho por el día de
hoy, acaso cuarenta kilómetros largos.
Hoy cumplo dos meses de caminar
ininterrumpido. Miro hacia atrás con satisfacción. Reconozco el
rastro de un cansancio que logré superar holgadamente. El mar y el
cielo me hicieron el regalo de su música, de su color, de su
armonía, de su cantinela mientras el día se iba extinguiendo con un
largo allegro moderato.
1 comentario:
muy bonito
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