San
Felices, 07/05/2013
Sapos
y ranas parecen mantener una incomprensible conversación con sus
congéneres. Sonidos guturales que semejan seguir la cadencia de un
discurso, más bien un monólogo; tramos cortos alternados con otros
más largos, pequeños incisos, monosílabos a secas y de pronto un
chorro de sonidos como si al sapo de turno se le estuviera acabando
el turno de voz y quisiera acabar a toda prisa o su amada hiciera el
gesto de volverse de espaldas y salir corriendo. Era pleno invierno
en Andalucía cuando mucho antes de que amaneciera ya asistía yo a
una de esas múltiples “conversaciones” que las ranas tienen
entre sí. Aquel día estuve hurgando en Internet y algo encontré.
Todo aquel trajín mañanero, igual que esta tarde junto al río
saltarín que baña los pies de esta pequeña agrupación de casas
denominadas San Felices, parecía tener un sentido muy parecido a
todo esto que hacemos nosotros cuando queremos hacer partícipes a
los otros de nuestros sentimientos o queremos informarles de nuestras
intenciones. En clave más simple pero más o menos lo mismo. Esta
tarde, sentado ociosamente a la orilla del río y oyéndolos tengo
esa mismísima impresión. Este croar es algo bastante más elaborado
que otros sonidos animales, el grigrí de los grillos, el canto del
cuclillo, un ladrido, un maullido, sonidos que parecen ser la
expresión de un muy reducido conjunto de hechos. De la misma manera
que estos días me interesaba, leyendo a Marvin Harris, por la
evolución del comportamiento humano y sus colectividades, hoy siento
la curiosidad del etólogo que se encuentra de golpe con una
desafiante similitud entre la cadencia de los sonidos que llegan
procedentes de esos pequeños animales saltarines, y aquella otra que
surge en el empleo del lenguaje humano. Monólogos, conversaciones en
pareja, múltiples intercambios siempre con el rumor del río como
fondo. Este multitudinario parloteo tiene mucho de parecido con ese
otro que días atrás escuchaba yo siguiendo los caminos nevados que
llevaban al puerto de Urquiaga cuando tropecé con una troupe
de franceses, cuyo segundo pelotón, compuesto enteramente por
mujeres, hablaban, pese a lo riguroso de la cuesta, quitándose la
palabra y no dejando pausa por medio. De verdad que esta tarde no
encuentro mucha diferencia entre las ranas y aquel grupo de mujeres;
si tuviera a mi lado gente hablando en diferentes y extraños idiomas
desconocidos para mí, me sería muy fácil caer en la similitud
sonórica que puede llegar a tener nuestra charla en relación con
las ranas.
Y
recuerdo ahora mismo, ventajas de llevar encima una muy abundante
biblioteca, que algo de Konrad Lorenz debí de cargar yo en el
portátil antes de salir de casa; y miro y sí, por ahí, por el
disco duro anda un libro que lleva el título de Cuando
el hombre encontró al perro.
Era yo muy jovencito cuando leí a Konrad Lorenz, recuerdo que
aquella primera lectura puso ya tempranamente en mí la idea de la
concepción de una humanidad rotundamente alejada de lo que me habían
enseñado desde niño; ese hombre hecho a imagen de Dios, ser
especial y sobrenatural en este mundo en donde otros seres, animales
y plantas parecían tener un status infinitamente más bajo que
nosotros. A nuestra capacidad de razonar se le subió el vino a la
cabeza desde hace milenios y desde entonces los delirios de grandeza,
nuestra necesidad de vivir más allá de la muerte, dejó algo tocado
al ser humano hasta el punto de darle pie a inventar vidas
extraterrestres para después de la muerte, jardines celestiales,
infiernos llenos de terribles incendios para los amorales y mala
gente. Nuestra congénita falta de humildad para reconocernos como
uno más en este jardín de animales y plantas que es el mundo, nos
ha hecho perder pie y errar en nuestra perspectiva no sólo sobre el
hecho de la vida en sí, esa sencilla cuestión de que todo ser vivo
nace, se reproduce, crece y muere, es un breve tránsito de unos
cuantos años sobre faz de un planeta llamado Tierra que gira sin
finalidad en el universo siguiendo las leyes de la física, dentro de
otros universos y otras galaxias, un lugar en donde accidentalmente
algunas sustancias químicas alumbraron la vida; no sólo sobre el
hecho de la vida en sí, decía, sino también sobre la finalidad de
la misma. Cuando el otro día el empresario navarro con quien se
había encontrado Ramón expresaba que en España tenemos demasiadas
fiestas; en su afirmación había implícitamente esa desmemoria que
no quiere saber nada, que posterga los porqués de la vida, que vive
como las hormigas programadas para un trabajo. Una sociedad en la que
la ausencia permanente de una buena batería de porqués en el cuadro
de su actividad diaria la deja con el culo al aire cuando llegan
momentos decisivos, un amigo al que arrasa un cáncer, una madre que
se muere, una catástrofe que arruina una fortuna. Aunque también es
cierto que nuestra capacidad para olvidar y seguir y no interrogarnos
sobre cuestiones fundamentales es proverbial.
¿Dónde
estaba? Sí, Konrad Lorenz, al que empezaré a leer mañana mismo,
fue un hito en mi formación humanista. Quizás parezca rocambolesca
esta idea, pero es así sin más. Descubrirme uno más entre el reino
animal, uno más entre pájaros y árboles, aunque dotado del habla y
razón, a mí me pareció un gran descubrimiento que me llevaría
posteriormente a orientar mi vida en un sentido muy diferente al que
todos mis maestros de infancia quisieron llevarme, amén de encontrar
en este modo de entender la vida un gran refrigerio para toda esas
calentura de grandes alturas que persigue nuestro general y pertinaz
deseo de poseer y ascender por la escala social y económica hasta…
¿hasta dónde? ¿Hasta que todo vuele por los aires, hasta que los
recursos del planeta obliguen a nuestros descendientes a matarse unos
a otros para así poder retornar a un equilibro entre la producción
de recursos y la población que éstos pueden sustentar?
Bien,
había llovido por la noche pero el día se despertó bien. El camino
hasta Biel era muy propio para esta primera hora de la mañana,
siempre de recogimiento y de sintonización con el mundo que rodea a
uno, el bosque, los pájaros, el río que cantaba su tonada matinal a
mi derecha. Entrando en Biel salió a recibirme aparatosamente Cocó,
un perro negro de aspecto fiero al que estuve por arrear un
garrotazo, pero que se libró de él porque de repente se metió por
la puerta del único bar que estaba abierto en el pueblo. Más tarde
la dueña del local me diría que sí, que era la táctica que usaba
con la gente que no conocía, los ladraba y luego “los invitaba”
con su gesto a entrar en el bar. Cocó debió de pensarse que hoy no
era día de mucho negocio y redobló así sus ladridos con el mismo
ánimo con que en cualquier bazar árabe los dueños te cogen del
brazo y y te hacen zalamerías para meterte en su tienda. Después,
mientras tomaba mi abundante desayuno, no se movió ni un palmo de
mis pies, lo que confirmaba la teoría de la dueña. Perdón, sí lo
hizo pero sólo cuando pasó el cartero, en ese momento su ladrido
más que invitador era intimidador, se puso furiosísimo. Tuvo que
sujetarlo la dueña intentándole calmar con palabras dulces y
halagadoras mientras me explicaba que el cartero, al que no hacían
gracia los perros y que había tenido un mal percance con uno, había
tratado inútilmente de pedir a los dueños de los mismos que los
atasen, pero ante la negativa de éstos, al final había decidido
hacerse con uno de esos dispositivos electrónicos ahuyentaperros, lo
cual provocaba que efectivamente los perros no se le acercasen, pero
en compensación cuando se aproximaba el cartero todo el pueblo sabía
que andaba por ahí, porque los perros organizaban desde lejos una
escandalera de padre y señor mío.
Después
de desayunar y cumplir con los deberes de corresponsal de mí mismo,
ya casi en el mediodía, me eché la mochila a la espalda y me puse
en camino. Mi destino era Agüero. El sol, el dolor de espalda y un
extraño cansancio se pusieron se acuerdo para hacerme fatigoso el
camino. A las tres de la tarde encontré un riachuelo y una sombra
adecuada para mi siesta. No pude conseguir en Biel más que
bocadillos, así que allí cayó el primero y dejé el segundo en
previsión de que no llegara a Agüero. Tras la siesta charlé con
una pareja de franceses que se interesaron por mi alfombrilla solar;
habían descubierto la soledad del paraje, en diez años, me decía
él, no se habían cruzado nunca con otro coche en aquella
accidentada pista, y como amantes de los lugares aislados se habían
abonado cada año a pasar allí las vacaciones. Tras despedirme de
ellos no tuve más remedio que levantar el campamento y recomenzar mi
camino. A las siete pasé por San Felices, quince minutos más tarde
el río asomó golosamente sus narices junto a mi camino y, por si
fuera poco, más allá apareció un prado que me llamaba junto a la
orilla. Decidí pasar allí el resto de la tarde. Me senté, empecé
a oír a las ranas y las ranas me llevaron a sacar de nuevo el
portátil. Escribí esto haciendo una pausa para colocar la tienda en
el momento en que pareció que caían unas gotas de agua. Fue sólo
un amago. Ahora las ranas callaron pero el bosque es un batiburrillo
de cantos de pájaros.
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