Orbara, 13 de julio
La tormenta empezó a manifestarse nada
más meterme en la tienda. Hacía calor, el saco por encima sería
suficiente abrigo para la noche. Los truenos sonaban lejos, al poco
comenzó a llover, una lluvia ligera que no se correspondía con el
ruido que se metía allá arriba en un cielo que a última hora se
había puesto como boca de lobo. No tardé en dormirme.
A las cuatro y media de la mañana sonó
el despertador. El camino, que seguía a duras penas en la oscuridad,
se volvió impenetrable cuando en una pequeña bajada éste se
sumergió bajo el palio del bosque; una espesa vegetación de bojes y
brezos contribuía a cerrar el paso a la débil luz de la noche.
Había un silencio magnífico alrededor. Tuve que encender la
linterna para progresar en aquella profunda oscuridad marina.
Empezó a amanecer cuando me crucé con
la primera pareja de peregrinos. La sonrisa encantadora de una
ciclista que creía haber perdido el camino fue el primer agradable
buenos días al caminante. Después seguirían docenas de ellos,
encantador encuentro con el alba apenas empezado a desperezar, ahora
entre la copas de las hayas, enormes, de verdosas pezuñas como de
enormes paquidermos adormecidos entre la bruma de la mañana.
Después, cuando mi yo había ya tenido suficiente tiempo para
absorber todo lo que la madrugada había traído hoy en su temprano
cestillo, fue el tiempo de la lectura, en esta ocasión una autora
catalana que era novedosa para mí, Teresa Pàmies, y que vino
sugerida por una amiga que hacía elogios de ella; su libro, La
aventura de envejecer, fue el único título en castellano que
pude conseguir en formato mp3. De todas maneras tengo que confesar
que de haber encontrado este mismo título en otros autores
igualmente lo habría puesto en mi lista de espera. Es un tema que me
apasiona. Recuerdo la impresión que me dejó, tendría yo entonces
unos cuarenta y cinco aňos, la lectura de La vejez, de Simone
de Beauvoire, un momento en que fui plenamente consciente de un
fenómeno muy especial que estaba empezando a suceder en mi entorno;
mis padres se estaban haciendo mayores y yo no estaba siendo
consciente de ello. Descubría por primera vez un fenómeno dentro de
mi propia piel que empezó a cuestionarme seriamente sobre mi papel
de hijo a la vez que ponía delante un asunto nuevo que me atañía a
mi autoconciencia, a mi sentido del tiempo y la duración de la vida.
Hasta ese momento pocas veces había pensado en el proceso de
envejecer, la vida parecía ser infinita. Entonces fui capaz, más
capaz, de ponerme en la posición de mis padres en relación a mí o
mis hermanos. Siendo yo padre también era capaz de verme como hijo y
como padre y, asumiendo ambos roles, no sólo me sentía más sabio,
sino que sentía en mi propia piel, como parte de mí mismo, una
capacidad de comprensión de mis padres y de mis hijos que no poseía
antes de los cuarenta.
Ahora se trataba no sólo de
comprenderles a ellos, ahora tenía veinte años más y a quien debía
comprender más era a mí mismo, a mis hijos, a mi pareja y a mis
circunstancias. Cumplo sesenta y cinco años dentro de unos días y,
como es de cajón, todos estos temas me van viniendo en oleadas, una
no ha terminado cuando llega otra, interrogantes, pequeñas
disfunciones que trae el tiempo, sentimiento de impotencia; y junto a
ello la lucha para no someterse ante el desánimo y tratar de hacer
una vida activa y creativa; aceptar que pequeños desarreglos físicos
que se producen o puedan darse en el futuro no tienen por qué
afectar a las motivaciones esenciales, a la creatividad, a entusiasmo
con que hoy se pueden emprender algunos proyectos o tareas. Un
ejemplo: el pasado verano diseñé un recorrido por el Pirineo algo
empeñativo que después sin apenas darme cuenta abandoné... la
rodilla que no iba, mi dolor de espalda... se podían añadir más
cosas; el caso es que me quedé en casa. Con los viajes sucedía algo
similar, emulando aquello que decía Salvador Pániker a un amigo
cuando tenía sesenta y tantos: ¡ah!, ¿pero todavía viajas?, como
si eso fuera cosa para jovencitos y jovencitas solamente; emulando
aquello ya me había hecho a la idea de que mis viajes se habían
terminado. Y en estas circunstancias sucedió que en el pasado mes de
enero decidí salir a caminar en mitad de frío y el barro para
"probar", me dije; sí, unos días, a ver en qué consiste
eso de caminar en invierno, y hacerlo por parajes desconocidos y a
las seis de la mañana. Y resultó que esa probable semana se fue
alargando y lo que iba a ser una caminata entre Sevilla y Mérida se
convirtió en una trotada de meses que me llevaría a Irún primero y
después hasta más allá del Mediterráneo; y que dos semanas
después de regresar de Cataluňa se transformaría en este otro
proyecto de vagar durante el verano por el Pirineo... y que después
etc. Y con los viajes lo mismo.
¿Cuáles son nuestros límites?
¿Cuándo viene la edad de abandonar determinadas aventuras? Ahí está
el amigo Laure Esteras, por ejemplo, escalando a los sesenta y seis
aňos los mismos riscos de Pedriza que subía más de cuarenta aňos
atrás.
Y además encontrar amigas por el
camino con las que compartir ese trozo de naturaleza que nos hace
gozar a unos en brazos de otros. A veces los años propician un
encogimiento del ánimo ante determinadas actividades, pero es obvio
que no deberíamos confundir pequeñas inconveniencias motivadas
porque el motor está un poco usado con una incapacidad para seguir
practicando nuestras pasiones más queridas.
Hago una parada en Burguete para tomar
algo; cuando entré en el bar llovía, ahora el cielo vuelve a tener
un apacible color azul. Es hora de continuar la marcha. Después
tendré que rescatar algunas citas que me gustan, entre ellas las del
profesor Aranguren de querida memoria.
El día transcurrió en apacible caminar
por un paisaje en donde se alternaban los hayedos, umbríos y
acogedores, con los altos prados en donde sonaban monótonas las
esquilas de las vacas. Tras una larga siesta junto a un arroyo
cantarín cubrí el último tramo del día que me separaba de Orbara
leyendo Contrapunto, de
Aldous Huxley. Las citas quedan
para otro día.
3 comentarios:
El deterioro de la química del cuerpo, creo que es imparable, pero la mayor parte del envejecimiento está seguro en la cabeza. El cuerpo, salvo en los años de niñez, pide comodidad, comer y descansar lo que lleva al envejecimiento precoz. Las ilusiones, los proyectos, el amor, nos ayudan a ser, que no a sentirnos, más jóvenes. Es lo que pienso, si bien ya, de nada estoy seguro. Sigue caminando y haciéndonos pensar, gran trota caminos.
El deterioro de la química del cuerpo, creo que es imparable, pero la mayor parte del envejecimiento está seguro en la cabeza. El cuerpo, salvo en los años de niñez, pide comodidad, comer y descansar lo que lleva al envejecimiento precoz. Las ilusiones, los proyectos, el amor, nos ayudan a ser, que no a sentirnos, más jóvenes. Es lo que pienso, si bien ya, de nada estoy seguro. Sigue caminando y haciéndonos pensar, gran trota caminos.
Estoy plenamente de acuerdo contigo. Hoy te recordé especialmente desde los ibonea de Anayet, al fondo emergía el Midi
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