Estampas




Sobre Stelvio, Italia, 27 de julio

Por el ventanuco de mi habitación entraba la lechosa y gris luz de un amanecer turbio. Al menos no llueve, me dije. Pensaba bajar de aquellas considerables alturas por un sendero que se dirigía hacia poniente pero el chico del refugio me aconsejó otro, así que opté por este último que daba un gran rodeo pero que era todo bajada; mil quinientos metros de desnivel que discurrían primero por prados y más tarde cortaba muy aéreo una empinada ladera. Nada extraordinario hasta que de repente el sendero se asoma a un pequeño collado y se despeña de golpe por una canal asombrosamente vertical y complicada. Uno cree conocer bastante estas montañas, pero apenas tiene conocimiento de los lugares más notorios; cada valle, cada garganta puede guardar en su interior un complejo mundo de abismos y ubérrima vegetación que infunde a quien desciende por ellos una sensación mezcla de respeto y temor.



Hay una novela de Carmen Martín Gaite, que lleva el título de Qué raro es vivir. No he leído esa novela pero su título me dice algunas cosas. Hoy, mirando la pareja que espera conmigo el autobús, una pareja mayor con indumentaria de caminantes, eso de senderista es un término de última hora al que no termino de hacerme, los veo conversar como si ambos fueran una misma cosa o como si hubieran nacido el uno para el otro; y ello, que aparentemente parece algo tan corriente, se me presenta como una cosa bien rara. No sé por qué, acaso porque en algún momento todo lo que no seamos nosotros mismos termina por sernos extraño de algún modo. Siendo como somos cada uno, desde nuestra subjetividad, el centro del universo, no es extraño que pasen por nuestras cabezas semejantes consideraciones. No vale aquí el conocimiento objetivo y funcional. Dos universos, lo objetivo y lo subjetivo, dispares y muchas veces diferentes, que no tienen por qué coincidir. Cosa rara que un buen día dos personas digan amarse y decidan vivir juntos por el resto de sus vidas, y no sólo eso sino además tengan hijos y todo lo demás. La pareja que conversa frente a mí mientras esperamos el autobús más la percibo como una entidad que como dos personas aisladas e independientes. Quizás eso termine siendo así por razones diversas y heterogéneas, nuestra necesidad de compañía, el amor, la biología que con sus argucias genéticas crea estados de convivencia favorables a sus fines de conservación y reproducción, la necesidad de compartir gastos, la obligación de pagar una hipoteca. Vaya usted a saber, también la costumbre debe de tener alguna importancia. El caso es que yo bajo del monte por una espectacular canal que, vista de lejos, ni soñando  nadie pensaría que pudiera ser accesible, vueltas y mas vueltas por un senderín de encogerte el estómago, escaleras, pasarelas, algún puente de troncos sobre el vacío y, llegado a la civilización, veo estas sencillas cosas de una pareja de ancianos que se quieren y conversan esperando al autobús y a mí aquello me parece raro, tan raro como la vida misma, raro y muy muy emotivo. 

Cosas raras. Por encima de sus hombros, al otro lado de la carretera, subiendo penosamente un camino entre los verdes prados asciende encorvado un anciano agarrado a su bastón. Recuerdo enseguida a otro anciano con el que topé en algún lugar de la India que esperaba en un solitario cruce de caminos rurales, de pie y con aspecto paciente, oír los paso de algún caminante para acercarse y pedirle una limosna. Estampas en el álbum de la memoria de cada uno que quedan ahí sin una moraleja a la que agarrarse pero que resucitan, como me sucede hoy a mí, convocadas por un no sé qué que termina por llevarme a ambiguas reflexiones que impactan más en mí que un largo e inteligente discurso.


Mi dilatado descenso por aquel universo de revueltas y espectaculares saltos de roca termina en las cercanías de Tiers junto, casualmente, a la parada del autobús que me llevará a Bolzano. A partir de aquí la civilización ha invadido con carreteras y  autovías el valle hasta tal punto de hacer imposible evitar este enjambre de asfalto. Tres o cuatro horas después ya estaba caminando bajo la lluvia por el sendero que se dirige al Passo lo Stelvio, mi próximo destino. 



Los ríos bajan por todos los lados hinchados y de verde lechoso. Las aguas de tantos días de lluvias han convertido los valles y las montañas en ruidosos torbellinos de agua. 

Había preguntado en un albergue discreto por el precio de una habitación, pero aquello me pareció disparatado teniendo yo como tengo este pequeño hotelito de tela hecho a mi medida. Encontré un lugar ideal junto a una pequeña ermita que se alzaba en un promontorio. 

Allí arriba salió el sol y daba gusto ocupar el banco de madera en el exterior de la ermita y solazarse después de tan agitado día frente al último sol de la jornada. Pero no tardó en ponerse a llover y me tuve que precipitar en poner la tienda. De repente: ¡clac!, otra varilla rota, la segunda; el último día que la monté ya había roto otra. En este ocasión el arreglo fue inmediato, pude repararlo con cinta americana, de la que me había provisto a mi paso por Cortina a fin de arreglar con ella algunas goteras que habían salido en el techo. Dudo mucho que mi querida tienda me vaya a durar hasta el final de esta travesía.








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