Los precipicios de Matavun




Razdrto, 1 de julio

Apenas había amanecido. Cuándo saque la cabeza por la puerta de la tienda, dos cervatillos daban elegantes saltos por el prado húmedo. Había llovido durante la noche y ahora estas bellas criaturas desentumecían su cuerpo dando brincos de acá para allá. Creí que me había dormido... las cinco y media de la mañana y esta claridad.  No, todavía no había caído en que posiblemente en este país hay un desfase de una o dos horas respecto al mío. Una parte de mi ropa sigue mojada, incluido mi saco y el aislante. Aunque no estoy a mucha altitud dormir sin saco y sobre un chubasquero a modo de colchón no es lo ideal. 

Hoy no pasé de los quinientos metros de altura, aquí los Alpes  están apenas en fase de gestación, tardarán todavía en irse desperezando desde su inmersión en el mar, como quien toma carrera y crece no con los años sino con la lejanía de la madre que lo engendró, las montañas se irán elevando hasta quedar coronadas con las nieves de su madurez cuando el arco alpino esté a las puertas de la frontera austriaca. Se comportan bien sin embargo a estas alturas, visten el paisaje de colinas y coquetos bosques que de vez en cuando se abisman en precipicio cársticos, como estas mañana en el complejo de Matavun en donde parecía salir de la nada una enorme cascada rodeada de  paredes verticales de caliza clara en cuyas entrañas un enorme complejo de cavernas son el atractivo turístico de la zona. Cuando uno hace una travesía no puede estar a muchas cosas a la vez. Esta mañana había correspondido visitar las grutas que prometían ser muy interesantes, pero eso exigía esperar todavía tres horas hasta que las abrieran. El pasado año tuve cerca de mi camino las cuevas de Nerja y sucedió algo parecido. Mi cuerpo, empujado por la inercia del camino ofrece resistencia cuando le propongo alguna distracción alternativa. No debería ser así y debería valer aquello de que en la variación está el gusto, que decía mi madre, pero qué se le va a hacer, él manda. Dejé el balcón que se asomaba al vacío cárstico y enfilé por el borde del precipicio. Me crucé con una chica haciendo footing  acompañada por un perrazo con el que miedo me habría dado encontrarme solo. ¿Para que carajo querrá la gente un bicho tan enorme que seguro come más que toda una familia numerosa junta? Estuve a punto de imaginar una razón posible, pero no, aquello iba más con un perrito de lana, esos simpáticos acompañantes que hacen las delicias de tantas señoras mayores. El pasado año leí a la escritora catalana Teresa Pámies ? escribir con toda normalidad de esta cosas, del uso cariñoso y sexual que se hacía de estos perritos, y así no es raro que cuando vea alguno de ellos me vengan alguna suposición al magín. 


Cuando a medía mañana asomó un poco el sol tuve que aprovechar, entre unas cosas y otras todo el interior del macuto estaba húmedo. Junto a un pilón de troncos descargué y fui extendiendo toda mi ropa sobre los leños. En el saco de dormir, como era de esperar, las plumas se habían apelmazado y ahora eran un conglomerado de pequeños apelotonamientos de plumón. La última vez que me lavaron el saco me dijeron que me liara a golpes con él. Recordaba cómo cuando era pequeño existía un oficio que se ocupaba de algo parecido. Es un recuerdo nítido de la infancia, un hombre con una vara que describiendo un ángulo recto al final golpeaba la lana de los colchones del vecindario hasta dejar ésta suelta y esponjosa. Esos oficios extinguidos como el lañador que reparaba sartenes, el afilador que con su chiflo y su bicicleta alertaba al vecindario para sacar filo a sus cuchillos y navajas. Junto a ellos también llegaba a nuestro barrio el divertimento de los gitanos con su cabra escaladora que trepaba por una escalera y hacía cabriolas en su cima. Todo esto a cuenta de mi saco y su pluma apelmazada. Tomé ejemplo del vareador de la lana y a falta de vara utilicé un bastón. Dejaba secar un buen rato el saco y cada cierto tiempo le molía como un desbarrado don Quijote. Al final quedó bastante bien. 


A la hora de comer estaba en Razdrto (un premio a quien sea capaz de pronunciarlo) donde me habían asegurado que encontraría un restaurante. Haber habíalo pero estaba cerrado. En una pequeña tienda me entendí en inglés con una simpática morena que también me dio el parte del tiempo para hoy y mañana: parece que iba a mejor. 

A la salida del pueblecito encontré una mesa, una fuente y a pocos metros un pino a cuya sombra eché una buena siesta. Ahora es tiempo de ponerse de nuevo en camino. Un rato, hasta que encuentre un lugar guapo para poner mi tienda. 


6 comentarios:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Hola Alberto, gracias por despertar mis recuerdos, ambos crecimos en aquel barrio del Paseo de Extremadura, donde era habitual encontrarte con aquellas profesiones hoy casi desaparecidas.
Yo tenía un vecino, el Sr. Fulgencio, que se ganaba la vida vareando lana, era colchonero. Había oficios que casi siempre iban ligados al origen de la persona que los ejercía , los afiladores eran asturianos, gallegos los serenos, los mieleros oriundos de las tierras altas de Cuenca y Guadalajara. Mi difunto padre, zapatero remendón , que tiempos aquellos.
Que tengas suerte en tu periplo, sigue por favor deleitandonos con tus escritos y fotografías , un abrazo

Montserrat de la Madrid dijo...

Gracias hermano, por deleitarme con esos paisajes tan bonitos, cuidate besos

Ignatius dijo...

Las varas eran de avellano o de fresno. Los oficios han desaparecido pero nos queda su recuerdo y su práctica; yo sigo golpeando con mi vara de avellano los cojines del sofá de casa todas las semanas y siempre me viene el recuerdo de aquellos que en verano descosían, apaleaban la lana, y volvían a coser esos colchones de toda la vida...
¡¡¡ Vía Alpiiiiiina!
Suerte

Alberto de la Madrid dijo...


Buena memoria la vuestra, Pepe e Ignacio, veo que lo que para mi es una instantánea del pasado para vosotros es un recuerdo lleno de matices. El que repartió la memoria entre los humanos se ve que lo hizo a voleo, a mi me tocó la peor parte.

Alberto de la Madrid dijo...


Y tú, hermana, ¿no recuerdas esos detalles de que hablan Ignacio y Pepe?

Montserrat de la Madrid dijo...

Ya lo creo que me acuerdo