Un salvaje que lee



Kopinj, Austria-Italia, 12 de julio 

(Hoy, pese a lo espectacular del día, mi cámara se resistió a funcionar. Tuve que recurrir la teléfono. Menos da una piedra)

Un pájaro solitario canta entre las ramas de los árboles. En un pequeño rellano que resalta en la pendiente del hayedo, alguien fabricó un caño que recoge el agua de un manantial. Son las dos de la tarde. Salí a las siete de la mañana, serán unas cinco o seis horas de camino las que llevo hasta ahora. Ya estoy de nuevo sobre el trazo azul de mi track, ese al que me agarro como imprescindible compañía desde hace ya cerca de dos semanas. Cuánto tiempo, hasta me parece haber empezado ayer mismo y sin embargo cuántos valles y montañas he dejado atrás en estos días. Comienza a llover. He tenido que recoger rápidamente, he llenado la cantimplora en el caño de más abajo y me he vestido con la impedimenta de lluvia. No parecía... Pero... Una pena porque el bosque era hoy un lugar apacible que estaba conviviendo bien con el mar de Los hombre alegres, la novela de R. L. Stevenson, que había comenzado a leer en la primera cuesta. De nuevo Stevenson. La última vez que lo leí andaba yo en aguas del Pacífico, un barco que me llevaba desde la isla de Mindanao, en Filipinas, a la isla de Borneo, Malasia. Lecturas de mar para una larga travesía marina. El libro me lo había regalado un amigo con motivo de mi viaje. Fue en él donde me encontré con un personaje del que me quedé prendado hasta el punto de (fragor de truenos sobre mi cabeza) hasta apropiarme de su nombre y algo de su condición. Stevenson lo describía como un salvaje que leía, una idea que me resultaba atractiva y que convenía perfectamente a mí situación. En realidad es algo que siento a menudo cuando me pierdo por ahí entre las montañas o vivo largos días entre los acantilados. Ser un salvaje y vivir relativamente al margen de la civilización es algo que aprecio con gusto. Hace unos años, con el material que escribí mientras atravesaba el Pirineo de este a oeste por el Gr-10 francés, escribí un libro titulado Vivir en los bosques. Mi experiencia de aquel mes largo cuajado de tormentas y vida solitaria en lucha permanente con un amor que me estaba rompiendo el alma pero que yo no quería abandonar expresaba, creo yo, algunas de las condiciones más genuinas de este escribidor dedicado a patear el mundo. Aquello era una vuelta a un mundo primitivo en donde el amor, el despecho y la necesidad de lavar las penas en el caluroso regazo que siempre fue para mí la montaña, me llevó a vivir una desgarradora soledad que en aquella ocasión era autopunitiva, como si en ella hubiera querido enterrar toda la angustia que me producía una separación que por otra parte no tenía posibilidades de continuación. Fue en esa ocasión en la que yo creo que me sentí más salvaje que nunca. No quería nada del mundo, tenía que masticar y deglutir mi dolor y la herramienta en aquel caso era el aislamiento y las  interminables caminatas bajo la lluvia de un verano en que apenas hubo un día sin tormenta. Fue un verano muy especial, sobre todo por el contacto que tuve, exacerbado ciertamente, con alguna de esas ardorosas pasiones  que atraviesan contadas veces las vidas de los hombres.  



Ahora mi salvajismo, que se nutre igualmente de la vida primitiva, de emociones que surgen en relación con las tormentas, el esfuerzo, la incertidumbre, la belleza de los parajes que atravieso, a veces incluso del miedo, es un modo de entender la vida en donde la sencillez y el contacto con los elementos y la naturaleza hacen de uno algo no muy diferenciado de cualquiera de los animales que pueblan el bosque; ideas sobre la muerte, la necesidades elementales, la protección contra los elementos, la subsistencia, el peligro, son aspectos que perfectamente podría compartir con una marmota o un rebeco. Si junto a todo esto además añadimos aquello que decía Stevenson, un salvaje que puede leer, e incluso escuchar música, pues las cosa está bastante bien. Más todavía, si como me pasa últimamente, leo los periódicos y pago mi contribución social haciendo elogio de Podemos e interesándome por lo que pasa por el mundo. Lo uno no quita lo otro.

Decía que había empezado a llover. Tiré cuesta arriba con la esperanza de poder encontrar un lugar para poner la tienda antes de que descargara la tormenta. Tuve suerte, un poco más arriba encontré un pequeño llano. Saqué la tienda, me puse el chubasquero y cubrí mis cosas con la capa de agua. Pese a que llovía bastante apenas se mojó nada. Pude refugiarme en la tienda antes de que se desplomara la tromba de agua. Allí terminé de comer. Acurrucado en la tienda me dediqué a escribir, qué pasión, coño, con teclear todos los días un millar de palabras. Ha pasado un buen rato, De repente oigo voces, saco la cabeza por un agujero de la puerta de la tienda y me encuentro con una pareja cargada como para caminar muchos días. Pegamos la hebra, ellos también están en la Vía Alpina, piensan hacerla en dos o tres veranos. Los primeros que me encuentro. Bueno, el caso es que la tormenta pasó, son las cinco de la tarde y creo que voy a continuar mi camino. Voy a ver si recojo todo esto, hay grandes trozos de cielo azul, no creo que vuelva a llover.



El camino terminó cabalgando por la divisoria de los dos países. El paisaje que se abría hacia el sur envuelto en nubes tormentosas era espléndido, el extremo oriental de las dolomitas se erguía atrevido con su picachos verticales nimbados de oscuridad amenazadora. Me tuve que apresurar, no encontraba un lugar a mi gusto y junto a la lluvia se había levantado un fuerte viento. Al final me tuve que conformar con un pequeña plataforma expuesta a que se me colara el agua por abajo. Cuando estuve instalado dentro y arrebujado de manera que evitara en lo posible el contacto con el agua que la violencia del viento había introducido en mi tienda, me dio por pensar en esos otros "salvajes" que andarían por ahí fuera sin poder disponer de una tienda de campaña. Tan miserable me sentía, mojado y tiritando de frío, que no se me ocurrió otra cosa que pensar en ellos, pájaros, vacas, caballos, cabras; pobres... con lo que está cayendo, me decía. 



Obviamente uno no busca estas cosas, el frío, el peligro, el cansancio extremo o las privaciones, pero es de cajón que quien no ha pasado por esta clase de circunstancias nunca, acaso, dejará de vivir una vida a medias. 

Cuando empezaron a caer las primeras gotas no me pude resistir a fotografiar el espectáculo que se ofrecía frente a mi balcón, aunque fuera con la cámara del teléfono, que la otra se bloqueó y no hubo manera. Quise enseguida comprobar el resultado pero tenía demasiado frío. Decidí meterme en el saco con las botas para asegurarme de que no se me humedecieran los pies. Con el anorak hice una bolsa y metí en ella la parte baja del saco de dormir para protegerlo en lo posible del agua. Tuvo que pasar más de media hora para que entrara un poco en calor, momento que aproveché para cenar. 

Ahora de la tormenta ha quedado una lluvia tranquila e intemporal que va a servir para que me duerma como un bendito dentro de un rato.



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