Una desamparada soledad llenaba la mañana



Arnoga, 29 de julio 

Sin nada que cenar, con la crónica del día terminada, la niebla fuera, las ruinas enfrente de un edificio de un una vieja guerra y con luz todavía suficiente como para no dormir, primero termino la rapsodia con la que acaba La Odisea, Atenea pidiendo a Odiseo que dé fin a las venganzas no sea que Zeus se enoje, sólo me queda buscar en el teléfono algo  adecuado para el momento y lo encuentro en La pasión según San Mateo, de Bach. Algún grajo vuela frente al hueco de lo que fue un balcón. La música de Bach llega a mis oídos como un milagroso regalo antes de conciliar el sueño. 



Por la mañana una espesa niebla lo cubre todo. Llueve. Una enorme sensación de soledad rodea las ruinas en donde he pasado la noche. El ruido de la lluvia golpetea monótono en el exterior. Hoy no me queda más remedio que levantarme y enfrentarme al frío y a la lluvia ya mismo, no me resta ninguna comida y estoy a dos mil ochocientos metros, muy lejos de cualquier lugar civilizado. Tengo que perder altura lo antes posible. 



Ha sido una noche muy larga, mi saco de dormir no  fue hecho para estas alturas, el frío me dejó dormir pero mal, no logré en toda la noche que los pies me entraran en calor. Visto el panorama desde el saco de dormir resulta algo desalentador no saber lo que te espera más abajo, tengo que descender mil quinientos metros de desnivel y la única referencia es la línea azul del gps sobre la pantalla del teléfono, la niebla reduce el espacio reconocible a unos pocos metros. 



Al principio me embarga una sensación de indefensión, hace frío, llueve, me siento poca cosa en medio de este agreste paisaje. Si por cualquier razón me viera obligado a permanecer aquí en estas condiciones y sin haber probado bocado desde el mediodía de la jornada anterior, me temo que lo iba a pasar mal. Un cuerpo mal alimentado en un paisaje tan inhóspito y alejado por muchas horas de cualquier lugar habitado puede llegar a encontrarse con problemas. 

Después no es tan fiero el león como lo pintan. Aunque sigue lloviendo la niebla se abre y el camino discurre por ralos pastos donde pacen asustadizas ovejas; un valle glaciar con su característica forma de U se aleja en una amplia curva hacia el sur. Al rato deja de llover y entonces puedo quitarme parte de la ropa. Más abajo aún el valle se hace abrupto, surcado de paredes verticales, el camino aparece tallado en la ladera retando las angosturas hasta dividirse en dos ramales en las cercanías de un pequeño collado. El ramal de la izquierda se dirige a Bormio mientras que el de la derecha llega al embalse de Cancano. Junto al lago encontraría un restaurante donde desquitarme del ayuno que llevaba encima. La posadera y su marido derrochan una cordialidad que se agradece, más cuando uno baja tan de las alturas con semejante tiempo. Mi desayuno: un enorme plato de espaguetis, una tortilla, un buen pedazo de tarta y un capuchino. Mi cuerpo me lo agradece, me lo dice por lo bajines, pero yo lo noto enseguida, que esta mañana el pobre andaba en algunos momentos como si de un instante a otro le fuera a dar un mareo de caerse al suelo. El tema omnipresente en todos los lados estos días es el tiempo, malo como no se ha visto desde hace mucho. Charlando con uno de los clientes le expongo el proyecto de mi camino para estos días y le pregunto si hay alguna manera de llegar a Poschiavo, al otro lado de las montañas nevadas que tenemos enfrente, sin dar la enorme vuelta hasta Tirano que sugieren mis anotaciones y que además supone perder altura hasta los cuatrocientos metros. Claro, me dice, por la Val Viola; y me dio todo lujo de detalles. El paso Viola me va ahorrar algo más de un dia de camino. 



Desde las alturas del embalse de Cancano la carretera se precipita por casi mil metros de desnivel sobre un ancho valle en donde los pueblos aparecen lejanos y como de juguete. Mi camino sale de uno de los tornantis de la carretera que había tomado minutos antes y coge una pista que, sin perder altura, se dirige por bosques y prados al norte hasta Arnoga. De nuevo es el tiempo adecuado de la lectura, entre los dos libros que llevo de Dashiell Hammett, La maldición de los Dain y Cosecha roja elijo este último. 



La lluvia y el sol se alternan mientras recorro estas dos largas horas de sendero llaneante que comparto con gran número de ciclistas. En esta parte del mundo el número de los ciclistas superan en mucho al de los que caminan. Recuerdo cómo la última vez que visité los Alpes las ordenanzas oficiales hacían la guerra a éstos en montones de sitios sin motivo suficientemente justificado. En las Cimas de Lavaredo, por ejemplo, eran perseguidos casi con saña. Hoy todos aquellos carteles prohibitivos no sólo han desaparecido sino que proliferan las indicaciones destinadas a los ciclistas, amen de las ofertas destinadas a ellos en los transportes y otros servicios. Me producen una admiración incondicional los ciclistas con lo que me cruzo, especialmente con aquellos que ruedan por las alturas por caminos que ya yendo a pie resultan difíciles y expuestos. Anoche, cuando casi me disponía a dormirme, oí voces y me asomé desde el primer piso donde había improvisado mi vivac; era un grupo de ciclistas que aparecían entre la niebla como venidos de algún sitio imposible. Intercambiamos algunas palabras pero me quedé con las ganas de saber a dónde se dirigían a esas horas. Según mis anotaciones estábamos a más de tres, cuatro horas caminando de cualquier lugar donde se pudiera pasar la noche y ellos encima sólo llevaban un muy ligero macuto. 




Con lo primero que me encontré en Arnoga, cuatro casas, fue con un albergue. Lloviznaba ligeramente en ese momento, así que entré a darme un respiro. El refugio de Val Viola me quedaba a dos o tres horas, me dijeron. No sabía qué hacer, eran las tres y media, pero bastó que saliera otra vez a la calle para convencerme, ahora llovía en toda regla. Así que no más mojaduras por hoy, decidí quedarme en el hotel. Me hacía ilusión quedarme el resto de la tarde tumbado en la cama leyendo a Hammett.





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