Tormentas, culitos y otros encantos de la naturaleza



Refugio Capanna d'Efra, Suiza, 10 de agosto 

Asombroso y mesiánico espectáculo el de las tormentas. Parezco quejarme de tantas lluvias, pero oh cielos, oh tierra ¿dónde, cómo encontraré, viviré, sentiré de otra manera la desmesura de la naturaleza, su belleza llena de fragor, asombro, miedo, catástrofe, sin haberla vivido en la piel, cómo? 

Ya lo dije ayer, me había refugiado bajo el arco de piedra de un antiguo puente, Il Ponte Vechio de Biasca. Apenas me había metido en la tienda cuando la acostumbrada tormenta estalló con lo más sonoro y robusto de su percusión, con sus metales a tope. Y estaba bajo el puente pero era lo mismo porque también se desató un viento guerrero,  y viento y agua parecían llevarse la tienda dentro de su fanfarria. Uno va a un concierto y oye cierta música, como aquel día, por ejemplo, que nos tocó en el Auditorio de Madrid unas butacas en el segundo piso  donde escuchábamos la primera sinfonía de Malher, creo, y el melómano que nos tocó en la butaca de al lado, un hombre bajito de ojos chispeantes que se movían compulsivamente al ritmo de las locuaces palabras de su dueño, nos explicaba que era su lugar favorito para escuchar cierta música, que allí los sonidos subían vigorosos como por una chimenea. Uno oye en el mejor caso como aquel melómano de ojos saltarines la tormenta desde su situación privilegiada y queda exultante ante la fuerza arrebatadora de Malher, acaso de Brahms o Beethoven, pero qué decir cuando uno escucha la mejor orquesta de la naturaleza interpretar sus magníficas partituras, hermosas, portentosas, terriblemente bellas, uno escucha esa música cerca de las altas cumbres, en lo bosques, en los aislados y recónditos valles dentro de una tenue tela de nylon, solo, atónito ante el espectáculo, sobrecogido por la belleza, el fragor, cuando no por el temor a dejar de existir en una de esos momentos en que el rayo con su espectáculo de luces puede fulminar cualquier pequeña criatura que se haya encontrado a su alcance. A veces una tormenta puede llegar al ser como un orgasmo excesivo, de continuar unos minutos más con la violencia que desarrolla acaso terminaría echando abajo las montañas y llevándose por los aires los tejados de los edificios. A los que se inician en los ritos tántricos se les sugiere pasar en soledad algunas noches junto a un cadáver recién fallecido. Se desprende que de tales situaciones uno extrae sustanciosas enseñanzas sobre la vida y la muerte. Cosas que actúan sobre el individuo y le enriquecen sin duda sumamente. ¿Y si en plano parecido colocamos a alguien ajeno a una aproximación a la naturaleza, en condiciones de vivir en soledad en alguna alta montaña una tormenta? ¿no sería ello una notoria y pedagógica experiencia útil para la sensibilidad y el conocimiento de una realidad global, ese tipo de conocimiento al que sobran las razones pero que pueden transformar la médula más íntima de una persona? 



Lo anterior fue antes de dormirme anoche, pero andaba algo desvelado, quizás porque la noche anterior había dormido hasta cerca del mediodía y así las cosas me dio por pensar en cierto culito que se había paseado por delante de mí mientras comía, un cuerpecito ataviado con un vestidito de una pieza cuyo volante apenas sobrepasaba el trasero. Una vez leí a una antropóloga que explicaba el encanto que para muchos varones tienen los culitos de las féminas, lo explicaba en base a un remoto periodo anterior en que todavía debíamos andar a gatas, lo que hacía suponer que el culo era el omnipresente primer plano que ofrecía el otro género. Podría ser, pero sólo me parece una lejana hipótesis. Lo que sí es seguro es que hay montones de mocitas en todas las culturas que aprenden del valor de su culito para el otro sexo nada más empezar a desarrollarse y que explotan este conocimiento, las muy ladinas, con toda clase de modelitos y movimientos destinados a hacer notar el innegable encanto de sus traseros. De encantos de la naturaleza hablo, que para el caso tanto vale hablar de las tormentas, la niebla, la lluvia, el lujurioso bosque o los susodichos culitos. 


La tormenta terminó por alejarse y yo por dormirme. Pasadas las seis, antes de que el despertador sonase, ya estaba en pie, tenía por delante uno de esos valles interminables y el tiempo estaba más que encapotado, pesadas nubes cubrían todo el mundo circundante. Tengo que decir que me estoy aficionando a este tiempo, se camina bien sin el agobio del sol y el bosque suele convertirse en un mundo encantado, variado, ameno, misterioso, de verdes exóticos y profundos, cada rincón un mundo; primero, por debajo de los mil metros el bosque de los castaños y avellanos, más arriba la tersura clara de los troncos de los abedules, y a continuación los alerces, los abetos, la bella tapicería de los rododendros en flor, y en fin, el señor de estos valles, el hayedo, rey y señor poblando las laderas, los pedregales sobre los que el río hace cabriolas o se precipita en hermosas y apoteósicas cascadas, el hayedo donde crece esa increíble gama de verdes; la humedad y la falta de luz, que se arrogan para sí solas las hayas, convierten las superficies de las rocas, los pies de los troncos en un variopinto y sombrío tapiz pleno de la belleza de un claroscuro de tonalidades frías. 


Así que por medio de ese mundo fui ascendiendo, unas veces bajo un agradable chirimiri, otras bajo un lluvia un tanto impetuosa. A todo se habitúa uno. De vez en cuando una gran cascada derrengaba toneladas enteras de agua. Junto al camino casi siempre el estruendo del río, la niebla abrazando el bosque. Val d'Ambra es el nombre de este increíble valle. Es difícil encontrar algo tan maravillosamente complejo y bello... y me imagino que sólo con la condición de hacerlo con niebla y lloviendo. Definitivamente la lluvia y la niebla van a terminar de dejar de ser un inconveniente para convertirse en algo deseable y sumamente atractivo. 


Bajo el porche de una cabaña que me encontré repongo fuerzas. Poco más arriba, cuando el bosque termina, el espectáculo es magnífico, un enorme circo de rigurosa inclinación, cubierto por las nubes en su parte alta, por donde se precipitan numerosos ríos y cascadas. Como otras veces parece imposible que por allí pueda discurrir una senda. Según me voy elevando amaina la lluvia y a mis pies va quedando más y más lejos un valle en donde se arremolinan las nubes en dos planos, uno bajo que llega a ocupar el valle como si de un lago de nieve vieja se tratara y otro, por encima de mí, alto oscuro y hosco que confirma la existencia de un tiempo cerrado y augurador de nuevas lluvias y tormentas. 


Subir por aquel anfiteatro fue una tarea dura que llevé con bastante estoicismo. Ahí nació un pequeño y nuevo proyecto que voy a dejar reposar en alguna parte de mi cerebro a ver si madura, un pequeño paréntesis de unos días para escaparme a otro macizo, y retornar de nuevo a mi Vía Alpina más tarde. Cuando madure del todo os lo cuento. Terminé por desaparecer entre la niebla de la parte alta del anfiteatro. Y así llegué al Passo di Gagnone, no se veía nada. Probé a hacerme una foto, me gusta tener algún recuerdo de circunstancias así, ocho horas y media me había costado superar la Val d'Ambra. 


Desde allí fue coser y cantar. Cada poco se abría un tanto la niebla. En media hora avisté el refugio, un verdadero nido de águila envuelto en la niebla. En él estaban Valeria y Beni, de Zurich, recién llegados y todavía empapados. Andaban encendiendo la cocina de leña y poniendo a secar su cosas. El refugio, no guardado, tenía de todo. Una simple lista de precios, incluida la pernocta y el uso de la leña, unos sobres para meter el dinero y una ranura en una caja fuerte: sírvase usted mismo. 


Agradable tarde de conversación con Valeria y Beni que posteriormente deciden hacer un fuego junto al refugio mientras yo me dedico a redactar mi crónica diaria. En algún momento llegan dos alemanes que pasan los tarde fuera a la fresca junto al fuego que ha hecho Beni. Una cerveza y unos cuantos tés acompañan mi escritura. Mis botas, la ropa mojada y algunas cosas que he lavado se van secando mientras tanto en la cocina de leña. 


La jornada termina con una tertulia, acompañada con vino tinto del país, entre dos suizos, dos alemanes y un español.









2 comentarios:

slechuga dijo...

Te veo como un toro, que envidia.
A la espera del macizo que quieres visitar.
Un fuerte abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

En algún momento mientras subía un valle que me llevo ocho horas superar bajo la lluvia, se me ocurrió la idea de subir al Mont-Blanc aprovechando que dos amigo andaban por ahí después del veinte. Pero ya desistí, estoy muy a gusto en este deambular por los montes contra viento y marea. Deberías haberte animado. Está siendo una hermosa experiencia. Victoria te enviará los tracks del trayecto hasta el mar para que los unas. Gracias por adelantado.