El placer de la demora



Capanna Aurelio Ravetto, 2545 m., 3 de septiembre 

¡Vaya, hoy también tenemos sol y cielo despejado! Cuando abrí la cremallera frente a la puerta de mi tienda se erguían las paredes entre las que había descendido mi camino de ayer. Vistas al amanecer parecían más humanas. Los setecientos metros de desnivel que me quedaban hasta el valle también eran más benignos. Mis piernas cansadas al final del día y los problemas con las rótulas de mis rodillas que siempre me duelen al final de la jornada acrecientan mi sensación de inseguridad cuando desciendo por laderas especialmente expuestas. Por la mañana no sólo se ven las cosas de manera distinta, también mi cuerpo está más descansado. 

Durante el desayuno, después de mirar los mapas y consultar con el dueño del albergue restaurante, se me aclaran las ideas. Me aconsejan saltar el valle de Susa por el itinerario clásico de la Vía Alpina. Abandonaré de nuevo ésta cuando llegue allí porque da una enorme vuelta hacia el oeste. 



Para subir al lago Malciausia está la opción de la carretera o el sendero que sube por la ladera opuesta. Elijo naturalmente éste aunque es más largo: bonito, simpático, agradable, asciende y poco a poco va dejando el río abajo a la derecha salvando un buen cortado. Todo bien hasta que empiezan a escasear las señales, el camino se hace menos notorio y termina definitivamente desapareciendo. Estoy en mitad de un bosque de vegetación apretada y laderas muy inclinadas. Para trepar por la ladera hay que agarrarse a la hierba y a las ramas, no queda otra opción. Mientras que el Garmin se calienta busco trazas por aquí y por alli, nada. Cuando obtengo la posición sobre el mapa del teléfono, que suele ser más preciso que el de papel, nada indica que a mi alrededor haya camino. Sí lo hay al otro lado del río, pero para llegar allí tengo que descender hasta el río y trepar por la ladera opuesta por una pendiente excesiva y completamente emboscada. También tengo que cruzar el río si es que logró llegar a él. Llevo un tenderete detrás del macuto, unas mallas recién lavadas y unos pantalones que se están secando también. Tengo que guardarlos para que no se desgarren con la vegetación. En el concepto de caminar por la montaña no parece que entren estas cosas, pero no son infrecuentes. Esto de esta mañana estaría más en la línea de un trabajo de Tarzán o la mona Chita que de actividades montanas. Me las vi moradas para llegar al río y cruzarle, y lo que siguió fue una extraña escalada por una ladera herbosa. Quien hubiera estado aquí se habría partido la taba viéndome a cuatro patas ir arrastrándome por la pendiente y consultando el gps para alcanzar un sendero que no podía ver. Terminé llegando a la pista. Cuando dos kilómetros más arriba me encontré dos grandes señales blanquirrojas que me invitaban para que abandonara la carretera las miré de soslayo como se mira a un enemigo peligroso. 

Tras la comida en el refugio Vulpot, junto al lago Malciausia, emprendí la ascensión al colle Croce di Ferro. Paré un momento en las primeras cuestas  después de rodear el lago  para elegir mi próxima lectura. Esta vez le cayó en suerte a Milan Kundera, La lentitud. Apenas había sobrepasado el primer capítulo cuando fue imperativo detenerse para conversar un rato. Una pareja de mi edad se dirigía al cercano lago Nero. Se ve enseguida cuando la persona o personas con las que te vas a cruzar van a saludarte simplemente o si tienen ganas de cruzar algunas palabras. Muchas veces soy yo el que hace posible la charla. Para iniciarla sirve cualquier cosa, en esta ocasión fue el brusco cambio de tiempo que yo ensalcé porque me iba a permitir subir más fresco sin el agobio del sol tras la comida. La pareja eran andarines con experiencia. Ella mostraba una vocación de peregrina compulsiva. Cuando llegara a Susa me recomendó que hiciera determinado sendero para ir a ver cierta capilla en donde un grupo alpino habían erigido la estatua de una virgen especialmente hermosa. Salió en la conversación el Camino de Santiago. El marido se había alejado a conversar con un grupo de conocidos y ella aprovechó para decirme que era una cosa que había querido hacer durante toda su vida, pero que ahora que tenían tiempo para ello su marido no podía dar más que cortos paseos. Noté que se le humedecían sus ojos de peregrina adepta a las devociones de santos y vírgenes. 



La lentitud. Corremos mucho, el tiempo de la demora no pertenece ya a nuestro siglo. El narrador y su esposa conducen por una carretera concurrida y tras ellos continuamente intenta adelantar un automovilista sin conseguirlo debido al tráfico de frente. El narrador explica a su esposa el modo en que ese conductor está viviendo su vida presente, para él no existe la familia, el trabajo, las consideraciones filosóficas, nada, en este instante sólo existe el cabreo por no poder adelantar al vehículo que va delante, el cabreo y todo aquello que se opone a su deseo. La satisfacción inmediata del deseo parece ser una constante que acorrala nuestras vidas, ávidos como estamos de llegar, de conseguir, de tocar con nuestras manos un sueño, de llegar a un orgasmo, vivimos el tiempo con un apresuramiento en donde apenas hay espacio para el recreo, para mirar el paisaje mientras conducimos, para demorarnos en el placer de la conversación en sí, para... Tenemos mentalidad de mercaderes. Queremos adelantar al coche de delante y eso es todo. Cinco minutos más tarde tendremos otro vehículo enfrente y el cuento se repetirá y se repetirá. 

La lentitud, la demora. Mantener el mayor tiempo posible el estado de excitación, recrearse en el crecimiento paulatino de deseo, cultivar primorosamente aquello que produce gozo. Y ya puestos dirigir el trabajo, toda la actividad a convertir la vida en una obra de arte. Espaciado, lento, ir construyendo alrededor parcelas de demora y expectativas. El placer está en el camino, no en la meta. No vivir para una abstracción, subir despacio lo escalones, dar vueltas y vueltas, demorarse, contenerse, acercarse muy lentamente y acaso, cuando el final esté irremediablemente cerca aún mantener una pedazo de misterio entre las manos, un nuevo cabo por el que recomenzar la siguiente aventura. Saber que en definitiva lo que uno quiere es enriquecer su propia vida. 

La lentitud, el placer de la demora. Hay libros que son una joya, hay autores que además de escribir novelas son como lo topos, cavan bajo el estrato superficial de las conductas por aquí y por allá: siempre terminan encontrando algún tesoro que comparten con sus lectores. Desde que leí La broma y La insoportable levedad del ser han pasado tres décadas: ¡pecado!, Milan Kundera se merece una mayor asiduidad. También es cierto que un lector de veinte, treinta años aprecia de manera muy diferente muchos textos. Con los años que va cumpliendo el lector va enriqueciendo su experiencia y su vida, y con ello probablemente su capacidad de disfrute de lo que lee también se vea incrementada. 



Suspendí la lectura llegando al collado. El paisaje era una turbia mezcla de nubes y nieblas dispersas. A mi derecha, un poco más abajo, se veía el refugio, cerrado, abandonado en medio de este paisaje gris y tan poco atractivo, un edificio militar que en los últimos años habían reconvertido en refugio. Todo estaba herméticamente cerrado, pero un cartel indicaba: refugio de invierno en la última puerta. La última puerta daba a una pequeña habitación escuetamente amueblada y a un pequeño dormitorio. El lugar no dejaba de ser acogedor. Sólo un problema: no había agua, algo completamente lógico en un collado a más de dos mil quinientos metros. Entretenido en la lectura de Kundera me había olvidado completamente de cogerla por el camino. 

He salido un momento para echar una meadita y me ha sorprendido a mis pies el paisaje nocturno de los pueblos dos mil metros de desnivel más abajo. Hacia el sureste se extendía la alfombra luminosa de los pueblos de la llanura piamontesa. La niebla, que un rato antes era opresiva y se cernía apretadamente alrededor del refugio, 2545 metros en esta ocasión, había desaparecido totalmente. 





No hay comentarios: