Una batahola de ensoñación y bienestar



Junto a Massello, 6 de septiembre 

Las primeras luces del alba tintaban de ámbar las cumbres más altas cuando salí de la tienda. Todavía hube de bajar un poco el valle hasta dar con el cruce y con el camino correcto. Hacía frío, pero no tardaría en llegar el sol al valle de Arbergian. El camino, cómodo y ancho, subía en grandes bucles. A la hora acostumbrada del desayuno di con una fuente. Allí fue donde me encontró Luca, un entusiasta divulgador de la historia de Occitania. Llevo días oyendo aquí y allá de las peculiaridades lingüísticas e históricas de esta tierra, que parece que tuvo estado y lengua propios en torno al siglo XI. Luca me la cuenta de corrido, nombra personajes, lugares, circunstancias, pero mi memoria y mi poca capacidad para relacionarlo con la historia general de Europa de entonces no es capaz de sacar nada en limpio. Como siempre me prometo dedicar un rato en casa a estas cosas. Me habla de un museo que hay valle abajo sobre estos pueblos, pero no creo que tenga paciencia ni tiempo para hacer un paréntesis. 


Los casi dos mil ochocientos metros del collado me llevan cuatro horas de subida. Durante la última hora jugaré al conocido juego de subir corriendo. ¡Buaá!, llegué al collado metido en una explosión de gozo. Otro caminante que acababa de llegar desde la vertiente opuesta se encargó de hacerme la foto de la llegada.  Puro narcisismo el de querer tener recuerdos de estas circunstancias; cuando te ves  fuerte, cuando llegas a una meta de un maratón, esos momentos en que sientes cierta admiración por ti mismo, son instantes que merece la pena recordar, para cuando vengan las vacas flacas o simplemente para alimentar la autoestima. No para colgar el asunto en ningún escenario público ni cosa parecida, tan sólo para ser más conscientes de la solidez de nuestro propio vivir. Yo intento razonar aquí alguna de esta cosas y no estoy seguro de si mis apreciaciones son las correctas, pero sí lo estoy de que tantas y tantas cosas "inútiles" que tanta gente hace en el mundo de la aventura y del reto consigo mismo, tienen que ver con esto. Apreciamos el asentimiento de los demás, su consideración, pero si no tenemos un gran pedazo de evidencia de nuestra propia valía ante nosotros mismos estamos jodidos. ¿De qué les sirve a tantos famosos su famosía, su notoriedad en lo medios si no hay una satisfacción personal por algo que has creado, por el hecho de haber sido capaz de superarte en algo? Alguien que al final del día repasa su jornada y se siente satisfecho es alguien, pienso yo, que anda por buen camino. No siempre tiene uno la suerte de pasar por vivencias intensas, por ello es de agradecer que de vez en cuando en nuestro cerebro se enciendan lucecitas capaces de invitarnos a hacer algún "disparate". Si el disparate consiste en subir corriendo la última hora de cuatro a un collado cercano a los tres mil metros, pues con más razón. No hay mejores cosas que aquellas que aparentemente son inútiles. Las conquistas de lo inútil siempre han sido un buen objetivo para la gente "práctica". Y ya que estamos voy a dejar aquí dos títulos de excelentes libros que siempre leo con emoción y que vienen al caso: Los conquistadores de lo inútil, de Lionel Terray y La conquista de lo inútil, de Werner Herzog, dos excelentes ejemplos procedentes de mundos y experiencia muy dispares de eso que llamamos "inútil". 



Las montañas y las praderas tenían un bello tono tostado. El verano se va despidiendo poquito a poquito, casi sin que nos demos cuenta. Hoy el otoño estaba latente durante todo el descenso. Bajando hacia Balsiglia tuve mi tercer encuentro de la mañana, un andarín de las islas británicas, escocés por más detalle, que hacía la GTA (Gran travesía de lo Alpes, que se confunde en muchísimos tramos con la Via Alpina), que lo hacía a plazos, nueve etapas cada año, como aquel grupo de peregrinos del Camino de Santiago que conocí que no disponiendo más que de fines de semana, se habían propuesto hacer el Camino de Santiago usando sólo los sábados y domingos. Calcularon que terminarían todo en el año dos mil veintisiete. A John, compañero escocés, le pasaba lo mismo. La GTA, que parte junto a Mónaco y termina en las cercanías del paso Simplón, al este del Monte Rosa, le puede llevar cinco o seis años. Además, cuando termine ya estaba pensando en hacer el GR-5 francés, que va de Niza hasta casi Chamonix. Admiro la constancia de esta gente que puede realizar proyectos parcelados en tantísimos años. 



Cuando dejé a John hice cuentas con los dedos. En dos años había caminado diecisiete días para llegar desde el mar hasta el punto donde nos encontramos, lo que implicaba que mi aventura alpina podría concluir en ese tiempo. La verdad es que me ha jodido un poco este descubrimiento; con él encima no me va a quedar más remedio que empezar a pensar en el regreso, el billete de avión, lo que supone fijar un día, las etapas... no, no me gusta, hasta ahora iba a mi aire y la proximidad del final me pone en una situación de expectativa de fin de aventura que me resultaba desagradable. 


De todo modos a paliar esta sensación vino enseguida mi siguiente encuentro media hora más tarde. Mientras descendía los grandes bucles que salvaban los despeñaderos de una alta cascada, de repente me encontré con Estefanía. Son tan escasas las caminantes solitarias que su presencia casi me sorprendió. Encontrarse una chica bonita, agradable, comunicativa, toda ella entusiasmo, era una preciosa novedad. No recuerdo por donde empezamos a charlar pero el caso es que de pronto encontramos que había una buena sintonía. Cosas del monte imagino, creo que me preguntó de donde venía y yo le eché una pequeña bronca por subir a esa hora de calor en que nos encontrábamos. Se disculpó, había dormido mal y estaba cansada. No, no era fácil prolongar mucho el instante, así que antes de que fuera tarde le propuse el retrato de recuerdo. Le encantó la idea, sacó su teléfono y clic. En cinco minutos habíamos conseguido una grata empatía mutua. Nos hicimos un retrato juntos, intercambiamos nuestro correos... ah. Qué pena me daba marcharme y dejar atrás y a medias ese tic que había quedado bailando entre las palabras y los gestos. No me fue posible continuar con la lectura de Kundera, que había abandonado un rato antes. El perfume de presencia de mujer me perseguía cómo una leve borrachera. ¿Qué tienen esos seres, alados los llamaba yo cuando era más jovencito, para poseer la capacidad de levantar en el ánimo de uno tales bataholas de ensoñación y bienestar? 


Más abajo aproveché un riachuelo para hacer la colada y lavarme un poco. Coloqué todo sobre el macuto. Cuando llegué al restaurante, como siempre muy tarde y con la cocina cerrada, mi colada se había secado. Un ángel vino a velar por mí y pude comer un sabroso plato de pasta con carne, una enorme ensalada, un postre riquísimo que no logré saber de qué estaba hecho, más el medio litro de cerveza y el capuchino de costumbre. 





No hay comentarios: