Dilijan, camino del monasterio de Haghartsin


Dilijan, Armenia, 25 de agosto de 2015

Llovía después de la cena y las previsiones del tiempo para el día siguiente no podían ser peores, así que descartado el madrugón elegimos ver una peli. Tras Uzak, una película turca que motiva a uno lo suficiente como para hacer un viaje a Estambul en pleno invierno, con sus bellísimas tomas de ciudad adornada con mantos de nieve, y Ararat, de Egoyan, con la participación de Charles Aznavour, en donde se hace un magnífico trabajo de investigación relacionado con el genocidio armenio, hoy le tocaba el turno a un director armenio, Sergei Parajanov, con su obra Los corceles de fuego, una historia de amor que apenas empezar me recordó un relato que se narra en La madre naturaleza de Emilia Pardo Bazán. Uno de esos idilios que uno contempla con el gusto de quien se reconoce párrafo tras párrafo en lo extraordinario y en la loca y dulce insensatez de un amor ya casi lejano. En la literatura de todos los tiempos los grandes amores suelen terminar casi siempre en tragedia, un hecho que, según Aristóteles, "producía en el espectador una purificación emocional, corporal, mental y espiritual que él denominó catarsis y que definía como 
la facultad de redimir al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e inevitable de éstas; pero sin experimentar dicho castigo él mismo". Siempre me llamó la atención este traslado que se hizo desde los clásicos al considerar la muerte de Romeo y Julieta, de Tristan e Isolda, Desdémona en Otelo como elementos purificadores de la emoción del espectador. Nunca lo entendí yo así. En nuestra película, si hago el intento de analizar lo que pasaba dentro de mí en el transcurso de esta historia sobre los amores de Ivan y Marichka, amores imposibles  destinados a terminar con sus vidas, yo no sabría encontrar en mí ningún rastro de esa purificación de que habla Aristóteles. Sí encuentro reconocimiento de algunas de mis propias emociones, de mis pasiones, retazos de mis sentimientos, descubro en la película la universalidad de mi propio sentir, de mi experiencia. Creo que esencialmente son estos elementos de complicidad, de similitud, ese descubrimiento en otros de las propias locuras de algunos momentos de la vida, los que alimentan nuestra empatía con los personajes, con ese ideal de amor y por tanto la apreciación del espectáculo que estamos siguiendo. Que tan alta pasión esté condenada a sucumbir, acaso sólo demuestra que caminamos tras lo infinito, lo inaccesible, y que siendo inalcanzable sin embargo mantiene en nosotros una tensión que es el motor de la vida. Llegar a Itaca, alcanzar una meta definitiva puede no ser un chollo, y puede no serlo precisamente porque la vida es tensión; la pasión y el deseo son una tensión entre el yo y algo que está fuera de nuestro alcance, y si el deseo llegara a cumplirse sería lo mismo porque a éste seguiría otro y otro. En realidad  los amores de Iván y Marichka, los de Romeo y Julieta, los de Tristan e Idolda, de continuar la historia tras la bajada del telón no dejarían de ser un fiasco, la realidad y la erosión terminarían por deslucir el resto de la obra. Así que visto que no se puede ir más allá y que ya me he metido a los lectores o espectadores, diría el autor, en el bolsillo voy y me cargo a los protagonistas; no hay otra salida. Pero mientras tanto hemos revivido algo posible, algo de nuestro yo y nuestra experiencia, lo cual es una fuente de gozo. Nos reconocemos en los personajes, eso sí, sin necesidad de tener que pasar por la no agradable situación de morirte.

Yo quería contar algo de lo que hicimos hoy, pero ya se ve, a este paso ni flores. Cuando en la pantalla apareció la palabra fin era más de la una de la mañana y fuera seguía diluviando.

Contra lo esperado el sol lucía sobre un cielo azul cuando nos despertamos. Así que preparamos algunas viandas y nos echamos a la calle. Para hoy sólo disponíamos de una sucinta información, teníamos que salvar un desnivel de cerca de mil quinientos metros y descender otro tanto. Una línea azul sobre una pantalla en blanco era nuestra única guía. Tardamos en dejar atrás las dispersas casas del pueblo que se empeñaron en hacernos compañía un buen rato junto con algún que otro grupo de niños que al vernos gritaban el consabido hello. De las últimas casas para arriba el paisaje se hace pasto, unas praderías que no tardaron en desaparecer entre los robledales que nos esperaban más arriba. La anunciada lluvia de hoy amagó durante una buena parte del día sin que llegara a decidirse a mojarnos, lo que hizo posible una ascensión sin sudores ni sofocos. En los prados altos fue imposible entendernos con la mujer que atendía las vacas junto a unas destartalada construcciones techadas con un zinc herrumbroso que parecía sostenerse de puro milagro. No se opuso a que la retratáramos. Más arriba nos encontraríamos con su marido que andaba corriendo monte abajo intentando reunir una veintena de vacas. 
Era hermoso el paisaje allá arriba. Las cumbres empezaron a cubrirse con una espesa capa de nubes cuando llegamos al collado. Después del refrigerio tuvimos que salir pitando, amagaron unas pocas gotas pero todo quedó en eso, en amago. Al otro lado se oía lejano el ruido de un motor de una segadora. Mil quinientos metros de desnivel deberían dejarnos en un lugar llamado Haghartsin donde el Google Maps sólo situaba el final de una carretera. Desde ese final a Dilijan, nuestro lugar de partida, había catorce kilómetros. En todo momento confiamos en que allí encontraríamos algo, un coche, un modo de localizar un taxi. Pastizales y largos y profundos valles se extendían a nuestros pies. En algunos momentos desaparece el camino y tenemos que agarramos a nuestra línea azul del gps como único recurso. Es un descenso relativamente amable. Cuando estamos cerca del final de la línea azul nos hacemos a la idea de que tenemos que asaltar el primer coche que pase y convencerle para que nos haga de taxista. Dejo una cantidad de dinero preparada por si acaso. Si para un coche bastará con pronunciar la palabra Dilijan, nuestro destino, y enseñar cuatro o cinco billetes de mil drams, unos ocho euros, para convencer al conductor de que nos lleve. Del monte baja renqueante un todoterreno cinco minutos más tarde; lo paramos, pero es obvio que allí no cabe ni un palillo de dientes, viene cargado de leña hasta el cuello.

Para nuestra sorpresa resultó que nuestro camino terminaba precisamente en un complejo de monasterios que queríamos visitar al día siguiente sin saber dónde estaban estos. Frente a nosotros teníamos uno de los rincones más preciados del turismo en Armenia. Esto se está haciendo muy largo así que dejo a mi cámara fotográfica que dé cuenta de algo de lo que allí encontramos. Lo del camino de regreso se arregló en un periquete, encontramos a una chica que hablaba algo de inglés y ésta se fue a buscar a un prete de larga sotana que a su vez llamó a un hombre pequeño de grandes ojos con el que cruzó unas palabras. Tres mil drams, nos dijo el prete sucintamente. Veinte minutos después estábamos frente a una jarra de cerveza en Dilijan mientras fuera empezaba a llover.

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