El monte Ararat y el palacio de Ishak Pasha


Erzurum, Turquía, 6 de agosto de 2015 
Camino de Dogubayazit llega un momento en que tras un cambio de rasante aparece, entre la suave calina que ocupa el horizonte aislada y solitaria como un gigante salido de la nada, la mole del monte Ararat en donde la leyenda de Gilgamesh y también la Biblia imaginan, en un paisaje en donde las lluvias habían hecho desaparecer la tierra, atracar el barco que habría de volver a repoblar el planeta con todas las especies animales vivientes una vez las aguas descendieran. Sus glaciares sominales se veían apenas ocultos como el rostro de una mujer bajo siete velos. Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, cuando nos dirigiamos al palacio de Ishak Pasha su aspecto era muy diferente, su extraordinaria silueta ocupaba levante sobre un fondo en que empezaba a surgir la luz del alba. Y ello a través de una interminable valla de alambre con trenzados de púas que protegían las instalaciones militares por algún kilómetro. Quise facer una foto, pero cuando levanté la cabeza me encontré con un "prohibido hacer fotografías" en varios idiomas frente a mí. Cuando las instalaciones militares quedaron atrás con sus carros de combate, tanques y dispositivos dispuestos para una pronta intervención (la frontera de Irán está a pocos kilómetros, y la de Siria algo más lejos) la silueta del Ararat había quedado oculta por unas montañas próximas. Era inútil esperar la posibilidad del amanecer sobre su cumbre.
Llegarse a este remoto lugar tenía dos objetivos, el Ararat como sujeto fotográfico, ascenderlo era por supuesto demasiada tela para un servidor, y el palacio de Ishak Pasha como espléndida amalgama del arte seljúcida, georgiano, persa o armenio.
La fotografía es un arte relacionado con la luz, un hecho evidente y que se nos puede escapar cuando pretendemos fotografiar cualquier cosa. Hay quien cree que para hacer una buena fotografía basta con sacar el móvil o una cámara digital y hacer clic. Craso error. Los sujetos a fotografiar si no están envueltos por la luz adecuada pueden resultar una perfecta birria. Y como creo que hay mimar las fotografías y buscar a los motivos la luz adecuada a su condición  nada más llegar a Dogubayazit decidimos que aprovecharíamos la luz del crepúsculo y la del amanecer para fotografiar el palacio y sus alrededores. El palacio en sí mismo es una joya fotográfica pero si a ello le unes el entorno paisajístico, tierras áridas, lomas de rocas agresivas, el desierto al fondo, el cálido color de la tierra y a continuación envuelves todo ello en la aterciopelada luz del alba, en esas condiciones solo tienes que sacar la cámara, subexponer medio diafragma, buscar un ángulo adecuado y ya tienes una obra de arte dentro de tu cámara oscura. El único inconveniente es que para que coincidan todas estas cosas, o te das un enorme madrugón o tienes suerte con un crepúsculo. Por la tarde el cielo se cubrió y todo quedó envuelto en una luz anodina así que sólo nos quedaba para hacer las dichosas fotografías la madrugada y con ella una caminata de catorce kilómetros, el trayecto de ida y vuelta al palacio.
Pese a la hora temprana en que dejamos el hotel los madrugadores ya andaban por ahí consumiendo un pitillo o sentados sobre cajas de fruta mirando a la nada como si estuvieran esperando a Godot. Poco más allá el alumbrado público desaparecía y quedaba la oscuridad y una larguísima valla de alambre que delimitaba las instalaciones militares. Una cierta aprensión recorrió el cuerpo del viajero cuando un centenar de metros más adelante descubre junto a una garita a un soldado enfundado en la parafernalia de su indumentaria militar con una metralleta que sostenía firme entre las manos y oye al mismo tiempo el chasquido del arma cuando en ésta queda liberado el seguro. Son las cuatro y media de la mañana, los caminantes son simples sombras en la noche y uno entiende que para tales casos puedan existir determinados protocolos a seguir; la cosa impresiona; es un simple claq metálico, pero... En estos días ha habido varios incidentes sangrientos en la zona, o por motivo de los kurdos o en la frontera con el Ejército Islámico; la frontera con Irán, a pocos kilómetros de Dogubayazit, había sido cerrada dos días atrás. Vamos, que no estaba el horno para bollos. En las calles de las últimas ciudades que visitamos hemos visto tanques, y carros de combate apostados en calles estratégicas formando parte del paisaje urbano. Estas cosas cuentan para que caminando en la noche le asalte al viajero cierta prevención. Siempre puede haber un soldado loco y corto de vista que en medio de la oscuridad confunda a dos caminantes con macuto con algún miembro de PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) o que crea ver dos etarras disfrazados de senderistas. El suspense no duró más allá de tres o cuatro minutos. Cuando nos hubimos alejado un centenar de metros volvimos a oír el chasquido que hacía el seguro del arma al volver a su sitio.
Empezaba a amanecer cuando tuvimos delante en lo alto la silueta del palacio. El mundo despertaba, el llano recogía la tibia luz del sol y la repartía a cacillos por todos los rincones, unos peñascos por el sur, un pequeño bosque al comienzo de las laderas, un campo de girasoles. La llanura se lavaba la cara con el agua clara de la amanecida.
Empleamos más de una hora en explorar las alturas sobre el palacio tratando de envolver la armonía de Ishak Pasha, la cúpula central de herrumboso color tabaco, sus torres, en la luz de la mañana.
Por la tarde estaríamos en Erzurum, unos cientos de kilómetros al noroeste, camino ya de las montañas de Kackar junto al mar Negro.

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