En el Ushba. Ascensión al Guli Pass


Mestia, Cáucaso ,Georgia, 14 de agosto de 2015

Las cuatro y media de la mañana. Naturalmente, ni un alma por la calle. Noche cerrada. Un centenar de metros antes de tomar el camino nos cruzamos con un coche de la policía que circula somnoliento en el desierto nocturno. Mestia por su posición y por los picos y glaciares que la rodean sería el equivalente a Chamonix de los Alpes, La Meca del montanismo georgiano. Pero aquí hay otros hábitos, a la gente no le gusta madrugar. Anoche, cuando pedí unos sándwichs en el hotel para el día siguiente y me preguntaron la hora de partida no terminaron de comprender. De hecho tardaban tanto que terminamos de amontonar en un plato los restos de la cena, aquí se come pantagruelicamente. Sería nuestro desayuno y comida del día siguiente.

A los perros de España, después de tantas caminatas, creo conocerlos, especialmente a esa hora antes del alba. Tuve tantos encuentros con mastines y pastores alemanes en una oscuridad de boca de lobo mientras recorría los muchos caminos de Santiago que perdí totalmente el miedo; los bastones en una mano y dos o tres pedruscos en la otra generalmente es suficiente para tenerlos alejados cuando te los encuentras por ahí. Pero aquí y en Turquía la cosa es diferente, de hecho entre las advertencias que encontré en una guía cuando estuvimos en el Macizo de Kackar, una en la que el autor hacia bastante hincapié era el no caminar de noche debido a los perros. Esta madrugada cuando abandonábamos el pueblo aparecieron dos perrazos ladrando en la oscuridad, dos de respetable tamaño, pero bastó que me agachara a por un par de piedras para que salieran disparados; se ve que eran buenos chicos.

El pueblo y sus alrededores está sembrado por altas torres que en su tiempo tenían una función defensiva y que ahora constituyen la principal atracción arquitectónica del lugar, de ahí que todas ellas estuvieran iluminadas como si, en sí, cada una de ellas fuera una pequeña catedral de Burgos. Desde las alturas parecían falos erigidos a alguna divinidad secular. A su alrededor las luces del pueblo parecían adornos navideños. El cielo estaba profusamente estrellado pese a que a nuestras espaldas los glaciares y las montañas comenzaban a azulear por las alturas emergiendo de la noche del valle como sonámbulos. Hoy no tendríamos un amanecer de caramelo, algunas nubes envolvían como fulares el cuello y las cabezas de las montañas más prominentes.

A esta hora de la mañana se camina fresco, el cuerpo responde bien pese a la pronunciada pendiente del camino que zigzaguea por medio de un tupido bosque. En la alta montaña uno siempre espera de esta hora temprana alguna clase de satisfacción, esa acaramelada luz que baña los cuatromiles cuando todavía el día casi está en pañales estaría ausente en estas primeras horas de marcha. Cuando llegamos al límite del bosque, ya con el día aseado, cepillados los dientes y dispuesto a cumplir sus obligaciones de llevar luz a todos los rincones del hemisferio norte, de golpe el señor de estas tierras, el monte Ushba, que con sus cuatro mil setecientos metros es a su vez señor de toda Georgia, apareció formidable sobre nosotros, eso sí tocado con su algodonoso gorro de dormir. Frente al camino fueron apareciendo uno a uno todos sus vasallos, el que más o menos también tocado con dispersas nubes. Paramos a desayunar en uno se esos prados que se asoman como balcones sobre los valles circundantes. Nos dirigiamos a unos lagos, un recorrido de siete u ocho horas que nos obligaba a a volver por el mismo sitio, pero después de ver la delgada línea del camino que atravesaba los valles que descendían del Ushba y más tarde ascendían al Guli Pass a 3000 metros, nos decidimos por este último itinerario; once horas marcaba la guía para llegar a la pequeña aldea de Guli. Desde allí tendríamos que coger un coche que nos devolviera a Mestia. Victoria dudaba algo al principio pero terminó por decidirse. Sólo encontramos alguna dificultad, de la que alertaba tanto la guía como el mapa que llevábamos, en la enforcadura que formaba el río por donde desaguaba alguno de los glaciares del Ushba, una pronunciada pendiente desnuda de hierba que logramos descender por una canaleta. A estas alturas, nuestro compañero de caminata, Bartolo II (el primero pertenece a nuestra historia familiar de la primera travesía del Pirineo), un simpático perrillo color canela que apareció de bóbilis junto a nosotros, ya se había unido plenamente a nuestra expedición y nos miraba desde unos metros más arriba creo que con un poco de regodeo dado que para él bajar por allí resultó pan comido. Remontando la otra parte del río nos encontramos una cámara fotográfica entre la arena y los pedruscos. Cuando media hora después nos sentamos a descansar un poco supimos enseguida de quien era la cámara, pertenecía a una pareja con la que habíamos estado charlando una hora antes. La habían perdido la tarde anterior. La última fotografía estaba tomada desde el lugar en que nos encontrábamos, un retrato de ella contra el fondo de las montañas de levante. No creo que sea fácil volver a encontrarnos. Miramos por encima el contenido, resultó que habían pasado por parecidos lugares que habíamos visitado nosotros anteriormente. Una pena perder la cámara, sobre todo por ese rastros de recuerdos que desaparecen con ella.

Más arriba perderíamos el camino. Fue muy penoso llegar hasta el collado atravesando laderas de altas plantas que se alternaban con superficies desnudas muy inclinadas en donde resbalábamos continuamente. Pero como no hay mal que cien años dure terminamos llegando al collado los tres, Bartolo II el primero, bueno, Bartola, que al final resultó chica. Allí nos esperaba meneando la cola, probablemente sabedora de que nuestras penas se tomaban un respiro. Nos hicimos una foto los tres y enseguida comenzamos el descenso por una inclinada pradería. Cuatro horas hasta el valle; eso decía un indicador en el collado.

A mitad del camino descansábamos a la sombra de un cedro cuando apareció un paisano, llevando de la rienda un caballo, que tras informarse de donde veníamos enseguida se ofreció a llevarnos en coche a Mestia (a unos treinta kilómetros después de que dejáramos el sendero) amén de bajar nuestro equipaje y a uno de nosotros en el caballo. Estuvimos diez minutos regateando el precio, pero al final llegamos a un buen acuerdo para ambos, como casi siempre hacia la mitad entre lo que él nos pedía y lo que nosotros le ofrecíamos. El hombre insistió para que Victoria subiera al caballo pero ni por esas. Victoria, cuya única experiencia equina fue un cursillo apresurado de equitación con un burro, no consintió. Aquel "cursillo de equitación", que es una constante de diversión en nuestra familia cuando sale el asunto de los caballos, fue en Turquía hace muchos años. Ella había visto montar en el burrito a la mujer del arriero, que lo hizo de la misma manera que nosotros cuando de niños jugábamos a pidola, es decir dando un salto por detrás del animal, tan pequeños son, para caer en la grupa dispuesta ya a cabalgar y creyéndolo fácil lo intentó varias veces sin lograr otra cosa que el burrico saliera corriendo espantado de tan caótica y torpe cabalgamulas. Luego tuvo otras experiencias como jinete, pero en aquella ocasión su curiosidad pudo con todas sus reticencias, se trató de un camello en el desierto mauritano. Allí tuvo éxito, aunque la cosa no estuvo exenta de gracia cuando después de cabalgar en el camello durante horas camino de un oasis le tocó descabalgar, para cuya operación los camellos se ponen de rodillas, lo que pillándola a ella desprevenida hizo que casi saliera volando por encima de la cabeza del camello. Desde entonces no creo que a mi señora esposa se le cruce una curiosidad lo suficientemente sugestiva por la cabeza como para obligarla a montar en burro, mula, caballo o camello.

En el camino de descenso el arriero-taxista casi terminó con la cajetilla de tabaco de Victoria. Por cierto, que en este viaje he descubierto que mi hortelana fuma bastante más de lo que ella me daba a entender. Sí, si, que no hay parada que no saque el dichoso tabaco y se ponga a echar humo, humo que indefectiblemente, capricho de las brisas, viene a introducirse en mis narices.

El sol hacía tiempo que calentaba inclemente y nuestras cantimploras estaban vacías desde hacía un buen rato. No hubo arroyo o fuente que pasáramos en donde dejáramos de beber, lo cual le venía de perlas a nuestro arriero que enseguida reclamaba su ración de tabaco.

Nos dio mucha pena contemplar la perplejidad con que nos miraba Bartola mientras nuestro coche se alejaba por la tortuosa pista camino de Mestia. Nos consolamos pensando que gracias a nuestro encuentro había comido y bebido abundantemente, algo que con toda probabilidad un perro vagabundo no tiene oportunidad de experimentar. 



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