Fragilidad. Isla de Suwaba, Indonesia

Al norte de la isla de Sumwaba, Indonesia, 24 de enero de 2016
A través del ventanuco de nuestra cabina la oscuridad es total, en la lejana costa algunas débiles luces indican la presencia de la isla. Los rayos zigzaguean de tanto en tanto sobre las colinas. La mar está encrespada, es casi un milagro poder escribir en el portátil con este balanceo. El calor apenas lo alivia una ligera brisa que entra por el estrecho ojo de buey. Paso una parte del día intentando evadirme del mareo y las nauseas. Me siento inseguro en esta cáscara de nuez con su aspecto de fragilidad. Fragilidad en medio de un mar siempre revuelto. Desde luego esto no es lo mismo que navegar en uno de esos grandes barcos donde el mar aparece ahí pero un tanto lejano, nunca peligroso; en ellos la sensación de seguridad es mucho mayor.
Fragilidad. Uno se siente realmente frágil en un barco de estos sobre un mar agitado. Cuando estás en las manos de los elementos, en una circunstancia donde no puedes hacer absolutamente nada para disminuir esa desagradable sensación. Pasé una gran parte de la tarde mirando al mar. Las olas eran de un azul oscuro y aspecto aceitoso; hacia poniente, resaltadas por la luz del atardecer, eran hermosas, insondables. Recordaba esa imagen que usó Freud de sentimientos oceánicos. No se puede encontrar un adjetivo más gráfico y real para referirse a esos sentimientos que penetran en nosotros con la viveza de la punta de un cuchillo y la profundidad y penetración de lo innombrable. Mirar largas horas el mar desde la fragilidad ahonda esa sensación oceánica que la realidad produce en nosotros en circunstancias de vivencias profundas.
Fragilidad. Frágil era hoy la perla de Labán, la jovencita de mirada melancólica y rizos dorados de la que se había enamorado el fiero pirata de los mares de Malasia. Salgari, que fue el escritor de mi infancia, pero que literariamente no es nada brillante, más centrado en las extraordinarias aventuras de sus piratas que en otra cosa, explota poco ese contrate entre la fragilidad de una jovencita típica de la época victoriana y la fortaleza y fiereza de su Tigre de Mompracem. Se me parece que sin caer en los esterotipos o en los tópicos relacionados con esa fragilidad disfrazada de galantería con que la literatura ha tratado a la mujer siempre hasta hace bien poco, el tema podía dar para crear algunas sustanciosas páginas. El papel de las mujeres en la literatura, y acaso en la vida real, fue siempre tan típicamente frágil, esas mujeres que siempre necesitan la mano de un hombre, su agasajo, su deferencia; aquellas otras de la clase llamada alta que durante siglos no hacen otra cosa que trabajos de bordado y que como mucho tocan el piano. Hay excepciones, claro, pero a uno le gustaría que la galantería estuviera adobada con otras cosas. Días atrás convivimos un par de días con una mocita alemana que viajaba sola y con un abultado equipaje. Muy mona ella, muy sociable, hablaba por los codos, pero parecía una tonta el culoengatusando a todo bicho viviente para que le llevará el equipaje mientras ella con las manos en los bolsillos repartía sonrisas por aquí y por allá.
Es un aspecto que se ve en muchas féminas  que me revienta porque creo que degradan el concepto de mujer convirtiéndolas en muñecas de escaparate. En el lado opuesto me llaman la atención otra clase de viajeras en las que sólo echándoles un vistazo ya descubres que están hechas se otra materia. Cuando me topo viajando con una chica de esas que lo hacen solas y en las que puedes admirar su resolución porque no necesitan que un mozo les coloque el equipaje en el maletero me siento un espectador de suerte. Viajando en tren entre Xian y Shanghai hace un par de meses llegó a nuestro compartimento una de ellas, viajera china, cargada con varias maletas. Fue un gustazo verla; llegó, trepó a la última litera cargada con una maleta, hizo sitio arriba, colocó uno de sus bultos, bajó de nuevo... Así varias veces atravesando por los aires el compartimento como una finambulista hasta que todo su equipaje quedó organizado entre la heterogénea barahunta del maletero común. Chapó. Y además la tía era guapa. Y cuando bajó de las nubes se puso a hablar con todo quisque con una sonrisa espléndida en los labios. Aquella noche me tocó dormir en la litera alta. Me subí pronto a aquel nido a leer un rato. Resultó que ella trepó también hasta aquel nido poco después. Asomó su cabeza sobre la litera de enfrente, y lo que me faltaba, me soltó una sonrisa de buenas noches desde allí que me dejó patidifuso. Desde entonces este chica, que me recordaba una pequeñísima aventura que tuve en el Transiberiano entre Moscú y Pekin -ay las chinitas de cara de porcelana...- pasó a ocupar un puesto de primer orden en el panteón de mis fantasías sexuales.
Quizás ella fuera frágil y se le saltaran las lágrimas con facilidad, pero desde luego no era una tonta el culo como aquella viajera alemana que aprovechándose de su condición de fémina no mal parecida siempre encontraba al tonto de turno que sucumbiendo a su sonrisa meliflua se aprestaba a llevarle su equipaje.
Uno, que es poco detallista, eso dice mi amada hortelana :-), que es más bien todo lo contrario, es decir tirando a bruto, y que a veces no cae en esto de la fragilidad, ha tenido en ocasiones que sufrir algún que otro pescozón, y con mucha razón probablemente, porque confundiendo el culo con las témporas, no consideró que la fragilidad puede ser una estimada característica femenina perfectamente compatible con la fortaleza. Frágil como un cristal y dura como un diamante, decía una antigua amiga mía que respondía al nombre de Mer, una amante del mar que pretendía que el mar tenía alma de mujer.

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