Paparoa National Park

Río Buller, Lyell, Nueva Zelanda, día de los enamorados, 2016
Si las flysands, un impertinente bicho volador de algo más de un milímetro que muerde a rabiar en toda esta isla y que el repelente apenas aleja, si me dejan un rato en paz intentaré poner al día mis apuntes de viaje. Las puñeteras flysands son tan insidiosas tratando siempre de darte un mordisco que hay que andarse con ojo sobre donde aterrizar para pasar el resto del día y la noche. Los viajeros de otras épocas sin acceso a Internet y sin repelente debían de vérselas jodidos en no pocos momentos del viaje. Desde hace dos semanas siempre que tratamos de localizar un lugar para pasar el final de la tarde, generalmente sitios de acampada que Medio Ambiente ha acondicionado a lo largo y ancho del país, lo primero que hacemos es acceder a los comentarios que suministra la app sobre la abundancia de las flysands. En el de hoy no había otra clase de comentarios que no se refirieron a este tipo de mosquito, a millares, decían algunos; otros contaban cómo se habían divertido viendo durante todo el día a los campistas dar brincos tratando de quitarse de encima a esta mosca pertinaz. Así que aquí estamos rodeados de flysands intentando echar una corta siesta sin conseguirlo. Me he rebozado de repelente y éste algo hace, sólo algo, así que a falta de siesta me refugio en mi diario de los viajes.
Ni me acuerdo de por donde andaba la última vez; ah, sí, creo que estaba con la idea de cierto amiguete motero votante de Podemos a quien no le gustaba que los de Podemos fueran en taxi; no, quizás no, eso debió de ser hace mucho tiempo. Ya, lo último fue a la orilla del mar, una tarde espléndida en que el mar bufaba enfebrecido probablemente agitado por algún cabreo de Poseidón relacionado, cómo no, con algún asunto de faldas. Porque es obvio que los dioses no se cabrean por cualquier cosa, que este Poseidón, tan follador como el mismo Zeus, entre sus enfados con Atenea a causa de los aqueos y que bajo el agua los polvos deben de ser un poco ásperos, debía de andar aquella tarde un tanto de mala leche a juzgar por la dimensión de las olas.
Así que, veamos, van dos días de aquello. De primeras al día siguiente nada más echarnos a la carretera nos tropezamos con la señalización que invitaba a visitar el glaciar Franz Joseph, pero dada la experiencia del día anterior de la tira de turistas trepando por las morrenas decidimos dejar atrás el glaciar. Nuestra afición a las multitudes no es muy notoria como cabe esperar. Así que nos dirigimos a nuestro siguiente destino situado más al norte en la misma costa, el Paparoa National Park donde los buscadores de lugares con que engrosar las atracciones para los turistas han encontrado unas rocas y acantilados denominados Punakaiki Rocks que ni pintadas les han venido al pelo para atraerse centenares de turistas. Pura labor de marketing que consolida unos pocos negocios alrededor en donde el precio de tres pilas pequeñas, de las que cuestan dos o tres euros en España puede elevarse por la gracia de ese nuevo atractivo turístico descubierto hasta los dieciocho o veinte euros. Ese es el invento de los los localizadores de lugares para que los turistas se entretengan. No puede haber arte de magia más fructífero que convertir algo en atracción turística. A partir de ese momento podrás poner un market en el lugar y multiplicar los precios por seis o siete sin que se te suban los colores a la cara. Dos supuestos económicos sustentan estos negocios. Uno: que la tienda más próxima esté a doscientos kilómetros del lugar, y dos, que los que montan estos negocios entiendan que los turistas son unos perfectos gilipollas a los que pagar seis o diez veces más no parece importarles.
Los llamados Pancakes Rocks, los acantilados de Punakaiki, resultaron ser un simpático lugar de los que te puedes encontrar centenares en la costa Cantábrica o en la Costa Brava, bien, pero vamos, nada que justificase esa fiera necesidad de usura del lugar.
No se hablaba nada sin embargo en aquel entorno del río Paparoa y su valle que  decidimos ascender al final de la tarde pertrechados con nuestro material de vivac. Ah, maravilla. ¿Quién iba a decirnos que río, valle arriba íbamos a encontrarnos con uno de los paisajes más bellos que hemos visto en este viaje? Pareciera que nuestro olfato se hubiera alimentado de algún susurro angelical, esa intuición que hace que des en el clavo y que sin comerlo ni beberlo te encuentres en medio de un pequeño paraíso. Eso era el valle del río Paparoa. Una de las cosas que más llaman la atención en esta isla sur de Nueva Zelanda es la manera en como convive una vegetación de aspecto totalmente tropical con las cercanías de las nieves perpetuas y los glaciares. El sendero es estrecho y se abre paso continuamente en un apretado e impenetrable bosque donde abundan las palmeras y toda clase de especies vegetales que uno está acostumbrado a ver en las cálidas tierras del trópico. El río baja abundante sobre un cauce de grandes rocas y troncos de árboles sumergidos que ofrecen un aspecto de tierras remotas exóticas y distantes donde la presencia del hombre es inhabitual. La apretada vegetación, la masa de grandes árboles derribados sobre el camino, la aparente soledad del lugar crea un ambiente perfecto para que el caminante se sienta insólitamente en unas tierras a miles de kilómetros de la civilización, lo cual no es cierto, porque aunque esta isla tenga una densidad de población bajísima y la atraviesen escasos caminos hay un control del medio ambiente y de la conservación verdaderamente elogiable.
Dormimos en lo alto del valle rodeados de cantos de aves exóticas y de sonidos de la selva que llegaban a nuestro vivac produciéndonos una agradable sensación de aislamiento y de entorno salvaje. A la mañana siguiente podíamos haber continuado para completar un itinerario circular que al final nos obligaba a hacer algunos kilómetros de asfalto. Preferimos volver por el mismo valle de Paparoa, un paseo matinal de algo más de dos horas que volvimos a disfrutar mientras el sol desperezaba entre los ruidos de la selva.
Lo olvidaba, cuando me puse a repasar las fotos caí en que había olvidado una mañana que amanecimos junto a un lago envueltos por la magia de un juego de luces realmente hermoso. Hice una veintena de tomas y podría haber hecho igualmente un centenar todas realmente hermosas. Viajar por ahí y encontrarte cuando te despiertas delante de tus narices algo tan bello es una gran suerte y un privilegio.

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