Shifting Dreams



El Chorrillo,  11 de diciembre de 2016



En el periódico encontré un vídeo, una mujer, Caroline Ciavaldini (el documental: Shifting Dreams), escalaba el Grand Capucin por una vía de gran dificultad. Media hora; y siempre mirando lo que allí sucedía con un ligero temblor en el cuerpo, grandes placas de granito, techos, un vacío absoluto y el movimiento gimnástico y continuado de una mujer que como una leve araña ascendía y ascendía por aquel mundo vertical. Y sucedía esto al cabo de un día más en que mi cuerpo se niega, fuera de los trabajos caseros, a hacer otra cosa que no sea leer o mirar el horizonte mano sobre mano. Ando acobardado últimamente, sé que necesito tomar el aire, ascender alguna montaña, perderme por los bosques del Guadarrama, pero mi ánimo está bajo y me amedrenta la soledad, el frío, mis rodillas hechas una mierda desde hace meses; también la noche, esa que precede al alba y que tiempo atrás fue fuente de tantas sensaciones excepcionales, momento espléndido del día que empezaba a tomar cuerpo en el solemne silencio de las noches de invierno. El ermitaño está en crisis, el ermitaño está perezoso –la pereza siempre tan fuerte como la vida misma–. El autoengaño de creer que todo es bonito y de que el cielo sobre nuestras cabezas no esconde turbulencias y pequeños desiertos de tristeza es moneda común que se asume como si realmente el lado oscuro de la vida no tuviera cabida en los retazos de realidad que compartimos con los otros. En donde hay luz por fuerza ha de haber sombra, sin embargo.





Hoy toca hablar de las sombras, parece. El caso es que el video, esa mujer, Caroline Ciavaldini, trepando por el compacto granito del Gran Capuccino, vino esta tarde a despabilarme de un soterrado y letárgico pesimismo. Para animarme había recurrido durante estos tiempos varias veces a un puñado de tópicos que siempre tengo a mano, pero el resultado había sido en todo momento misérrimo. Si en algún momento había asomado las narices la brisa de algún proyecto por mi cabeza enseguida mi abulia lo había aplastado con el robusto zapatón de su indiferencia; o peor todavía, lo hicieron los años, o cualquier otra disculpa, artrosis, rodilla, mal tiempo, cualquier cosa. 

Sólo ver a esa mujer, sus manos y pies buscando las rugosidades de la roca, ascendiendo centímetro a centímetro, rodeada por el bello y alpino escenario del amplio anfiteatro nevado del Mont Blanc, cientos de metros de absoluta verticalidad, fue capaz de sacarme de mi atonía. Viendo el vídeo empecé a notar que algo bueno estaba sucediendo en mi cuerpo; mi ánimo se tonificaba; empecé a creer que acaso mañana sería capaz de levantarme antes del alba para ir a parlotear con las estrellas mientras caminaba en la oscuridad a la espera de un íntimo diálogo silencioso con el campo, los árboles, algún conejo, algún pájaro madrugador; que acaso un día de estos me decidiera a terminar la Ruta de la Lana, que años atrás abandoné a cuarenta kilómetros de Santo Domingo de Silos acosado por un dolor de espalda que no me dejaba andar.

Acaso; no sé lo que pasará por el caletre de los amigos del Navi, septuagenarios amantes de las montañas con los que a veces comparto alguna excursión al Guadarrama. A mí por lo menos la cosa de los años me oprime de tanto en tanto con sus interrogantes y con su falsa premisa de que uno ya ha caminado bastante, ha viajado suficiente, ha… ha…, ¡coño! Mal asunto ese de que la curiosidad y la ilusión por hacer algo pierdan fuelle, algo bastante peor que la artrosis o la pérdida de memoria. Para decidirse a hacer algo, emprender un proyecto no basta con decir mañana hago esto o aquello; para decidirse a hacer algo que uno cree que puede ser interesante hay que estar dentro de un sueño etílico, en cuyo caso después de la resaca de la borrachera nos habremos olvidado de nuestro propósito, o, mejor, estar bañado por el sueño de una ilusión. Je, sí, oiga, ¿y eso dónde se compra? Me da kilo y medio de ilusión, por favor… ¿se lo pido a Amazon para que me lo mande por Seur?

Hoy me acompaña nuestra perra Gaza que, hecha un ovillo a mis pies, alza de vez en cuando su cabezota para darme unos lametazos en la mano. Nunca la dejamos entrar en casa, pero ahora el ermitaño ha abierto la puerta de su choza a este viejo pastor alemán que ha decidido pasar el día y la noche a las puertas de mi nuevo domicilio. Ahora pasa la noche acurrucada junto a mi saco de dormir. 

He dejado por un momento el portátil y he salido fuera a echar una meadita; una delgada capa de niebla cubre el bosque de las acacias dejando ver, sin embargo, una luna creciente entre las ramas. También se ven las estrellas. En unos minutos el banco de niebla resbala hacía la hondonada de unos almendros que son vigilados desde lo alto por una docena de añosos olivos. Lejos, como el zumbido de las abejas sobre las flores primaverales, el rumor de la autopista llega hasta mi choza.

La medicina me la sé, pero me cuesta horrores aplicármela; sé que las endorfinas, inestimables compañeras de las caminatas, del sol y del esfuerzo, burbujearán por mi cuerpo en el momento en que me ponga en camino o que tenga entre manos un proyecto creíble; sé que hacerse diligente –contra pereza diligencia, decía el catecismo– ayuda; sé aquello de que el aire hace al águila o que la vida es militar; pero…

Quizás mi cuerpo estuviera necesitado de eso que hoy me cayó como un regalo entre las manos, ese vídeo de Caroline Ciavaldini, un chispa que actuara de catalizador para dar un vuelco a ese pozo de tristeza que me deja ligeramente atorado y un tanto perplejo frente a la realidad que me rodea. Quizás el ermitaño, cuando mañana suene el despertador al filo del alba, recuerde esa hermosa disposición de los que tienen un reto por delante y se embarcan dispuestos a servirse de él como madre nutricia, alma mater de un tiempo por venir. Quizás.

 Caroline Ciavaldini
Documental: Shifting Dreams

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