Un ruiseñor acuna mi sueño bajo la lluvia





Chrinespass, por encima de Lauenen, 26 de junio de 2017

Llueve. Pero en esta ocasión la lluvia ha tenido la amabilidad de esperar a que acabara mi jornada, me reposara y terminara de poner la tienda. Después de todo la situación es maja, terminar el día con el repiqueteo del agua sobre el techo de la tienda me produce una gran sensación de bienestar.

Me sucede todo los días que me cueste saber de dónde he arrancado a andar cada mañana cuando me pongo a escribir mi crónica. Caigo, sí, estuve acampado junto a un enorme monolito cercano a un arroyo que metía mucho ruido. Cuando despierto también tardo un poco en saber dónde estoy, es lo que tiene esto de no parar. Incluso me sucede cuando echo un sueño después de comer. Hoy había sesteado en un banco que me encontré en el camino y fue tan prolífica la dormida que tuve tres sueños diferentes, cada uno de ellos relacionado con una parte diferente del mundo, lo que provocó cuando me desperté que tuviera un pequeño lío en la cabeza.


Antes de llegar al col de Sanetsch que era la referencia que aparecía en las indicaciones del camino, se supera otro collado y el camino discurre por un terreno cárstico, ese tipo de suelo surcado de continuas grietas y agudas aristas a las que tanto estamos acostumbrados en Picos de Europa. Andaba de ayuno desde mucho tiempo ya y mi preocupación no se me iba de la cabeza porque las indicaciones sobre un lugar para comer eran ambiguas, un tipo de señalización aparecía en el mapa. Resultó que aquello con lo que me iba a encontrar en el camino era una quesería. No tenía aquello pinta de servir a mis propósitos pero al sobrepasar una de las fachadas me encontré con un letrero que decía “Se vende queso”. Descargué, entré y me encontré con una señora gruesa y un hombre de dimensiones enormes dando cuenta de un suculento desayuno rural. Pregunté si podía desayunar. Había entrado sin darme cuenta en la zona suiza de habla alemana y no me entendieron. Llamaron a alguien que trajinaba en el interior. Salió un hombre joven de aspecto tímido con botas de goma blancas y ataviado como mi hijo Mario desde que ha puesto también él su quesería en marcha. Me dijo que sólo vendía queso, pero mientras me explicaba que había un hotel un rato valle abajo (yo subía) la vista se me iba a la mesa donde había unas salchichas, un pedazo de beicon, mantequilla, leche, mermelada. El quesero tenía cara de buena persona, así que no dudé en insistir. Un momento después hacía compañía en su desayuno a la pareja que daba cuenta con mucho apetito de lo que allí había. Me puse como el Quico. Eso de comer bien cuando tienes apetito acumulado y es alguien el que te ha facilitado el condumio te deja el alma llena de agradecimiento a ese alguien. Antes de despedirnos se empeñó en enseñarme su colección de queso, una habitación oscura con aspecto de biblioteca medieval en donde los libros habían sido sustituidos por quesos de diferentes clases. Le hablé de Mario, mi hijo menor, de sus cabras y de la quesería-carnicería que había abierto hacía unas semanas en Valdemanco. Fue una pena porque si mi inglés es muy limitado el suyo no iba mucho más allá. Y además me sucede una cosa curiosa, cuando hablo con alguien soy incapaz de pasar del francés al inglés o viceversa, termino mezclándolo todo y no hay manera de hacerme entender.

Voy aprovechar la coyuntura de dejar aquí la referencias de la quesería de Mario y su chica, Ana, por si algún lector de este blog quiere regalarse las exquisiteces de su producción: queso de cabra de diferentes clases, un riquísimo yogur y carne de cabrito, cabrito criado en lo montes de la Sierra de la Cabrera y el Mondalindo. Dejo aquí la localización por si vais a la sierra y queréis acercaros. 

 https://www.google.es/maps/@40.8721952,-3.6624234,17.26z?hl=es

Sigamos. Cuando dejo atrás la quesería me vuelvo a contemplar el paisaje que tengo a mis espaldas. Es magnífico. Un hermoso macizo de montañas se yerguen al fondo con pequeños glaciares colgados de sus laderas. Me alegro de hacer elegido estos paisajes para mi vagabundeo de este verano. Suiza es un mundo, el reino de las montañas, todas por descubrir y caminar. Disfruto este caminar día tras día por montañas que me son desconocidas y cuyos nombres sé que no me durarán más de veinticuatro horas en la memoria, ese gran agujero mío. Vivo totalmente al día. Hacia dónde te diriges, me preguntan a veces; y en la mayoría de las ocasiones tengo que responder que no sé. Además de que mi conocimiento de la geografía suiza es muy somero sucede que no tengo realmente un plan, llevo algunos apuntes y hasta el final de la tarde no decido mi etapa siguiente. A veces para no aburrirme con la misma explicación les digo que voy camino de Austria o Eslovenia.


Mi llegada a Gsteig, un lugar realmente pequeño cabecera de valle, fue decepcionante. El único restaurante había sido contratado para una fiesta privada. No conseguí que me vendieran otra cosa que unas lonchas de queso y un poco pan. Mi comida y mi cena para la larga jornada de hoy. Llevo meses intentando quitarme ocho quilos de peso por prescripción del cardiólogo sin demasiado éxito. De seguir como ayer y hoy con el tema de la comida en la próxima visita al cardiólogo voy a volver con la cara de niño bueno que ha cumplido eficientemente sus deberes.

Lo dicho, llueve, y ahora, al repiqueteo de la lluvia sobre la tela de la tienda se ha unido el canto de un ruiseñor, lo que da a este descenso mío un motivo más para disfrutar del final del día.





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