Caminando bajo el Eiger y la Jungfrau




Lauterbrunnen, 2 de julio de 2017

No lo tuve que pensar dos veces esta mañana. Tras la lluvia de toda la noche la única pausa que se produjo fue a las seis y media, momento en que salí disparado sorprendido por este repentino paro. El ambiente fuera era el propio para liar el petate y bajar de nuevo a Griesalp. Allí desayuné y tomé el autobús rumbo a Lauterbrunnen (donde había localizado un hotel adaptado a mi presupuesto), el destino de mi etapa de hoy, sólo que por medio públicos. Un bus y tres trayectos de tren me dejaron en el hotel junto a la estación en la línea de mi recorrido de mañana.


  Hasta la tarde no dejó de llover un momento. El turismo de masas ocupa multitudinariamente la localidad de Lauterbrunnen, punto de partida con Grindelwal para las clásicas fotos postales del Eiger y la Jungfrau. Así que día de descanso, apacible estancia, ducha, puesta a punto del equipo, tarde de siesta y de lectura y la esperanza de que mañana el tiempo dé una tregua.

Durante la tarde el Tomás de Otoño en Taxila, ebrio de regreso, después de tres días de ansiado encuentro con Andrea, regresa de Delhi y encuentra en Madrid la casa vacía. “Oyó el sonido hueco de sus pasos en el pasillo; todo estaba en su sitio, mudo y silencioso como nunca; sólo el rumor del filtro del acuario se oía en el fondo del cuarto de estar. Se asomó a la ventana, a la izquierda, más allá del estanque la higuera alzaba en alto sus brazos desnudos y desolados”. Hoy, mirando cómo llovía desde la ventana del hotel en Lauterbrunnen, había hablado por teléfono también con Andrea/Victoria. Han pasado décadas de aquel regreso de la India, décadas de aquellos viajes por Europa con mis hijos y Victoria y, sin embargo, quizás por ese concepto del tiempo que manejan los físicos en que es perfectamente posible vivir la existencia entera en un mismo instante, tuve la impresión de que el transcurso del tiempo no sólo no era lineal sino que además era simultáneo. Lo que sucedía entonces podía ser perfectamente parte de nuestra conversación telefónica de hacía un momento. Mi invierno trabajando en Suiza en un hotel de Saint Moritz a los veinte años podía ser dentro de unos días cuando atraviese al norte del Bernina y el piz Palú. 





Entre Grindelwald y el paso Grosse Scheidegh, 3 de julio de 2017

Apenas acababa de amanecer cuando ya estaba de camino. Las nubes se mantenían en lo alto por encima de los grandes farallones del valle, pero no parecía que la cosa fuera ir a peor. Como la predicción del tiempo de cierta web no me gustaba me fui a otra y como en ésta las previsiones me gustaban más me quedé con ella. Quizás por ello amaneció mejor. Despejaría a lo largo del día, decía ésta. Los mil metros de subida de costumbre nada más levantarme estaban ahí como a quien sirven un desayuno que tiene que digerir a lo largo de la mañana. Una primera parte de fuerte pendiente desde donde se tenía una buena perspectiva del valle, una enorme U de paredes verticales a ambos lados de roca desnuda por donde se precipitaba alguna cascada, y una segunda más suave que cruzaba la ladera y ascendía descubriendo poco a poco las grandes montañas del conjunto de la Jungfrau. Las nubes cubrían pudorosamenta parte de todo este reino, se abría un resquicio aquí un hueco allá, pero en todo caso lo que aparecía al fondo era magnífico. Todo este conjunto de montañas que empezaba a atravesar forman la cabecera de los glaciares más extensos de Europa. A vista de pájaro del Google Earth presenta el aspecto de un paisaje del Himalaya. Sin embargo, por el norte pareciera que el Eiger, el Monch y la Jungfrau constituyeran el mascarón de proa de un enorme barco de hielo, glaciares y grandes montañas que hubiera encallado en los verdes y suaves valles de Grindelwald renunciando a ese mundo de hielo a sus espaldas para hacerse suavidad y así poder facilitar a los turistas de todo el mundo un acceso más acorde con los apetitos nada empeñativos de este clase social tan curiosa que abarrota cualquier parte del mundo donde haya cualquier cosa interesante que ver. El gobierno suizo, acorde en este caso con la demanda de tales bandadas de olisqueadores de bellezas naturales, ha hecho de Grindelwald un complejo turístico de primer orden para lo que no ha ahorrado esfuerzos de todo tipo, y destrozado de paso una gran parte del paisaje, cosiendo las laderas con teleféricos y trenes cremalleras que ahorran a los turistas perezosos el trabajo de subir a patita a cualquier sitio. El top del tinglado turístico de la zona es el cremallera que sube por las tripas del Eiger, atraviesa lo intestinos del Monch y llega hasta las cercanías de la cumbre de la Jungfrau. En los folletos turísticos este trayecto se vende como el Jungfraujoch, the top of Europe. Miré lo precios, unos 250 € el capricho de subir por las oscuras tripas del Eiger y del Monch hasta el collado que precede a la Jungfrau.


 En las cercanías del paso Kleine Scheidegg, justo debajo del trío Eiger, Monch, Jungfrau, las nubes se abren y dejan ver un magnífico paisaje de glaciares colgantes a los pies de estos grandes señores. Pero sólo un poco. Después las nubes vuelven a cerrarse y sólo queda la masa blanca y los amplios prados verdes salpicados aquí y allá por las clásicas casas de madera con sus geranios en los balcones y sus visillos de ganchillo. En el collado mejor no parar. Japoneses a gogó, selfies por aquí y por allá, los trenes cremallera, hoteles, el consabido mercadeo que tanto puedes encontrar en Benidorm como en cualquier centro turístico del mundo. Salí huyendo valle abajo y no paré hasta que volví a encontrarme con el camino solitario que se hundía poco a poco en la inmensidad verde del valle de Grindelwald. El Eiger siguió tímidamente arropado de nubes hasta que llegué al fondovalle donde desde el restaurante se podía ver la mitad superior. El que si se dejó ver casi todo el rato fue el Wetterhorn cerca de cuyas paredes dos parapentes jugaban a subir y bajar por las térmicas en medio de un paisaje inusitadamente salvaje y hermoso.


 Terminé mi jornada a un par de horas valle arriba en un bosque de abetos desde el que se veía el caos de seracs y hielo del final de un glaciar entre el Wetterhorn y el Schreckhorn.












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