El silencio




Monte San Katherina, 23 de julio de 2017

Había llovido toda la noche y esperaba escéptico el alba. Si seguía lloviendo podría quedarme en la tienda hasta que escampara un poco, pero en el macuto no me quedaba ni un mendrugo de pan. También la noche anterior y la otra habían sido así y cuando amaneció misteriosamente cesó de llover. Desperté por un momento con esta preocupación encima, en aquel instante llovía intensamente, era de noche todavía pero había ya un hilo de luz que llegaba al interior, de repente oí las voces de un numeroso grupo que pasaba junto a mi tienda puesta precisamente en mitad del sendero. No entendía cómo esta gente se había lanzado a la noche en mitad de este aguacero. Locos, me dije. Y me dormí sin más con la idea de hacerlo si fuera necesario hasta el mediodía. En el peor de los casos tenía el refugio italiano Similaum (3001 metros) a dos horas y media, no me iba a morir de inanición; en caso de que lloviera todo el día haría el esfuerzo de enfrentarme a recoger todo en medio de la lluvia y subir hasta allí. Total, con el interrogante ya resuelto me volví a dormir profundamente.


 Cuando me volví a despertar, y con la luz de las seis y media o siete de la mañana, milagro, había un extraño silencio en el ambiente, sólo se oía el bramar del río que bajaba anormalmente hinchado por la lluvia y el deshielo de los glaciares superiores. No llovía. Y no sólo eso, que media hora después mientras estaba recogiendo la tienda llegó hasta mí un rayo de sol. En ese momento, pasaba junto a la tienda uno de los grupos que poco antes había dejado el refugio. Todos dieron muy amigablemente los buenos días con el “morguen” habitual y con el rictus de una sonrisa que parecía de solidaridad con alguien que hacía una cosa tan rara como dormir en una tienda en lugar de hacerlo en el refugio.


Dos horas después llegué al refugio. Estaban limpiando y me dijeron que tendría que esperar un rato si quería comer algo. No tuve paciencia y decidí prolongar mi ayuno dos horas y media más. Al otro lado del collado el camino había sido trazado como tantas veces sobre una sucesión de escarpes verticales donde no faltaron los cables. El sendero descendía en bucles sucesivos sobre la vertical de la pared. Días atrás había hecho amistad con Robert, un joven muniquense que hacía este tramo de la Vía Alpina en bicicleta. Llevaba un considerable macuto, había bromeado con él porque estos ciclistas que me encuentro por estos caminos siempre me han parecido seres sobrenaturales, el strong man, le decía riéndome, y él me devolvía el piropo con un you too. El caso es que estaba a mitad de etapa cuando le vi aparecer a mi espalda. Enseguida le pregunté cómo había bajado aquel tramo, que qué tal. Juntó el índice y el pulgar y dijo beautifull con la cara de quien en aquel tramo de camino que yo bajé, eso, con los tal a la altura del cuello, había encontrado un puro gustazo de satisfacción. Joder, qué tío, en bici… me fui pensando, alucinado, mientras le veía desaparecer sendero abajo después de hacerle la foto de recuerdo.


Junto al lago de Vernago me despaché un desayuno de padre y señor mío. Luego fue caminar largamente por un ladera metido en un bonito bosque que de vez en cuando era cruzado por algún arroyo, ocasión que aproveché para hacer la colada. Toda ella quedó en el tendedero de mi mochila. Hacía las cinco de la tarde fui a parar a Monte San Katherina, una pequeña aldea sobre un prominencia cuya cumbre estaba ocupada por un iglesia y que vestía el lugar de particular atractivo. Merienda-cena, mucha cerveza, un buen trozo de tarta, el consabido capuchino y todo llenito no tuve que caminar más de quince minutos para encontrar un mirador sobre el valle para instalar mi tienda.


Hay un libro, El libro del silencio, se titula, cuya autora es Sara Maitland, que me ha venido siendo recordado durante una buena parte de la jornada. Recuerdo en un anterior recorrido por los Alpes haberme encontrado un día jalonado el camino con pensamientos filosóficos y religiosos que, amén de que eran un entretenimiento, recuerdo que sí, que de una manera u otra entre una cita y otra a uno le daba tiempo a hacer una breve reflexión sobre el pensamiento pirograbado que había dejado atrás. Hoy todas las referencias y citas estaban relacionadas con las bondades del silencio: “Es placentero tener ratos de silencio junto a alguien”, “El silencio es la más grande revelación”, “Hubo un tiempo en que era el ruido el que distraía al hombre, hoy es la quietud y el silencio”. Había algunas citas más, quizás tenía algo que ver con el cercano Monasterio de Karthaus/Certosa.

Recuerdo haber leído el libro de Maitland con el especial gusto, primero, de quien descubre en la obra de algún autor muchos aspectos relacionados con la soledad y el silencio que no sólo compartía sino que apreciaba en mí mismo como parte muy apreciable de una faceta de la vida y, segundo, por la dimensión central que tal silencio adquiría en los pensamientos y actos de la autora que, además, de hacer un recorrido por su vida, una vida solitaria en algún páramo de la campiña inglesa donde había construido un casa de la que los vecinos más cercanos distaban veinte kilómetros, recreaba notables experiencias de hombres y mujeres que habían vivido en lugares inhóspitos aislados, cuevas, tierras polares o desiertos, recreando un silencio tan pertinaz que por fuerza invitaba a este también amante del silencio y la soledad a experimentar una profunda solidaridad con todos esos seres humanos con los que compartía tan especial disposición. En unos tiempos en que parece que todos huyéramos como espantados del vacío que puede crear esa nada del silencio, rescatar, frente a la facundia y a la necesidad de estar siempre rodeado de gente, a éste en su dimensión más fecunda, en esa que nos deja a nosotros cara a nosotros mismos, nuestra mismidad al desnudo, a mí se me aparece como un regalo indiscutible que las circunstancias o la naturaleza pueden regalarnos. ¿Qué soy yo, qué es la Naturaleza, qué es esto de la vida, para qué hago esto o aquello, qué sentido tienen mis actos? Y luego lo que el silencio nos trae, la calma, una cierta iluminación, claridad de ideas, la pura realidad de una existencia limitada que necesita abrir los poros de la piel a las cuestiones esenciales, a la vida sencilla, que necesita encontrar la paz más allá del parloteo interminable que en ocasiones puede llegar a nublar el entendimiento al más pintado, impedirnos ver, como citaba el otro día de Rébuffat, ver y sentir la hierba de lo caminos, su color, su olor, sus reflejos cuando el viento la acaricia.











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