Lago
Deschinensee, 30 de junio de 2017
Ayer tarde,
mientras llovía, pasé una gran parte de la tarde leyendo Otoño en Taxila. Página tras página Tomás, el protagonista ve
transcurrir el paisaje de la
India , sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus colores,
ahora en la inaplazable tensión del regreso a casa. Al fin, tras una largo
viaje invernal por este país maravilloso y terrible, que le ha llevado desde
Delhi a Bengala y de allí al sur, descubre que la inquietud que durante meses
le había acosado haciéndole abandonar su casa en busca de un sentido de la vida
se ha remansado en su espíritu y poco a poco está siendo sustituida por un
deseo improrrogable de volver a casa junto a la esposa de la que se había
separado impulsado por la oscura necesidad de encontrarse a sí mismo en el
laberinto en que se le estaba convirtiendo la vida. Y mientras leía y me
reconocía en ese Tomás de la cincuentena, me entran ganas de volver a la India en compañía de Andrea,
la alter ego de Victoria. Y reaparece ante mi vista aquel invierno de vagar por
India, una especie de bautismo en el conocimiento del mundo, de los colores, de
las miradas de ojos oscuros, un viaje que para mí sería esencial y que lo sería
años después para mi hijo Mario. Entre las montañas de este país tan diferente
por el que me muevo ahora, en ese momento la India bailaba
en mis pensamientos arropados por la lluvia de todas las tardes. Es
seguro que si hubiera estado en casa no hubiera tardado en sondear de inmediato
un destino para aquel país. Los retratos, lo colores de las calles, los saris,
los olores inconfundibles, lo ritos, el recuerdo de Taj Mahal, los sadhus con
lo que tuve relación, ejercían una sugestiva atracción sobre mí mientras la
lluvia persistía repicando sobre mi tienda.
Como ayer, hora
arriba hora abajo la tormenta de la tarde se está convirtiendo en una rutina.
No hace falta mirar al cielo, se masca en el ambiente. Se produce una especie
de silencio, empieza a gotear, sólo unos minutos y de golpe ya está aquí. Y si no has sido
previsor y guardado en la memoria los posibles emplazamientos para la tienda
mientras ascendías estás perdido. Cuando subía desde Knderster ya había
empezado a cubrirse, unas espesas nubes cruzaban la cuota de los mil
ochocientos metros. En la cabeza, además de seguir la historia de Middlesex, que ahora narra el tiempo de
la tercera generación de la familia de los protagonistas, voy pendiente del
agua, que siempre demoro hasta última hora para ahorrarme peso, y de los
posibles sitios para mi tienda por si la lluvia se presenta de repente. Pero
llego al lago Deschinensee sin novedad. Al otro lado del gran lago varias
cascadas caen ruidosas y espectaculares por más de un centenar de metros desde
el límite de las nubes. Voy pensando que tendré que coger el agua del lago, de
un color verde azulado, pero termino encontrando un manantial. Empieza a
chispear. Es decir tengo cinco o diez minutos para encontrar un sitio y montar la
tienda, pero no hay dónde. La pendiente del prado no da para ello. No me queda
más remedio que plantarla en mitad del camino. Las clavijas apenas entran, pero
no hay más. Ha empezado a llover fuerte cuando echo por encima el doble techo.
Tiro el macuto dentro y me apresuro a terminar con las otras clavijas. Algunas
no entran ni de coña, otras se doblan. Las dos últimas no me molesto en
intentarlo y me precipitó en la tienda. Díez minutos después con todo en orden
y seco dentro mientras ya diluvia con todo rigor, me permito el lujo de
dedicarme a los ejercicios de rehabilitación de espalda. Subiendo he recordado
que a estas alturas, dos semanas llevo caminando, debería andar arrastrándome
con el dolor de espalda, más este año que voy algo más cargado, sin embargo
nada de nada, unas ligeras molestias algunas veces, muy pocas. Total que cuando
he terminado con la tienda, como una ofrenda que se hiciera a algún dios de las
alturas me he liado con los ejercicios. Lo he pasado tan mal algunas veces con
la espalda, tanto como para tener que retirarme de un proyecto porque no
soportaba el dolor, como me sucedió cuando hice la Ruta de la Lana , que ahora, viendo el
buen resultado que me proporciona la rehabilitación no me queda más remedio que
seguir haciendo este tipo de ofrendas a diario.
Pero ¡oh!, lo
mejor del día estuvo, ya que estamos de ofrendas y reconocimientos, en la
aparición esta mañana, cuando coroné el collado Bunderchride de uno de esos
espectáculos que como un regalo a la constancia y al esfuerzo hacen los lares
de este hogar alpino al caminante en forma de grandes picos y glaciares
colgando bellamente de los cumbres. Es un espectáculo totalmente inesperado,
nunca sé lo que me voy a encontrar detrás cuando corono un collado, pero en
esta ocasión me resultó mucho más impresionante que el macizo del Mont Blanc
visto desde el balcón del valle opuesto de Chamonix, por lo inesperado, por lo
desconocido, por la soledad y también por el abismo que se abría bajo mis pies
hasta el fondovalle cerca de dos mil metros más abajo. Las cumbres más altas,
en torno a los tres mil setecientos metros de alturas (incluyo un foto más
abajo para los curiosos que quieran conocer sus nombres), esplendían virginales
y cubiertas de hielo como dioses enseñoreados y orgullosos de su belleza
glacial.
Con esa imagen me
dormiré esta noche. Quizás estas montañas sean un ejemplo de ese afán que me ha
llevado desde mi primera juventud hacia las cumbres, esas con las que en los
primero años soñaba pensando en el verano siguiente mientras nos poníamos en
forma en nuestras montañas cercanas a casa, la Pedriza , Galayos, Gredos.
De todos modos, ahora que caminaba entre aquella montañas soñadas semana a
semana, qué intrépidos éramos, me digo algunas veces cuando miro a lo alto,
ahora que tanto vértigo me produce sólo pensar en escalar una de ellas. Cómo
admiro no sólo a Carlos Soria sino también a tantos compañeros de entonces que
todavía os enfrentáis con entereza a paredes y montañas que a mí de sólo
pensarlo me ponen nervioso. Días atrás, cuando contemplaba desde el balcón de
Les Aiguilles Rouges el entero macizo del Mont Blanc y recorría con la vista sus
principales paredes entré en un nerviosismo extraordinario solamente pensando
en las actividades que yo mismo había hecho allí. Y más por añadidura porque
recordaba hechos de otros compañeros, amén de lo que la memoria me traía de las
lecturas clásicas de Reboufat, Demaison, Bonatti y tantos otros.
Montañas de una vida. Es el título del libro que Bonatti
escribió sobre su relación con la montaña. Es un título que serviría para
muchos de nosotros si quisiéramos hacer memoria de una de las partes más importantes
de nuestras vidas.
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