Coca,
23 de marzo de 2018
Camino
de Madrid. Etapa Alcazarén – Coca.
¡Mirad,
mirad un peregrino de verdad!, gritaba una chiquillería de treinta o cuarenta
críos desde un talud cercano al camino. Todos de paseo en una excursión escolar
que debía de querer ponerles en contacto con estas cosas del Camino de
Santiago. Sus profes, que previamente habían diseñado una concha sobre papel
que cada uno llevaba prendida del anorak, les alentaban a saludar a este
peregrino de verdad mientras me saludaban afablemente. Había olvidado contar
este detalle, que me sucedió días atrás y que tan simpático me resultó. Es una
característica del camino, gente que encuentras, hombres o mujeres en los bares
que entro, vecinos que se dirigen temprano a mí cuando deambulo
por un pueblo a la mañana, mientras mi gps entra en calor y me da la posición,
para avisarme de que camino en sentido contrario y a los que paro para charlar un
momento y decirles que ya visité la tumba del Apóstol, que es un decir porque no
lo hice, y que ahora vuelvo a casa, en Madrid. Todo un montón de gente en torno
al camino para quien el peregrino es un personaje habitual que atraviesa su
pueblo en dirección norte y al que miran con simpatía cuando no con cierta
admiración.
Estaba
buscando la salida del pueblo de Alcazarén cuando empezó a llover. Vaya, aquí
tenemos a nuestra compañera, amigo Sancho, me dije. Y tocó parar a ponerse la
indumentaria de la lluvia que llevaba ya unos días de descanso en mi mochila,
quizás extrañada a estas alturas de que su dueño no la sacara de paseo. Pero
no, aquí las lluvias se veía que no eran como las de Galicia. Paró al poco
rato. Lo que no paró fue el frío que me hizo ir encapuchado y con los guantes
puestos durante toda la jornada.
El
amigo Julio Medela, ante el fracaso de un libro que me envió de Le Breton que
mi dispositivo no fue capaz de leer, me había mandado otro de parecido
corte titulado El arte de callar, según
él un elogio del silencio, tema al que últimamente me he vuelto adicto no sé
bien si por necesidad de la situación o por vocación. Así de luminoso comienza
este instructivo librito: “No podemos olvidar que las semillas de las palabras
fructifican
cuando, tras caer en la fértil tierra del silencio, reciben
la lluvia mansa de la reflexión serena. Por eso, para
saborear los colores, los sonidos y los brillos, necesitamos el silencio y la
soledad. Por eso hay que decir que el amor a la palabra implica la fascinación
por el silencio”.
Estaba
tan de acuerdo con esta afirmación, y por demás encantado por la forma tan
poética de expresarlo, que casi me bebí el libro de un trago, el relato de un
encuentro de personas interesadas en ese arte de la expresión y la conversación
que intentan mediante un análisis de posiciones, a veces encontradas, lograr que
las palabras sean fecundas simientes que, iluminando las cuestiones de más
palpitante actualidad, penetren en nuestras entrañas,
germinen
y, allí, produzcan frutos gratos y provechosos. No se camina solo y en silencio
en vano, saber de la realidad, de la vida en general e ir encontrando en esa
prolongada meditación que es el caminar pequeñas pepitas de verdad con que
alimentar nuestra sed de comprender son situaciones que se derivan de ese
necesario silencio donde poco a poco va cimentándose lo que será nuestra
concepción de la vida, los sillares sobre los que se levantará nuestra
personalidad y nuestra concepción del mundo. Sería ilusorio pensar que alguien
pueda medianamente afirmarse como persona si siempre permaneciera rodeado del
ruido en que generalmente vivimos las personas de este siglo; ruido mediático,
ruido de ambiente, todo parloteando continuamente a nuestro alrededor en casa,
en el cercanías, en el metro, en la calle, en los restaurantes, en lo bares…
¿Cómo será posible encontrarse a sí mismo en medio de este barullo, cómo
desarrollar la personalidad de un crío que apenas ha aprendido a andar ya y se
desayuna desde que se levanta con algún programa de televisión? Ese gota a gota
de avasallamiento, ruido, anuncios, dibujos animados, cayendo sobre nuestros
sentidos desde la temprana infancia a dónde nos llevará. ¿Dónde encontrar el
tiempo para la conversación sosegada, los cuentos, la reflexión, la conciencia
del yo, del mundo, de la hierba y las flores que crecen junto al camino?
A
veces me parece estar caminando en medio de una burbuja. En mi camino no cabe lo que aparece en la tele, que siempre me parece una intromisión en mi vida
porque cuando necesito tomarme una cerveza o un montado de anchoas y queso o
detenerme a comer, no puedo hacerlo en un discreto clima de conversaciones;
no cabe la tele pero últimamente tampoco las noticias o lo que se cuece en el
parlamento o en Cataluña. Sí, veo el mundo de lejos. Ante mí tengo dos
realidades, esa que parece llenar el mundo con su ruido de todo tipo y la mía,
la de mi camino, la amiga con la que mantengo una larga conversación por
teléfono, mi chica de El Chorrillo, mis nietos, hoy es el cumpleaños de mi
nieta Ainara, mis hijos, algunos amigos con los que guasapeo a ratos, yo mismo
centro indiscutible de ese mi mundo, mis libros, esa filosofía de la vida que
voy adquiriendo mientras piso los senderos de este invierno.
Y
hablando de amigos, hace un rato aparecen inesperadamente en mi correo unas
líneas de Ina, qué alegría amiga, la peregrina de origen kirguistaní con la que
coincidimos en Santervás de Campos y que me alegra la tarde. Un abrazo Ina,
durante días he tenido frente a mis ojos las huellas que tus botas fueron
dejando en el barro de los caminos. Tus huellas solitarias aparecían ante mí
hora tras hora como una fresca constatación de hermandad de todos los pueblos
en donde algunos de sus hijos mezclan sus pasos en el polvo de los caminos como
peregrinos que lo hicieran no con la finalidad de llegar a Santiago sino como
expresión de una hermandad y amistad universal.
Y
de Galicia el whatsapp de Sergio que me informa de la posibilidad de que me
encuentre con la Marcha
por la Renta Básica
que camina entre Asturias y Madrid y que llega un día de estos a la capital. Y
le contesto que no me dará tiempo, que acabo de entrar en la provincia de
Segovia y que hubiera estado bien coincidir con ellos. La mani de
las mujeres en Santiago, la renta básica... Sólo me habría faltado, añado, coincidir
con los pensionistas para hacer de este caminar un símbolo hacia un mundo
mejor.
Cuando
cruzo el río Eresma el viento arrasa los pinares. El paisaje ha cambiado
definitivamente desde Tierra de Campos. Recoletos bosques, un tranquilo paseo
en el que vuelvo a la sumergirme en la lectura de En el olvido que seremos, de Héctor Abad y que desde aquí
recomiendo. La emotiva historia de un líder social en la Colombia de las últimas
décadas del pasado siglo. La lucha infatigable por cambiar el estado de las
cosas, la violencia, las terribles desigualdades sociales y económicas, la
indiferencia de los que miran la realidad con lo brazos cruzados como si esta
pudiera cambiar por sí misma. La lectura de este libro vuelve a poner sobre
mí el interrogante de los débitos que cada uno tenemos hacia esa sociedad tan
necesitada de la generosidad de todos aquellos que creen en la posibilidad de
un mundo mejor.
Después
de parar unos minutos en Villeguillo a tomar un tentempié y alcanzar la ribera
del Eresma que va acompañada de una profunda hondonada de extensos bosques de
álamos, “álamos del río, mi corazón os lleva”, me sube por dentro la sensación
de tener prisas por vivir. Ahora que mi camino se va acabando y se me puede
presentar una situación de no hacer nada, de vacío, parece como si me surgiera
la necesidad de continuar llenando la vida con un poco más de tensión, en este
momento la posibilidad de otro camino de Santiago, por ejemplo el Lebaniego, que
me sugería el otro día el amigo Manuel Coronado, o acaso recorrer a pie el
Algarve portugués. La cosa me puede.
Termino el día en la antigua casa de lo maestros de Coca, transformada actualmente en
albergue. El recibimiento de Charo y Ángel no puede ser más acogedor.
Gracias, siempre es un placer encontrar en el Camino el agradecido trabajo de
estos hospitaleros que con tanto mimo cuidan de lo peregrinos.
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