Lamprea, un capricho refinado de la mano de Sergio





San Pedro de la Ramallosa, 3 de marzo de 2018 
Etapa Caminha - San Pedro de la Ramallosa.

A desayunar éramos cuatro peregrinos en el albergue de Caminha, una pareja de letones, él y ella, ella que pareció muda la noche anterior y que por la mañana se le desató la lengua en una curiosa mezcla de inglés elemental, y un joven austriaco que se presentó en el albergue cuando ya me iba a la cama y que apareció llamando en mitad de la lluvia arrastrando un trolley con todo su equipamiento de peregrino. Se metió dentro como una aparición, o mejor con aspecto de llevar el susto en el cuerpo de quien podía encontrarse el albergue cerrado en mitad de la lluvia. Los letones se volvían a Lisboa después de haber caminado desde Porto y el austriaco continuaba por la variante del camino que lleva a cabo Valenca. Enseguida me interesé por cómo había pasado por los caminos-ríos que tan penosamente había atravesado yo aquella misma mañana. Con el trolley en brazos, sobre el cuello, arrastrándose sobre la valla. No podía imaginármelo. Le hice relación de todos los sistemas de transportes que había visto yo a través de distintos caminos de Santiago, gente con arnés al que iba enganchado una especie de carrito de niño, carricoche, en una ocasión, en el Francés, una señora que empujaba su equipaje sobre una carretilla por un endemoniado camino por donde a mí con bastones en las manos me costaba caminar. Pensé que estaba cumpliendo una promesa a alguna virgen de los milagros; llevaba en el rostro la marca de un paciente sufrimiento. Recordé a esos devotos de la Virgen de Guadalupe que vi en alguna ocasión en Ciudad de México caminando de rodillas hacia la Basílica.


Había consultado el día anterior los horarios del ferry y el primero salía a las diez de la mañana, lo que sirvió a mi cuerpo para darse un inhabitual hartazgo a dormir, y que le debió de venir muy bien, porque este chico obediente que me acompaña, mi cuerpo quiero decir, se lo tiene más que merecido, que saqué al pobre a esta aventura de recorrer Portugal en invierno sin ninguna preparación física, lo que le hizo sufrir un pegote los primeros días. Y él, que podía haberme chillado diciéndome tío, que te pasas, que ya está bien, ni mu dijo. Buen chico mi cuerpo, y mis piernas y mi cabeza, en fin todo él, que me lleva y trae por el mundo, que hace caso al loco de su dueño incluso si a éste le da por despabilarlo a las cinco de la mañana llueva o truene.

Bueno, pues allí me fui, al ferry, y, allí, sobre la ventanilla de la taquilla había un letrerito que decía que hoy y el día de mañana, sin otra explicación, no habría ferry matinal, que el primero salía a las tres de la tarde. Busqué un taxiboat, pero el mar estaba algo picado y me dijeron que con ese tiempo el taxista marino ni siquiera asoma las narices por encima del embozo de las sábanas. Total, que cambié de ruta y me dirigí siguiendo la orilla izquierda del Miño hacia Valenca, con la idea de alcanzar allí el Camino Portugués del interior.


Como esto del Internet propicia que uno tenga amigos en el espacio cibernético a los que no conoce personalmente, y yo había quedado con mi amigo Sergio, peregrino ecuestre afincado en las cercanías de Baiona, con quien había compartido alguna experiencia de los Caminos, él, como mi amigo Ramón, peregrinos de a caballo; había quedado decía, en vernos cuando pasara cerca de su casa a tomarnos una cerveza juntos, pues tuve que guasapearle diciéndole que tendríamos que dejarlo para otra ocasión. Pero apenas le había mandado el guasap cuando sonó mi teléfono. Que no, que me venía a buscar, que podíamos comer juntos, que podíamos ir a una fiesta medieval, que…


Y mientras tanto se puso a llover, llover fuerte, se entiende, y me pongo la impedimenta de agua y camino media hora y esperaba la llamada de Sergio de nuevo, y de golpe suena el teléfono y lo cojo y me encuentro con una voz un poco cambiada, pero enseguida nos encontramos hablando de los caminos y el proyecto repentino de Sergio de hacer el Camino de la Costa desde Porto. Y llevamos hablando un rato y me dice que irá a Porto en el Alsa, y a mi vez le pregunto si el Alsa sale de Santiago y va y me dice que no, que el Alsa sale de Barcelona???... Y date… Me caigo del guindo, que resulta que estoy hablando no con Sergio, el amigo gallego, sino con Ramón, mi otro amigo de Villafranca del Penedés, caballero andante con el que hiciera años atrás algún millar de kilómetros por los Caminos de la Plata, Norte, Baztanés, Catalán y alguno más, él siempre con su caballo Vermell y su pastor alemán Dop y yo como un Sancho Panza haciendo de escudero tras el rastro de su señor. Me encontré con Ramón en el albergue del Padre Blas en el Camino de la Plata, un día en que todo el campo se cubrió de nieve y lo dejó salmantino como un bello paisaje siberiano dispuesto para rodar El doctor Zhivago. Nunca, nunca había caminado tanto ni tanto tiempo con una compañía tan grata. Bajo la lluvia, atravesando cerros nevados, bajo el delicioso sol también de primavera. Yo, fiel amigo de la afición madrugadora salía de los albergues a las seis de la mañana y él, menos madrugador se ponía en camino tres horas después. A la hora de comer quedábamos en algún restaurante de algún pequeño pueblo y concluíamos caminando juntos el resto de la jornada. Así llegamos juntos hasta las cercanías de Montserrat.

Con Ramón y familia en la plaza del Obradoiro tras terminar la Ruta de la Plata

Así que ahí tenía a mi amigo Ramón después de varios años sin vernos ¡Qué alegría! Cuando me encontré a Sergio, se lo conté enseguida, acabo de hablar contigo, me llamabas desde Barcelona. Nos reímos. Sucedía además que Sergio y Ramón se habían carteado en una ocasión, una vez que Sergio quiso recorrer por primera vez un camino de Santiago en su yegua y yo le proporcioné la dirección de Ramón para que le informara sobre asuntos relacionados con el caballo.

Fue una jornada del mejor peregrinaje gastronómico, lamprea, bacalao, tiramisú, un Alvariño fresquito que entraban de maravilla, café, y no hubo puro pero en su lugar tuvimos una agradable y prolongada sobremesa. Después un poco de turismo, visita a la localidad de Oya y su monasterio que lucía un bello crepúsculo ornado por un mar encrespado que rompía contra las rocas como quien exhibe vanidosamente sus fuerzas ante el público de la ribera.

Terminamos en un hostal-albergue de solera en San Pedro de la Ramallosa. Nos despedimos en la puerta de mí habitación. Gracias, Sergio, por tu compañía, por esta grata jornada que hemos pasado juntos.


Hoy tendría que haber hablado de João César Monteiro y de su película Recuerdos de la casa amarilla, que vi anoche y que se me antoja como un excelente broche final a mi paseo por Portugal, o acaso de Saramago y su novela La muerte de Ricardo Reis, que acabé en medio de uno de los aguaceros de la mañana, pero me temo que se me hizo tarde.

Sergio me trajo de nuevo a la ruta de la costa y mañana llegaré a Vigo donde me espera una sorpresa. Mi amigo Jorge Túa, que ya ha aparecido por aquí en alguna ocasión relacionado con Pessoa o Borges, me mandó a última hora un guasap anunciándome que precisamente este fin de semana viene a participar en un seminario en la universidad de Vigo, a “predicar” en la universidad, dice él, y me propone tomar un Albariño y unas ostras en el Mercado de la Piedra el próximo lunes. ¡Carajo!, cómo perder semejante oportunidad. El peregrino, con estas experiencias más que peregrino va a parecer un goloso catador de vinos y degustador de los manjares de la cocina galaico portuguesas… pero en fin, ya tendrá tiempo de soltar lastre. Su otro amigo Santiago Pino, desde Madrid, ya le ha cantado lo que tiene por delante la próxima semana… cinco o seis borrascas.

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