Zamarramala, 25 de marzo de 2018
Camino de Madrid. Etapa Santa María la Real de Nieva – Zamarramala.
Hacia días que no comenzaba mi jornada tan
temprano. Mi despertador sonó a las cinco y media. Resultaba una novedad volver a echarse al camino con noche cerrada e ir dejando las luces de Santa
María de Nieva a mi espalda como quien deja un oasis para adentrarse en la
noche. Noche sin estrellas y algo amenazante. Esa sensación de abandonar el
mundo habitado, el confort de un cuarto y la seguridad de un entorno poblado para entrar poco a poco en la nada oscura de la noche a tientas, como quien
alarga la punta de su bastón de ciego buscando los límites del sendero, es algo
que aprecio mucho y que se repite madrugada tras madrugada con una ligera
expectativa ante lo que la noche y la oscuridad pueden traerme. Si hay
estrellas, cuando ya estoy seguro del rumbo que llevo, voy localizando las
constelaciones que conozco, las relaciono con otras noches, cuando caminaba,
por ejemplo, en dirección norte hace más de un mes; la primera que suelo
descubrir en esta época naturalmente es Orión; si fuera julio o agosto sería el
Triangulo del Verano; la última vez que pude contemplar las estrellas
en todo su esplendor fue en el Camino Portugués, a la altura de Coimbra. En
aquel caso Casiopea era la reina de la noche, allá frente a mí bajando hacia el
horizonte, mientras que la
Osa Mayor la tenía en el zenit a mi izquierda, como un perro
silencioso que me acompañara en mi camino. Hoy no hay estrellas, tampoco se
reflejan en las nubes las luces de ningún pueblo. El camino es ancho y de vez
en cuando una débil luz ilumina la superficie de los charcos, hace frío pero el
campo no parece acusarlo, el barro está blando y no hay hielo por ninguna
parte. De vez en cuando debo encender la linterna cuando el agua ocupa el
ancho del sendero. Después la vuelvo a apagar y la noche viene a caer sobre mí
como una losa.
Entré en el pueblo de Pinilla-Ambroz como
vagabundo errante envuelto en la oscuridad, un fantasma en el quieto silencio
de la noche. Sólo empezaría a amanecer un poco más allá, un amanecer frío y
nublado que desperezaba lentamente entre las raquíticas cebadas donde pequeños
grupos de pinos daban diversidad al llano. En el interior de mis botas la humedad
había llegado a mis pies. Siguiendo mi inveterada y tonta costumbre de no usar
la linterna, y confiando en que los charcos emitían un leve reflejo había
terminado metiéndome en uno de ellos hasta más arriba de los tobillos. Salí chapoteando aquí y allá en medio de la oscuridad sin saber si iba hacia
la orilla o si tiraba por el centro de aquella pequeña laguna. Después de este
incidente ya no volví a apagar la linterna.
El
arte de callar, que iba por buen camino y que había llegado
a la conclusión de que el arte de la comunicación no consiste sólo en hablar o
en callar sino, como en la música, en la habilidad de mezclar
las palabras con los silencios, terminó por encallar en las aguas movedizas de
una fofa moral que se extendía largo sobre la necesidad de usar un lenguaje
ceñido a ésta y a las costumbres, nada que pudiera herir los castos oídos
burgueses de esa moral fofa a la que determinadas palabras del lenguaje de la
calle ofende. Ya no era el silencio lo que se defendía, era la siempre presente
idea de que para hablar había que supeditarse a lo que es conveniente o no. Y
entonces recordaba yo la fogosa y maravillosa prosa de Ferdinand Celine o la
profunda rebelión de Jean Genet contra la sociedad y sus costumbres. Si el
silencio o la conversación han de ser socios de una moral de esas en las que
para nombrar el verbo orinar hay que decir hacer pipí, es que estamos
utilizando los conceptos de forma equivocada, me parece. Escribir sobre el
silencio, o al menos de la necesidad de refrendar en determinadas situaciones
nuestra facundia, no debería servir de coartada al autor para convencer al
lector de lo que debe o no decir y de cómo debe hacerlo.
Hubo un par de libros más en esta larga
jornada, El Bagavad Gita, que he
leído múltiples veces y llegó a ser mi libro de cabecera durante mucho tiempo,
y Buenos días, tristeza, de Françoise
Sagan. El primero, Bhagavad-Gita o Canto del Bienaventurado forma parte del
Mahabharata, la grandiosa epopeya épica hindú compuesta entre los siglos VI
antes de J. C. y el II después de J. C. es una de la principales obras de la literatura
espiritual de todos los tiempos. Me servirá en los próximos días como desayuno
para las primeras horas de mi jornada de peregrino. Hoy dejo aquí una de las
exhortaciones de Krishna a Arjuna tomada a voleo de la lectura ”Tú debes
perseguir la acción, pero sólo a ella, no a sus frutos; que estos no sean tu
acicate; mas, por el contrario, no te entregues a la inacción”.
Mi segunda lectura, Buenos días, tristeza, aunque sólo fuera por su comienzo ya tenía
pinta de ser de mi gusto. La tristeza, ese sentimiento tan desagradable para
tantos y que a mí tan entrañable e inspiradora me ha sido a veces, encabeza el
texto de Sagan: “A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me
obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es
un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la
tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el
pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda,
inquietante y dulce, separándome de los demás”.
Hoy me pasa una cosa curiosa. Trato de
recordar los detalles del recorrido y no soy capaz de rescatar más que unos
pocos. Las orillas del Eresma, la ración de pulpo y una cerveza en
Valseca, el largo sendero que tras un cambio de rasante mostró la sierra entera
de Guadarrama cubierta de nubes y nieve, Zamarramala y Segovia al final de la
cuesta. Poco más. El resto pertenece a los libros y a última hora a la novela
de Sagán.
Llegué a Zamarramala a las dos y media, muy
buena hora después de una treintena de kilómetros. Comí, me atendieron bien, pero una larga demora después de comer, cuando yo esperaba tumbarme a descansar
un buen rato, terminó por irritarme. Traté de tranquilizarme pero se me hizo
muy difícil. El hospitalero, dueño del restaurante donde he comido, que me
pareció un hombre campechano y dispuesto con el peregrino, me había dicho
varias veces que tenía que esperar cinco minutos; clientes del restaurante que
tenía que atender, gente en la barra, idas y venidas, esto hasta el punto de
convertir los cinco minutos en dos horas. Estaba que me subía por las paredes
cuando a última hora le oía conversar en la barra con dos clientes contándoles los milagros y hechos de la
Santa de Águeda y la historia de las mujeres de Zamarramala;
algo que en otras circunstancias me habría parado a escuchar con gusto lo único
que hacía era irritarme. Lo siento por Blanco, que se muestra tan prolijo y tan
atento con todo el mundo. Sé que quizás soy un exagerado pero al final le
avivo, me he levantado a las cinco de la mañana y estoy que me caigo, le
digo. Y entonces mi tono es el de quien trata de suavizar su comportamiento y
hacer comprensible esa hostilidad que me empezaba a salir del cuerpo ante el
apremio de un sueño y un cansancio que me tumbaba.
A última hora entra en la habitación un
grupo de veteranos que han atravesado la sierra. Vienen rotos, once horas de
marcha con ventisca y nieve hasta la rodilla. Sin comentarios. Todo un
interrogante para un servidor. Les pregunto por las huellas que han podido
dejar, pero me dicen que la ventisca las habrá cubierto para mañana. Para hacer
más agible esta larga etapa proyecté pernoctar mañana en San Ildefonso de la Granja y pasar la sierra al
día siguiente, pero si está de ventisca con nieve profunda y cubierto, el hecho
de ir solo me va a obligar a pensar en alguna estrategia que todavía no sé por
donde coger.
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