Elogio de la insignificancia




El Chorrillo, 23 de mayo de 2018

Motiva el inicio de este post un curioso comentario que me encontré esta tarde en la entrada que compartí ayer que hablaba de que no todo vale en montaña. El comentario era de Manuel Torres Cot y había escrito lo siguiente: “A mí de la montaña me atrae lo insignificante que me siento”. Y al que yo respondía: “Curioso pensamiento en que me he visto sorprendido muchas veces… y que tanto aprecio”. Me hicieron mella sus palabras, porque creo que ellas esconden uno de esos pensamientos recurrentes más caros que me asaltan cuando me encuentro solo en montaña. He recorrido ya en tres ocasiones los Alpes de una punta a la otra en solitario y la experiencia que me han dado tantos días de soledad entre esas montañas que visité desde mi primera juventud ha sido tan hermosa y generosa que creo que a ella debo una parte considerable de lo mucho que la vida ha pulido y enriquecido en mi personalidad.

Escribe Saint-Exupéry en Ciudadela esta sugestiva idea: “¿Cómo conocerán los hombres sus actos si no han escalado trabajosamente la montaña, en soledad, para transmutarse en silencio?” A cada uno la montaña, repito, esa amada de la que hablaba Messner, le habrá enseñado a lo largo de las décadas un puñado de cosas; para unos será la experiencia de un vivac en invierno sobre la cumbre de Peñalara o caminar en la noche por las cimas mientras los crampones muerden el hielo, para otros será el fragor del agua de la tormenta cayendo sobre la delgada capa de tela de nuestra tienda de campaña, o el amanecer sobre un mar dorado en el que las grandes cimas de los Alpes emergen como dioses de un Olimpo inusitadamente bello al amanecer. Para otros será el encuentro con uno mismo, la soledad, el silencio, las dificultades, también el miedo. Todo lo grande cabe en el alma de quien se abandona a la grandeza de una naturaleza salvaje en donde además de a tu propio corazón solo podrás escuchar el chapotear de la lluvia sobre tu capa, el canto de los pájaros o la música del viento.



Sospecho que la insignificancia de la que hablaba el amigo del comentario debe de tener que ver algo con esto. Puede darse que estemos tan metidos en los proyectos que tenemos en la cabeza, aquella cima, aquel bosque o las circunstancias que envuelven nuestra ascensión, que sea posible que se nos olvide escuchar al alma del monte, que como una ligera brisa sale del perfume de todas las cosas de la montaña. Escribe Gaston Rébuffat en Estrellas y borrascas: "El hombre con prisa ignora la hierba de los caminos, su color, su olor, sus reflejos cuando el viento la acaricia”; precisamente esos detalles que desde su aparente insignificancia llaman a la nuestra y a nuestra sensibilidad para que fundidos con ella, como cuando yo y la tormenta que arrecia sobre mi tienda en la soledad de la alta montaña nos convertimos en uno, en música para la gloria de un hermoso infierno, encontrar en esa fusión con la naturaleza los rastros de una agradecida pequeñez que como el agua que empapa el bosque nutre nuestras células y alivia nuestra sed de belleza. Esos momentos en que la cuerda cuelga entre nuestras piernas en el vacío, cuando el tintinear de los mosquetones se confunde con el graznido de las chovas, cuando el siseo de la cuerda deslizándose por nuestras manos nos acompaña en el silencio de los numerosos rapeles que nos llevarán desde una de las cimas de las Dolomitas junto a un manojo de edelweis que toman el sol en las cercanías de la vereda que lleva al refugio donde una jarra de cerveza nos estará esperando.



Me temo que es bueno intentar recuperar algo de la sustancia de lo que significa la montaña para nosotros porque es fácil perderse en el laberinto de las carreras de los ocho miles o en proyectos que pueden dejar atrás muchos de esos porqués que nos llevan una y otra vez a la montaña y que acaso no sabiendo exactamente en qué consisten nutren una adicción que es capaz de conservarse intacta después de más de medio siglo de vida. Saber un poco por qué un día y otro nos metemos en determinados fregados o nos empeñamos en atravesar desde el Atlántico al Mediterráneo por las montañas y sus más intrincados valles y laderas en vez de hacerlo por las carreteras de Pamplona, Huesca y Gerona, debería orientarnos para conocer de qué va la cosa.

La pura música de la montaña y la relación que tenemos con ella es un manjar para amantes incondicionales, pero es cierto que la dura exigencia del camino, el esfuerzo, el peligro, combinan bien con la naturaleza de una aventura en la que cada uno es a la vez sujeto y objetivo. Mi yo no es el mismo cuando después de tres meses de atravesar los Alpes y la espina dorsal de las montañas de Córcega aterrizo en mi casa ya casi entrado el otoño. En el transcurso he crecido, mi insignificancia se ha pulido, soy más humilde, regreso a casa como un vagabundo, la piel quemada por el sol, el cansancio en el cuerpo, el alma llena de una delicada felicidad. Miro hacia atrás y observo que aunque soy pequeño e insignificante he existido. Ese no vivió mucho, diría Seneca, sino que existió mucho. Quien no vea la diferencia es que está ciego.  

Hace muchos años que no leo libros de montaña (perdón, sí, el verano pasado mientras caminaba escuchéleí  Estrellas y borrascas) y ahora, con el verano ya llamando a las puertas he sentido de golpe la necesidad de ese alimento que seguro ha de llevarme a pasar otros tres meses de vagabundeo por los Alpes. Mañana tendré en casa un ejemplar de Mi mundo vertical, de Jerzy Kukucka. Creo que esta clase de lecturas me va a servir para seguir alimentando esa insignificancia en que me sumerjo cuando abandono mi casa por una temporada y me adentro en los solitarios valles de los Alpes donde sé que encontraré junto a las lluvias torrenciales y la música de las tormentas todo lo que un hombre puede desear para ser feliz.








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