El precio de un sueño


Valdemanco, 10 de junio de 2018

Un sueño de 15000 litros de agua. Me reprocha alguien, en un comentario a mi último post, haberme gastado 15000 litros de agua en un sueño por el hecho de haber puesto a prueba la impermeabilidad de mi recién comprada tienda de campaña con un diluvio artificial de esa cantidad de agua. “¡15.000 litros para soñar me parecen un derroche!”, escribía esta misma mañana el comentarista. La cortesía me obligó a contestarle con lo primero que se me ocurrió: “¿Tu crees? Alguien que va a vivir, de momento, durante tres meses en una "casa" de menos de un metro cuadrado, se gasta 200 euros en la casa más 15000 litros de agua ¿está derrochando? ¿Quizás el costo de la casa donde vas a vivir tú, por ejemplo, este trimestre es más barato? :-)”.

No me interesa si los litros de agua son muchos o pocos o si el coste de la tienda le parece un derroche al comentarista; en este mundo en donde todo es relativo y en el que el yo y sus circunstancias son determinantes para valorar el acierto o no de nuestros actos, cualquier opinión puede tener validez si nos ceñimos a un contexto determinado. Yo no sé si el comentarista vive en mitad del desierto o a la orilla del Amazonas donde podrían vivir mil generaciones bebiéndose el río entero como en la novela Hijo de hombre, de Roa Bastos, sin que el Atlántico echara de menos una pizca del habitual caudal del gran río; en cualquier caso es obvio que su opinión variaría de vivir en uno u otro lugar del mundo. De todos modos sea bienvenido un asunto tan baladí para gastar un rato intentando sacar jugo a esa idea del precio de un sueño, a la que puede acompañar la postura de un observador que desde la distancia valora, casi siempre mal, si el precio que pagamos por un sueño es un derroche o no.

¿Cuál es el precio de un sueño? Bonita pregunta a la que sin duda se tendrá que enfrentar cualquiera que desee hacer de su vida un arte, algo que merezca la pena y que consista en algo más que en vegetar frente a un televisor o haciendo compras en un centro comercial. Días atrás Francisco Sánchez y yo bromeábamos sobre nuestra próxima expedición invernal de septuagenarios al K2; decía él, entre otras cosas, de aquello, pensando en alcanzar cumbre: “10 minutos en la cima y cagando leches. Esta será la recompensa: 10 minutos en la vida que valdrán como 10000 años en la vida de uno”. Soñé en grande y toqué el cielo, escribe Cristina Spinola, la mujer que dio sola la vuelta al mundo en bicicleta. También soñó en grande Ueli Steck o José Ángel Lucas cuando se fue a escalar el espolón Walter, o Carlos Soria cuando sueña con alcanzar los catorce ochomiles mientras una gran parte de gente de su edad vive ya en una residencia de ancianos; o en aquellos años en que la Oeste del Picu en invierno era para todos nosotros un sueño imposible y que sin embargo cuatro “alucinados” de la época, el Ardilla; José Ángel Lucas, César Pérez de Tudela y el Murciano, lograron hacer realidad en un mes de febrero de 1973.


Soñar. ¡Dios!, y que los sueños no nos falten. ¿Con qué habremos de alimentar nuestra vida si nos faltan los sueños? ¿Será alguna vez un derroche el precio que pagamos por un sueño? Me temo que inmersos como estamos en la vida de las portadas de los periódicos, acaso en los asuntos de la comunidad con la crisis energética y el uso de bienes, imprescindibles, por cierto, como el agua o el aire que respiramos, podemos llegar a perder el norte respecto a asuntos que sin ninguna duda nos incumben personal y vitalmente.



Partiendo de la consideración de que la actividades de la montaña se cuentan entre las cosas más “inútiles” que una persona puede hacer en su vida (bendita aquella Conquista de lo inútil, de Werner Herzog o Lionel Terray, tanto monta un título como otro), hablar de derroche es poco menos que un contrasentido. Lo hermoso, lo bello, lo que da intensidad a nuestras vidas no es precisamente algo de lo que se pueda sacar provecho precisamente, al menos en el sentido en que nuestra preclara sociedad entiende este término. La vida, cuya inteligencia supera nuestras pobres concepciones mercantilistas, sabe muy bien que si hay algo importante para ella son precisamente los sueños, los retos que unos u otros nos ponemos por delante para… ¡yo qué sé!, para ¿deleitarnos con la certeza de que somos capaces de tocar con las yemas de lo dedos nuestros propios límites? ¿capaces de saborear el gusto de probar nuestras capacidades, nuestro esfuerzo, la superación de nuestros miedos?, ¿para vivir con plenitud la montaña, nuestro encuentro con la naturaleza, con la proverbial belleza de este mundo tan frecuentemente encerrado en los escenarios de la alta montaña, en los vivacs, en las situaciones extremas de una escalada?

Ja, el derroche, el derroche del agua, del dinero, de los esfuerzos… ¡Benditos derroches en los que incurrimos probando nuestra vida, dándoles sentido entre las paredes de granito, los neveros, vagando por valles y bosques a la búsqueda de nosotros mismos, al encuentro con el silencio, la noche, toda la belleza que yace en el mundo esperando a que los ociosos “derrochadores” de este planeta salgan a disfrutarla; yo mismo hace un par de días metido en una tienda de un escaso metro cuadrado bajo la lluvia torrencial de unos aspersores soñando con una larga estadía en los Alpes, recordando mis “inútiles” incursiones en la montaña, mis relaciones con los temporales.

Sí, y que no nos falten los sueños y los retos, porque el día que eso suceda habremos, entonces sí, envejecido definitivamente. Así que a derrochar se ha dicho, cuanto más inútiles nuestros sueños y nuestros esfuerzos más hermosa será la recompensa.






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