Los vagidos de la Naturaleza




El Chorrillo, 9 de junio de 2018

Ayer recibí una tienda de campaña que compré para mi salida a los Alpes la próxima semana. Tratando de reducir mi equipaje al mínimo para aliviar a mi quisquillosa espalda que se queja en exceso de las palizas a la que la someto, di en Internet con una que pesaba tan sólo un kilo. Demasiado pequeña, demasiado estrecha, sin doble techo, más bien parece un saco de vivac, pensé cuando la vi montada en la parcela. La miré un buen rato como quien se rasca la cabeza tratando de resolver un problema complejo. ¿Resistirá esto las interminables tormentas que con seguridad tendré que soportar durante el verano?, me preguntaba. El peso era tentador frente a la otra que uso, de unos dos kilos y medio. La opción entre el peso y el confort se decantaba no obstante hacia mi obsesión de reducir mi macuto a la mínima expresión. Decidí probar. Metí dentro de la tienda un aislante, dispuse los tres aspersores de los alrededores fijos de manera que la tela de la tienda recibiera el chorro de todos ellos ininterrumpidamente y programé un riego de tres horas. A continuación cogí un libro, me metí en la tienda y le dije a Victoria que pusiera en funcionamiento el riego. Enseguida comenzó a llover aparatosamente, sí, pese a que el día era soleado. Cada aspersor da unos mil quinientos litros por hora; multiplicado por tres aspersores, y esto multiplicado por las tres horas, el total previsto de agua sobre la tienda era aproximadamente de unos trece mil quinientos litros. Creo que era una buena manera de verificar la impermeabilidad del habitáculo que habría de acogerme durante un trimestre.

Enseguida me sentí como en mi casa. Me puse cómodo en el aislante, esponjé la almohada y traté de distraerme leyendo a Philip Roth, pero no funcionó. Sucedió una cosa curiosa, pronto la lluvia, goterones gordos que se estampaban sobre la tela de la tienda, me transportó a alguna de esas tormentas memorables que viví el pasado año cuando el aparatoso ruido de la lluvia hacía imposible mi sueño y me obligaba a usar tapones de cera. El nervioso placer que me producen las tormentas en alta montaña estando solo se acrecentaba en ese momento por la estrechez del espacio. Traté de trasladarme a algún lugar de los Alpes. Y sí, cerré los ojos y lo conseguí. De pronto era el vagido del viento y el cielo transformado en diluvio y un tronar que restallaba por los alrededores en medio de una cortina de agua. Cerrar los ojos, abrir los poros todos de la piel y vivir el éxtasis de la soledad con la noche abriéndose en canal cuando uno, dos, tres rayos cruzaban por el cielo atravesando mi tienda y mis párpados.

Después me recordé en una noche en unos acantilados de Lanzarote, al final de una de las jornadas de circuncaminar la isla, descolgando sobre las olas un pequeño mp3 que sostenía con un cordino. En aquella ocasión trataba de grabar la música del mar que golpeaba sobre las concavidades de la costa y que tanto me placía escuchar aquella madrugada. ¿Grabar para qué? Toma, para recrear mi soledad y la fiesta de aquel momento en mi casa frente al fuego de la chimenea, por ejemplo.

La Naturaleza posee las mejores partituras que uno pueda escuchar a lo largo de su vida. La brisa entre las hojas de los álamos, la sinfonía del mar, el canto de los pájaros, la fanfarria de las tormentas, el susurro de la cebada y los trigales en un día de viento, el rumor de los arroyos, el estruendo de las cascadas… Y hay una música en la naturaleza, la más enternecedora de todas, quizás, que son los vagidos y el plañir que rodean a los encuentros amorosos, aquellos, especialmente, cuando ella se va “acercando poco a poco al fuego que todo lo quema” (Lhasa de Sela, Me acerco al fuego que todo lo quema, la luz de tu cara, la luz de tu cuerpo). Se lo decía a una amiga: colecciono la música de la Naturaleza. Pero ella no entendía que yo pudiera coleccionar esa clase de música entre los mejores CDs de música clásica, de jazz, de flamenco, y menos que yo no pidiera permiso a la Naturaleza para grabar todos los sonidos que salen de su garganta, de sus cráteres, de la ventisca, de la brisa aterciopelada que mueve las hojas temblonas de los álamos frente a mi ventana, de las entrañas de un cuerpo cuyo plañir amoroso, dulcísimo, lastimero, agreste, terrible como quien está a punto de expirar, resquebraja la noche o despierta a todos los vecinos de un Macondo en donde una Úrsula y un Buendía pudieran celebrar un nuevo encuentro amoroso.

Grabo a la Naturaleza que brama y suspira en todas las rendijas de la existencia, que grita o aulla o se hace aguacero o torrente o suaves olas con su sonido de campanillas lamiendo los cantos rodados que duermen sobre la playa; la naturaleza que plañe y musita palabras de amor. Amor mío, amor mío, nos despertaba una y otra vez un hilo de voz de mujer, como salido del rincón más remoto del alma, en plena noche en un hotel mientras viajábamos por algún lugar de América Central. Y su voz era tan tierna, tan propia de esos rincones íntimos de la Naturaleza que habitan nuestro ser interior, que era imposible no sucumbir a ese amor y a ese “fuego que todo lo quema” para entonar al unísono ese canto a la vida que recorre todo el cuerpo.

Aunque no lo parezca todavía estoy en mi minitienda, llueve monótonamente y los aspersores siguen empapando la tela; y ésta resiste y ni una gota entra en el interior. Aún tengo los ojos cerrados, todavía estoy en algún lugar remoto de los Alpes discurseando conmigo mismo, pensando en la íntima relación que tengo con la montaña, en esa otra íntima relación, también, que me vincula a mis otras mitades, las féminas, cuyos plañidos amorosos deleitan mis oídos y mi cerebro.

Me gusta oír la música con los ojos cerrados. Victoria, cuando vamos al auditorio a escuchar algún programa de música clásica, siempre tiene la propensión a darme con el codo pensando que acaso pueda estar dormido y que vaya a soltar un ronquido en medio de un solo de violín, lo cual le haría salir corriendo espantada de vergüenza; entonces le devuelvo el codazo y me vuelvo hacia ella sonriendo levemente. También me sucede esto cuando dentro de la tienda asisto a uno de esos memorables espectáculos de las tormentas; mi cuerpo se embebe de cuanto me rodea, del fragor, del agua, de la noche a punto de convertir una de esas catástrofes naturales en un sofisticado placer.


 







Últimos libros publicados



     

      











No hay comentarios: