El sabor del miedo a los setenta años



  
Cercanías del Refugio Bruno Boz , 26 de julio de 2018 

Alta Vía Dolomitas 2: Refugio Dal Piaz - Refugio Bruno Boz


Cuando terminó el bosque lo que se veía a mis espaldas era un llano surcado de bajas colinas. Delante surgían pequeños cortados y praderías, era un paisaje muy diferente al de días pasados. Las montañas se habían elevado bruscamente al final del llano bellunés, pero eran rechonchas y sin la agresividad y la esbeltez de las montañas que rodeaban Agordo. En el refugio Dal Piaz el gestor, un hombre joven, me recibió con tantos aspavientos y parabienes que enseguida sospeché que tanto calor iba a repercutir en la factura, como efectivamente sucedió. Parece como si rigieran unos precios generales en todos los refugios, una cerveza de medio tanto, un panino (un bocadillo) tanto, etc. Como el precio en relación al producto parece inalterable, lo que hacía el gestor de este establecimiento era alterar las dimensiones del panino. En el refugio anterior, el Carestiato, pedí dos paninos, uno de ellos era un filete y un trozo de queso. En la cena ni siquiera pude comerme uno entero, los paninos del refugio Dal Piaz eran tan pequeños como para que cuatro de estos equivalieran a uno del anterior. El gestor había inventado de nuevo la multiplicación de los peces ahora convertidos en bocadillos. Menos mal que aunque la codicia anda repartida por el mundo como bestia dispuesta a saltarte a la yugular, gente que está tan obsesionada con ganar dinero de manera fraudulenta, la cosa no parece un mal general, al menos, en estos establecimientos de montaña.


Durante las dos primeras horas de camino el paisaje no era nada interesante, praderías y una cordal a la izquierda que poco a poco iba cogiendo altura. Pero aquello duró poco. Tras el siguiente collado apareció la verdadera faz de la jornada, desaparecieron los prados, aparecieron montañas agrestes como salidas de la nada y el sendero se convirtió en una delgada senda cruzando lo alto de una vertiginosa ladera que se perdía por abajo en oscuros precipicios. No era fácil adivinar por dónde treparía el sendero en una formación montañosa surcada de estratos que sobresalía en la ladera formando un escalonamiento que llegaba hasta las cimas. Cada vez que el sendero daba la vuelta a un nuevo resalte la ladera se ponía más tiesa. En una de estas revueltas que había dejado un pequeño espacio verde, como un púlpito colgando sobre los abismos, me encontré con Patrick. En qué sitio más guapo te has parado, le dije en italiano. Sonrió como disculpándose por no entenderme. Le repetí la misma pregunta en inglés. Era de Gales. Debo de tener un olfato especial para identificar a los genuinos aventureros de estas montañas. Nada más verlo lo imaginé, un gran mapa extendido sobre el suelo para ubicar todos los rincones de ese espectáculo de cumbres que nos rodeaban, la cantimplora, la comida, el macuto medio deshecho. Este hombre tenía pinta de eso, de estar en su propia casa. Llevaba algo más de un mes de camino y lo último había sido esta Alta Vía de las Dolomitas número 2. Amante de dormir en tienda como yo, elogió enseguida nuestra mutua afición al verme cargado con la mía. En casos así la carta de presentación siempre son las aventuras mutuas. La suya más reciente era haber recorrido México a pie, de sur a norte, cruzando montañas y desiertos y todo lo que se le ponía por delante. En una ocasión llegó a cargar con diez litros de agua y comida para siete días. No, si cuando yo digo que hay gente que sabe ponerse el mundo por montera… Tocaba la guitarra en un grupo y en septiembre compaginaría la guitarra con una larga trotada por la costa Cantábrica. Yo no sé qué me pasa cuando me encuentro con gente interesante, pero sucede como un milagro, de pronto me veo hablando por los codos y atropelladamente en una lengua en que usualmente me defiendo muy a medias. Recuerdo una vez, un día de lluvia en el Camino de Santiago del Norte que tropecé con otro tipo interesante y cuando me quise dar cuenta llevábamos quince minutos hablando en francés, una lengua que estudié en el bachillerato y de la que yo creo que no me quedaban más que unas pocas palabras, de repente despertó y se puso a hablar por su cuenta sin que yo apenas fuera consciente. Un misterio sí. Lo mismo un día de estos me tropiezo con un trotamundos chino y me pongo a hablar con él en mandarín. No me extrañaría nada. Lo mismo entre mis innumerables enanitos hay por ahí algún políglota que asoma la cabeza y se pone a hablar cuando la persona que tiene delante le parece interesante.

Había unas nubes encima de nosotros negrísimas que anunciaban lluvia inmediata y que me venían preocupando desde hacía un rato. No era el terreno demasiado propicio para las lluvias, más bien me había empezado a poner algo nervioso la posibilidad de que en semejantes parajes se pusiera a llover. Así que apremié nuestra despedida. Le pregunté a Patrick por la dificultad del camino. No fue muy entusiasta. Al rato me encontraría, dijo, con largos trozos delicados que requería mucha atención, pero que tampoco era algo excesivo. Nos despedimos tras el selfie correspondiente.


Empezó a chispear justo cuando doblé un repecho y me encontré frente a un enorme espolón rocoso que hundía sus pies verticalmente doscientos o trescientos metros más abajo y que se elevaba hasta un lugar que se perdía en la niebla que cubría su cumbre. No entendía nada. Me paré a inspeccionar aquello. Pasarlo por abajo me parecía totalmente imposible, y por arriba lo único que veía era una pared a primera vista impracticable. Me entró un cierto acojone, ya no tanto por la dificultad que el sendero podría comportar, porque de alguna manera si había un sendero se podría subir aunque yo no viera por dónde en aquel universo vertical, como por el hecho de que tuviera que afrontar aquello con la lluvia. Podría haber intentado buscar un sitio para la tienda y forzar el paso al día siguiente, pero era ilusorio pensar en encontrar algo para vivaquear. De momento la lluvia no iba a más. Cuando estuve más cerca de la pared ya pude ver parte del “sendero” trepando por el espolón. Otro factor, lo había comentado hacía un momento con Patrick, era la salvaje soledad que se respiraba en aquel universo de piedra. Un mínimo resbalón y aquí si no te matas es lo mismo porque no te encuentra ni Dios.


Cuando empecé a trepar por aquella pared, a ratos siguiendo pequeñas trazas de senda, en otros momentos con pequeños pasos de escalada para superar algunos resaltes, dejó milagrosamente de llover. Fue un alivio. Con la roca mojada en aquellas condiciones no habría sabido bien qué hacer. Mis piernas, subiendo, pese a la condropatía de la rodilla izquierda y cierto anquilosamiento y debilidad de la derecha, más o menos se portan. La larga ascensión terminó en una especie de entalladura próxima a una cumbre. La continuación me pareció desoladora. No veía el itinerario pero podía seguir confiando que el sendero, que llevaba el número 801, encontraría la forma de bajar. Más adelante, en una especie de balcón, pude ver una senda algunos cientos de metros más abajo que cruzaba la ladera de la montaña que tenía delante. Fue muy jodido aquel descenso. La verticalidad era excesiva y aunque encontré dos o tres tramos de cables de acero que ayudaban a pasar, mis piernas no se hacían, me mantenían mal y no me daban confianza, lo que me obligaba a descender pisando huevos. No sé cómo serán las piernas septuagenarias de los compañeros del Navi o si la edad simplemente termina de una manera u otra por quitarles funcionalidad, pero me producía una gran inseguridad el no poder confiar en ellas, además del dolor que me provocaba en ellas el descenso. Es muy probable que de conocer previamente una dificultad similar, en una situación de tal aislamiento para más inri, habría renunciado a hacer el itinerario. Estos días bromeaba con unos y con otros en las redes con el asunto aquel de los abuelos, veteranos sí, pero con las capacidades mermadas por la edad. Sin embargo tras las bromas, incluida aquella de hacer la primera invernal al K2 allá por año nuevo con Francisco Sánchez, José Luís Moreno y Cive, se esconde esa otra realidad de saber cada uno hasta dónde puede llegar. Yo tenía problemas en las rodillas ya hace quince años, hace quince años en que me propuse pasar un par de semanas en el Pirineo y al final desistí, no me atreví. Tuvo que pasar un año para que me decidiera a probar, siempre en contra del parecer de los traumatólogos. Me fui a los Alpes un mes de junio “a ver que pasaba” y lo que pasó es que las piernas más o menos funcionaron y pude atravesar los Alpes de parte a parte. Una experiencia que volví a repetir dos veces más al cabo de diez años. Esta tarde, tumbado en la tienda de campaña, pienso en estas cosas y no sé encontrarle salida. Hoy pasé miedo, eso es todo. Si hubiera sido joven ese miedo habría sido parte del reto que uno establece consigo mismo y con la montaña. Pero cuando esto sucede esencialmente porque tus piernas no están a la altura de las circunstancias, parece lógico que surjan algunos interrogantes.


Después de llegar al collado siguieron todavía cinco o seis kilómetros de senda muy expuesta que atravesaba por el filo de algún estrato rocoso y algunos pasos algo delicados pero ya sin dificultades. El ambiente seguía siendo extraordinariamente salvaje y agreste. Tras el col della Finestra el sendero pasó a la otra vertiente y entonces ya fue coser y cantar hasta el refugio Bruno Boz. Después de comer, más allá de las cinco, encontré un poco más arriba del refugio un lugar apacible y tranquilo para mi tienda.


Ahora el sonido cercano del cencerro de las vacas, lento y monótono, suena apaciguador y relajante después de la tensión la jornada. 
































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