Cañón
de Añisclo, Sercué, 28 de agosto de 2018.
Refugio
de Goriz – Nerín – Sercué.
O por qué una vaca puede pernoctar aquí y allá y un homo sapiens no.
Me
pilló mi final de jornada por los alrededores de Sercué, así que busqué un
prado. Encontré una antigua terraza delimitada por bojes. Tumbado miraba las
altas paredes del final del cañón de Añisclo que habían empezado a tomar el
color gris de las tardes de tormenta. El descenso desde Goriz a Nerín fue un
descenso sin pena mi gloria; había pensado previamente bajar por Añisclo pero
por la mañana ni siquiera me lo planteé, elegí el camino más cómodo. Creo que
mi ánimo un tanto bajo tenía la culpa de ello. No sé por qué pero no estaba muy
allá. Después de Cuello Gordo aproveché la aburrida pista de macadán para
empezar La ladrona de libros, una
novela de Markus Zusak. La lectura apenas logró sacarme de la apatía con que me
había levantado.
Ahora
mientras echo una mirada atrás, la tormenta ha empezado a ponerse en
movimiento. Primero cayeron cuatro gotas a modo de aviso y a continuación se
armó la parafernalia de otras veces. Así que cómodamente instalado en la tienda
me dispongo al espectáculo. Primero el fogonazo, luego cuento hasta nueve y el
trueno vibra entre las paredes del valle de Añisclo como si quisiera abrir un
tajo más en su cuerpo ya hendido desde miles de años atrás por el paciente y
constante trabajo de las aguas. Y naturalmente tengo que contar que
precisamente aguas arriba del río Bellos ya me suicidé yo con ocasión de la
escritura de mi primera novela. Las hojas se volverán ásperas, se titulaba aquel relato primero que tenía mucho de
autobiográfico, pero que sin llegar a tanto como para que obviamente el
suicidio se produjera.
Naturalmente, y cómodo no podía ser de otro modo, el
asunto iba de un mal de amores como la mayoría de las novelas que se han
escrito a lo largo de los siglos. Ayer sin ir más lejos no iba de otra cosa la
entrañable película que vi. Marty, era
su título, de Delbert Mann con Ernest Borgnine y Betsy Blair, mientras la luna
llena asomaba tímidamente por entre las laderas de las Tres Sorores. Era enternecedor
cómo aquel carnicero encarnado por Borgnine perseguía dolorosamente la compañía
de una mujer. ¡Las cosas del amor siempre rondando el alma de todos lo
mortales…!
Y
mientras llueve, recuerdo cómo en el hotel de Nerín, donde inesperadamente me
encontré una gran cerveza esperándome, cuando revisé mi correo me tropecé con un comentarista anónimo (siempre me pregunto por qué hay
gente que se empeña en hablar desde el anonimato como si su voz viniera de la
nada) que hablaba a voces, es decir, escribiendo todo con mayúsculas, como
queriendo convencer al interlocutor con la dimensión de las letras más que con
la finura de los razonamientos, que decía parecerle mal que fomentase la
acampada ilegal y que, dado que la cosa la hacía por escrito, se me podría
denunciar. Como se ve la idea de la imposibilidad de que algunas personas
puedan llegar a entender que no todas las normas ni leyes deban ser obedecidas
es algo que está siempre al día.
Lo
que me sugería este comentario es la certeza del abotargamiento en que el
Sistema, sigámoslo poniéndolo con mayúscula como testimonio de su parecido con
la Hidra de las Siete Cabezas, sume a simples ciudadanos cuando les hace
considerar, como propias, ideas que bien pudieran serles ajenas. La idea de que
hay que cumplir las normas y las leyes por el simple hecho de aparecer en el
BOE o se deriven de un acuerdo municipal sin que el sujeto en cuestión se pare
a pensar en la procedencia o no de la norma o ley, o en su justicia, es una
vieja cuestión que los que detentaron siempre el poder intentaron meternos en
la cabeza desde los tiempos de Matusalén. De acuerdo que para vivir en sociedad
etcétera etcétera etcétera.
No
voy a volver aquí a defender el derecho que me asiste, en paridad con las
vacas, los caballos los zorros, los alimoches, todos los animales que uno
encuentra en el monte, mi derecho como ellos a pernoctar allí donde me plazca y
no moleste a otros. La hipocresía institucionalizada con que se trata este tema
es tan vergonzosa que clama al cielo. Al comentarista, que parece mirar la
naturaleza como si ésta fuera un jardín privado del Sistema, y no como el medio
más adecuado para que el hombre se encuentre a sí mismo y viva experiencias
enriquecedoras, se le escapa que el legislador no es en general un individuo
preocupado por el bien del ciudadano y su entorno. Al legislador le falta en muchas
ocasiones inteligencia y buena disposición para hacer posible ese equilibrio
que tiene que reinar entre la conservación del medio y el disfrute que los
ciudadanos deben obtener de él. Un equilibrio arduo y difícil que la mayoría
resuelven con las consabidas prohibiciones por aquí y por allá sin más y que
los ciudadanos críticos y amantes de la naturaleza, y por supuesto responsables,
resuelven también haciendo caso omiso de las normas que consideran no procedentes.
Estas cosas se podrían reducir al absurdo si consideramos la placidez con que
pacen las vacas en el monte sin que nadie las moleste con argumentos estúpidos.
Estoy completamente seguro de que todos los que puedan considerar acertadas
estas líneas son a su vez lo suficientemente responsables para no dejar rastro
alguno de su paso en la naturaleza. Que el legislador legisle sea pues en todo
caso para los otros, para los que no son capaces de respetar el medio, gente
que por otra parte no merece otro apelativo que ese que todos tenemos en la
cabeza.
Las
tormentas de este año parecen tormentas de pacotilla, en unos minutos ponen
todo el cielo en movimiento, rayos, truenos, agua, pero en una hora como si
toda la fuerza se les hubiera ido en el primer arranque, sólo les queda energía
para dejar una lluvia suave que repiquetea todavía por un rato sobre el techo
de mi tienda blanda y monótonamente.
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