La
Font de la Figuera, 15 de marzo de 2019
Camino de Santiago de Levante. Etapa
Moixent-La Font de la Figuera
De entre los muñones de la noche, aquí
y allá un oscuro pasillo donde parecían dormir los duendes, salió,
oh dichosa ventura, cuando la alborada besaba las cimas de unos
cerros cercanos, salióme al encuentro con el céfiro del alba, sin
que yo supiera de donde llegaban, amadas y aladas visiones de ángeles
que sugerían a tan temprana hora delicias impropias del momento. No
obstante no resistime, sino por el contrario, atrapado como príncipe
en el reino de una odalisca de deliciosas y femeniles gracias, poco a
poco fuime sumiendo en el sueño de los enamorados cuando despiertos no les cabe en el pecho otro anhelo que el del cuerpo de
su amada. De manera que aunque el camino, que entre olivos y álamos
discurría, requería la atención de mis ojos para no dar un
traspiés en la semioscuridad de la madrugada, era cierto que,
traspasado el umbral de la aparición, tal parecía como si de una
virgen se tratara sin serlo en absoluto, revolucionóseme el cuerpo a
tal punto de no distinguir si lo que estaba siguiendo era el Camino
de Santiago o algunas escaleras de Jacob que me estuvieran llevando a
algún gineceo destinado a este pobre peregrino amante de las cosas
bonitas de este mundo.
Así las cosas, el céfiro del alba
aturdióme y encontréme tan de repente envuelto en tan cálidos y
tiernos brazos que pronto me fue imposible mantener el paso brioso
con que había empezado la jornada.
Moixent había quedado atrás y ahora
el sendero, sendero al fin y no asfalto, enfilaba por medio de unos
cañaverales para meterse después por un bosquecillo de pinos donde
los gorriones armaban su acostumbrado bullicio matinal. Mis andanzas
esta mañana, que no tenían nada de terrenas sino que se nutrían
del perfume y la esencia de los cuerpos que mi imaginación compartía
con los accidentes del terreno, más que caminar eran asunto de la
mística propia de los que entran en trance por mor de ese imperativo
categórico que rige las relaciones de género, elevadas éstas a una
situación en que Anhelo, padre y señor de la vida, convirtió el
caminar en una suerte de deliciosa levitación en que a toda costa
era necesario alimentar el fuego matinal con los desvaríos que
ayudaran a mantener un estado de éxtasis a lo largo de los
kilómetros, que discurrían junto al caminante sin que éste apenas
fuera consciente de ese binomio tiempo y espacio que todo lo rige.
En la mañana dichosa, en secreto, que
nadie me veía, ni yo miraba cosa alguna, sin otra luz que la que en
mi corazón ardía, diez leguas anduve, absorto, de mi anhelo
prendado, hasta dar con un altillo desde el que al fondo de un llano
sembrado de olivos podía verse la villa de La Font de la Figuera,
momento, divina providencia la del instante, en que un tren de alta
velocidad hizo su aparición frente a la curva del camino acompañando
con su aparición la eclosión del desenlace largamente demorado.
Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre la Amada,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Y ahora que San Juan de la Cruz me
perdone por esta intromisión.
Es necesario aclarar que el caminante,
que no es nada propicio a las apariciones, esta mañana tuvo una tan
aturdidora aparición que de hecho perdió de vista las flechas
amarillas que llevan a Santiago apenas recién salido de Moixent y no
volvió en sí más que a duras penas después de su alcanzado estado
levítico, instante en que recuperado el resuello, levantó la vista
y se encontró con que el final de su etapa estaba a la vista, el
pueblecito de La Font de la Figuera quedaba ahí a tiro de piedra.
Nunca fuera etapa santiaguina al peregrino tan fugaz y a la vez tan
bien servida…
La mascleta, término que el peregrino
ha aprendido estos días atravesando las tierras de Valencia, había
quedado atrás y ahora tocaba parar bajo un olivo, comer una manzana,
an apple a day keeps the doctor away, tomarse un respiro y contemplar
beatíficamente el paisaje.
Poco queda que añadir al día, un
piscolabis en el bar del pueblo, el encuentro con Brigitte y Gabriel
en el ayuntamiento, un rato al sol a las puertas del albergue, la
comida, más sol tras ella y acaso un rato de siesta.
A la hora de la comida, venido de
Portugal y habituado a comer en mis últimas salidas en restaurantes
de países que no son el mío, me sorprendo oyendo hablar en
castellano en la mesa de al lado. Hoy anduve tan lejos de este mundo
que en algún momento pensé encontrarme en alguno de los paraísos
que las religiones inventaron para alivio de quienes no supieron
encontrar en este planeta la satisfacción adecuada a sus deseos.
Etapa corta que podría haber alargado
hasta Almansa, 28 kilómetros más allá; que podría pero a lo que
el sano juicio se opuso mientras tomaba ricamente el sol a la puerta
del albergue.
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