Dos pasiones contrapuestas: Dios y la montaña.




El Chorrillo, 11 de abril de 2019

O cómo Teresa de Jesús diciendo servir a Dios se servía a sí misma.

Hace muchos años me prendé de esa mujer que hoy en toda la provincia de Ávila se la venera como parte y sustancia de la región. En Gotarrendurra, donde la familia tenía la casa familiar, seguí recientemente sus pasos mientras hacía el Camino de Santiago de Levante. Mi contacto más particular, aparte de leer algunos de sus versos ocasionalmente, tuvo lugar en algunas frías mañanas del mes de marzo de hace años mientras atravesaba las quebradas del río Tajo. En aquellos días, apenas había recogido mi tienda de campaña cubierta por una fina capa de escarcha y, mientras mi cuerpo entraba en calor siguiendo la senda junto a la ribera izquierda de las calmosas aguas del río, me empeñaba en dedicar una buena parte de la mañana en leer Camino de perfección. Hoy apenas recuerdo nada de aquel libro, pero, como tantas veces me sucede con muchos libros leídos cuyo contenido cabal el tiempo va borrando de la memoria, quedó en mí de él cierto perfume, esa impresión indeleble que hace que te sientas, por la razón que sea, cerca de un autor cuando la empatía se te va colando por dentro al punto de sentir un inapreciable calor por el mundo que la autora expresa, acaso porque descubres en ella una cierta hermandad, una sencillez, una pasión con las que te sientes identificado… esas cosas que alimentan el alma de las personas y las animan a tener una esperanzada visión de la vida.


Así que, pasando por Ávila camino de Santiago de Compostela, tuve el deseo de volver a leerla. Elegí Libro de la vida. Era de noche cuando comencé su lectura. No recuerdo bien si el pueblo que quedaba a mi espalda era Navas del Rey, Castronuño o San Esteban de Palacios. Hacía frío y el cielo era una masa amorfa sin estrellas. La voz de mi lector sonaba especialmente íntima esa mañana. Contaba Teresa de Jesús cómo de niña se juntaba con su hermano: “juntábamonos entrambos, escribía, a leer vidas de Santos, que era el que yo más quería. Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo… y así concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen”.

Este era el tono del libro hasta bien entrado el capítulo X, donde, al fin, viniendo ya hacia casa y cumplido el itinerario del Camino que me había propuesto hasta Toro, di por terminada la lectura. En esta ocasión la lectura de ese Libro de la vida, me pareció tan infantil y tan influenciado por una enfermiza concepción de la vida, que consideré que mejor miraba el paisaje. Lo que me pudiera ofrecer el libro, en todo caso anecdótico y perteneciente a una época oscura en que Dios y sus promesas para más allá de la muerte, me parecía cosa sabida. En definitiva lo que trataba de hacer, creo, era sintonizar con mi primera lectura y esa disposición mezcla de voluntad y ingenuidad que envolvía el recuerdo de esta mujer. No, por supuesto, que yo quisiera imitarla, sino que buscaba encontrar esa especie de comunión con alguien que, desde puntos de vista tan diametralmente opuestos respecto a la religión, esa fe ciega frente a mi ateísmo, sin embargo podía sintonizar tan bien con ese apasionamiento con que Teresa de Jesús vivió desde su infancia su relación con Dios o con una vida tan apetecible como para desear tempranamente que alguien la descabezase a fin de con ello gozar de una vida que veía superior y llena de delicias. Al contrario que a ella para mí ese apasionamiento estaba relacionado con la vida misma, ésta, no la de allá, y en correspondencia exigía, como en ella, un empeño y una voluntad superior para lo cual tanto se podía buscar, por su apasionamiento, material en la vida de una santa como en la voluntad de hierro de algún aventurero o alpinista que dedica su vida no al amor de Dios sino al amor de la montaña, de la naturaleza o de la plenitud de la vida.

Lo que me enganchaba, y mucho, de Teresa de Jesús era su ardiente pasión, bien que su pasión estuviera contaminada por la superstición de un Dios y un Paraíso en los que yo no creo, que yo sin más trasladaba a otros “santos” de mi veneración como Renato Casarotto, Hermann Buhl, Kukucska o tantos otros que en el mundo han sido. De hecho, leyéndola, yo tenía la impresión de que lo que esta mujer contaba tenía poco o nada que ver con la religión, por más que hacia su Dios fueran dirigidas todas sus energías. Teresa hablaba de una pasión que yo he leído de parecida manera en otras páginas memorables de apasionados alpinistas. La pasión, cuando se alimenta del amor a la montaña, tienen connotaciones de entrega tan grandes que creo que dejan pequeña esa santidad por la que clama Teresa de Jesús, que en definitiva no arriesgó nunca su vida, no sometió su cuerpo a grandísimos sacrificios ni se sometió voluntariamente a las temperaturas y tempestades más horrísonas, ni a las condiciones de vida más extremas.

En cosas así iba pensando según el autobús me iba acercando a casa. Habrá quien se extrañe de que ponga una al lado de la otra las lecturas de libros de alpinismo y aventura con aquellos otros de Teresa de Jesús y que venga a comparar de alguna manera sus vidas y sus obras. Pues no, porque aún siendo personajes tan disímiles, si los consideramos desde el punto de vista de la pasión, esa fuerza arrasadora que nos lleva a amar hasta el deliquio sea a Dios, o sea a la montaña, una y otra pasión se dan la mano. Y es que yo andaba buscando la razón por la cual tanto me apeteció en un momento leer a Teresa de Jesús, cosas así me resultan a veces difíciles de descifrar, y tuvieron que venir a mí los recuerdos de las montañas y su pasión por ellas para que cayera en la cuenta de que acaso lo que incita mi búsqueda sea la fuente donde se nutren este tipo de pasiones; cómo se generan, de qué se alimentan, hasta qué punto son capaces ellas de poner en juego todas nuestras capacidades y deseos. Ese por qué vamos a la montaña y asumimos riesgos sin cuento, que tantos han intentado responder sin éxito, se nutre del encuentro con la montaña, cierto, pero que sin una energía interna y personal en estado de cierta ebullición, sería inexistente o simple afición a la naturaleza, se convierte por la confluencia de una energía interna particular en un producto explosivo que hace de un niño, pongamos por ejemplo, Hermann Buhl, un individuo para el que escalar montañas y vivir deslumbrado por la belleza de éstas lo es todo en su vida.

Lo que pudiera hervir en el interior de Teresa de Jesús no me lo imagino yo muy diferente. Esa energía que albergan algunas personas o que depende del contexto en el que nacen, se desarrollan, o del albur de alguna contingencia, siguiendo las leyes de la física elemental, se transforman en la santa de Ávila en un misticismo ejemplar, mientras que en un chiquillo como Messner o Hermann Bulh lo convierten en visionarios de las grandes paredes de los Alpes o el Himalaya.

Para terminar una curiosa idea, ahora relacionada con la gratuidad y la generosidad. Ya que estoy lidiando con santos, y para seguir con el entretenimiento, añadir que tras el aparente sacrificio de los santos, ese querer ser descabezada para ir directamente al Paraíso, que escribía Teresa de Jesús, que era algo parecido a aquello de “muero porque no muero”, obviamente se manifestaba una actitud tan egoísta y tan enfocada al bienestar futuro del propio yo que enturbia de amoralidad esa aparente piedad (ah, los católicos y su sentido de la caridad… O Jesús, que engolosina a todos los desamparados de este mundo con aquello de “porque de ellos será el reino de los cielos”). En su extremo opuesto está la gratuidad de los otros amantes que no necesitan la recompensa de ningún paraíso y se acontentan con la dulzura que esa relación con la montaña les reporta.














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