Historia de un día de volver a las
andadas, aquellas de los veintitantos en que dejé la escalada empujado
especialmente por dos factores, la muerte de mi compañera de cuerda en Alpes, mi
querida Nena, mientras hacíamos una cresta que llevaba al Gran Zebrú, en el
macizo del Ortles, un hecho que me dejó traumatizado por un tiempo, y dos, la
inauguración de una vida familiar con el nacimiento enseguida de Guille, y más
tarde el de los mellizos, Lucía y Mario. Encerrados en un pequeño pueblo de
Asturias donde me destinaron de maestro, seguí haciendo montaña, pero la pasión
por la escalada había desaparecido definitivamente. De esto hace medio siglo.
Cincuenta años después, ya con el
invento de las redes da per tutto, un
día conocí a Toti en FB; intercambiamos algunas líneas. Él, intentando
orientarme, me decía que era de la generación que venía a rebufo de la mía.
Quedamos en vernos en alguno de sus viajes desde el Pirineo a Madrid y después
pasó el tiempo sin más. En el verano del 2021 andaba yo vivaqueando un día tras
otro en cumbres del Pirineo, cuando descendiendo de mañana de la cima de peña
Collarada, por encima de Canfranc, me sonó el teléfono. Era Toti desde Jaca. En
un par de horas allí estaba, a la orilla del río Aragón, entusiasta, de hablar
precipitado y ojos vivos, todo él lleno de músculos tras un breve abrazo,
llenándome los oídos de la música de su pasión, incluida la dramática espera en
los Mallos de Riglos, una historia que me emocionó y me llegó al fondo del
alma. Yo me había encontrado previamente con mi amiga Nuria. Volvió a sonar el
teléfono mientras charlábamos los tres y ahora era José Manuel Vinches llamando
desde los baños de Panticosa. Una hora más tarde allí estábamos los tres con
Jose y Pilar bebiendo cerveza alrededor de una mesa junto al Refugio de Piedra.
Toti me había traído todo el equipo para que escalara con ellos, pero, eso,
para mí la escalada hacía cincuenta años que había pasado a mejor vida. Es que mi
pierna, es que… También quería que subiera con él en parapente: es que esto, es
que lo otro… La verdad es que tenía encima un cague de mil demonios. Para mí
esas cosas habían pasado a mejor vida mucho tiempo atrás. Quizás en la
siguiente reencarnación, le dije.
Tres años más tarde me llega un
guasap. Al día siguiente él y José Manuel habían quedado con un grupo de
veteranos del Peñalara para hacer la clásica sur del Cancho de los Muertos. Ahí
ya no pude decir que no. Probé y fui un hombre feliz volviendo a tocar con las
yemas de los dedos el dorado granito de nuestra Pedriza.
Lo que siguió fue alguna
conversación con Carlos (Soria) durante una comida, las palabras animosas de
Pedro Mateo, el relato de Pedro Nicolás de su experiencia en rocóndromo en el Sputnik,
pero especialmente ver cómo Carlos, el gran Carlos, salía poco a poco penosamente
pero con un ánimo inquebrantable de su recuperación de la caída del Dhaulagiri.
Y así yo, que cuando se acercaba cada verano venía últimamente poniendo en duda
la posibilidad de volver a atravesar los Alpes por aquí y por allá durante dos
meses o dos meses y medio, algo que llevo haciendo desde muchos años atrás, me
ponía nervioso y me interrogaba si sería posible continuar y hasta cuándo; tánto
como para estar a punto de decir: se acabó, ya mis piernas no dan para tantas
cuestas, tánta soledad, tántas tormentas, tántos apasionados momentos que había
vivido. Resignación.
Me quedan un par de meses para cumplir 76 años y en cierto modo mi vida ha dado un giro inesperado al punto de estar dispuesto a seguir las huellas de Carlos cueste lo que cueste, no para subir a ochomiles, que nunca fue lo mío, pero sí para enfrentar los días con entusiasmo y ganas de defender la salud y la puesta en forma caiga quien caiga. Si antes me aburrían los ejercicios de entrenamiento, ahora no es que hayan dejado de aburrirme, sino que además me sale de dentro un deseo permanente de pedalear, subir sacos de arena con los pies, hacer equilibrios o trepar cada tarde un rato sobre el rocódromo que me he construido en la fachada de mi casa.
Y qué decir de la suerte de tener al
amigo Toti al lado, el mejor monitor que nadie puede encontrar para recuperar
el pulso y el calor de esa pequeña aventura que consiste en subir por las
paredes como las lagartijas. Yo miraba para arriba las paredes de Patones y la
verdad es que no las tenía todas conmigo, pero que nada, nada. Aquello
rigurosamente vertical, un extraplomo al final del largo. Lecciones técnicas de
Toti, uso de la cuerda, de ese aparatejo con el que se asegura, grigrí o algo
así, modo de progresar, pelvis hacia adelante, etcétera. Primero él y luego yo.
Y allí estaba, y el mundo no se derrumbaba y aunque los gurejos eran pequeños,
tanto como para no poder meter más que dos dedos y los resaltes para los pies
eran mínimos, resultaba que pasito a pasito fui subiendo, un cazo aquí, una grieta
allá y Toti desde abajo que hiciera esto o lo otro que empujara el culo hacia
la pared, que quitara el mosquetón antes de avanzar. Y llegas al extraplomo y
joder, que lo subo, que lo subo, y que lo que me parecía imposible desde abajo
no sólo es posible sino que además lo disfruto.
Y volvemos a probar una pared más a
la derecha y aunque estoy un poco nervioso, intento fijarme en lo que hay a mi
alrededor por aquello que decía Rebuffat de que hay que caminar viendo crecer
la hierba, y entonces a unos metros a la izquierda veo un manojillo de flores
amarillas, y como ya me he tranquilizado un poco, le digo a Toti que me tenga
tensa la cuerda, que voy a fotografiar las flores. Y entonces me acuerdo de
Míriam García Pascual, la chica aquella de Bájame
una estrella, ¿recordáis?, que cuenta en su libro que después de estar dos
días escalando la pared del Gran Capitán del Yosemite, en una hendidura se
encuentra con un sapillo, y allí mismo se pregunta por el cómo habría llegado al
lugar, y le dedica entonces unos versos. Y mientras estoy allí disfrutando del
vacío que se abre más abajo de mí entre mis piernas abiertas, me cuenta de
Míriam que fue compañera de cordada de él en algún momento. Luego, cuando nos
encontramos con Loren, Uge y José Maya, con quienes habíamos quedado a comer, hablaríamos
de estas cosas, de lo descafeinada que se ha hecho la “aventura”, de lo
excesivamente especializada al punto de que una generalidad de tanta gente que
escala apenas ve más allá de donde pone los pies o las manos. Eso de que
hablamos tantas veces, el placer de las pequeñas cosas, el sapillo de Miriam,
la flores, los buitres que nos enseñaban Loren y Uge, tan cerca de ellos como
para salir de un extraplomo y encontrarte allí uno haciendo guardia en la
torreta de un castillo.
Y es que a la jornada no le faltó
nada. Hubo que recoger el petate y tomar carretera adelante. Hacía tiempo que
tenía ganas de conocer a Uge y a Loren y no quería perder la oportunidad de encontrarme
con los urdidores de las mejores leyendas pedriceras, el reino de Loremba, del
Brujo y sus aledaños. Charlamos apasionadamente frente a un cocido madrileño;
pero esto se hace largo, quizás continúe esta crónica en otro momento.
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