Noche en Cueva Valiente

 



Cueva Valiente, 4 de abril de 2024

Rutina número uno nada mas quedar instalado en el saco de dormir: olvidarse del viento, estirar las piernas al modo de Tutankamon en su sarcófago, cruzar los brazos y de inmediato, sin que medie más de un minuto quedar profundamente dormido, acunado por el cansancio de una larga caminata. Rutina número dos: despertar en medio de pequeños estremecimientos de placer tres horas más tarde, asomarte por la escotilla, comprobar que no hay amenaza de lluvia ni lobos por los alrededores, que las nubes que barrían el cielo del atardecer se han disipado. Bostezar, estirarte y mientras tanto pensar si sigues durmiendo o te despabilas. En cuyo caso entras en la rutina siguiente, la tercera: te despabilas, buscas el teléfono, las gafas, intentas una posición cómoda en la que los brazos no queden atorados por la postura algo encogida, enciendes el teléfono y te dispones a escribir. ¿El qué? Ni idea. Algo. En este punto me muero de curiosidad pensando en qué podrá ser lo que pueda escribir. Siempre me sorprende esto de que se te pase por la cabeza cualquier tontería, o unas pocas palabras y que ello me lleve a sumergirme rotundamente en algo inesperado.

Leía anoche en Lázaro Carreter, El dardo en la palabra, un artículo sobre la palabra “rutina”. Hablaba del mal empleo de la término leída en un periódico en donde según la prensa, la guardia civil en un registro rutinario había descubierto cierto alijo de droga. En este caso, decía, era hacer de menos el servicio del cuerpo, dado que la labor de la guardia civil no podía considerarse rutinaria. Discrepaba yo con el académico de la Lengua porque las rutinas constituyen casi siempre el armazón por el que encauzamos nuestros actos sean estos de una corporación policial o los que hace todo hijo de vecino desde que se levanta. Rutinas bienamadas que son la sal y la pimienta del hacer diario. Hablo de las rutinas del jubilado, no las del currante que se levanta a las cinco o a las seis de la mañana y tras quitarse las legañas y desayunar se dirige al cercanías o al metro y etcétera. Mis rutinas los días que me marcho al monte a pasar la noche bajo las estrellas son rutinas buenas. De las rutinas malas no hablo.

Saco la cabeza por el periscopio del saco. Han desaparecido las estrellas. Mosqueo. Lo mismo tengo que salir corriendo en medio de la noche y despertar a Iván para que me haga un hueco en el refugio. Iván también quería dormir fuera pero después consideró que las temperaturas estaban por debajo de las de confort de su saco y decidió pasar la noche en el refugio pese a las amenazas de las chinches, que decía que había y que yo no había notado la última vez que dormí en él.

Me encontré a Iván, un hombre joven de discreta barba, y a su mochila, una enorme como de pasar un mes en la montaña, a quince minutos de la cumbre. Iba un poco ahogado. Me paré a saludarle. ¿De dónde vienes?, me preguntó. Del embalse de la Jarosa. Sopló como si eso le pareciera un empeño imposible para él. Uf, es que esto me ha pillado en baja forma, dijo.

Anoche leía a Annemarie Schwarzenbach, Morir en Persia. Decía lo siguiente: “Persia no es un destino, es sobre todo una gran experiencia”. Me quedé pensativo cuando lo leí. Cerré los ojos y consideré la proposición. Cuando los abrí ya tenía en mente una nueva idea sobre los viajes y esto de subir o escalar montañas. Que los Alpes, las islas del Pacífico o una larga excursión por el Pirineo pudiera no ser un destino en sí sonaba a algo novedoso. No buscamos ir a lo hondo de las selvas de Nueva Guinea, a determinadas montañas en realidad, y es cierto, lo que buscamos siempre es una gran experiencia, una vivencia hermosa, la posibilidad de que los enanitos de nuestras sensaciones despierten. Acaso los destinos no existen en puridad y son simplemente el envoltorio con el que presentamos nuestra aspiración a nuevas experiencias y aventuras.

Annemarie Schwarzenbach es una mujer frágil de una enorme voluntad, sensible, con una vida interior profunda cuya lectura invita a  compadecerte de ella. Alguien de una extrema sensibilidad pero  destinada perpetuamente a la soledad y al sufrimiento. Su prosa, tantas veces deslumbrante, me conmueve. La veo sufrir allá a la sombra de Damavand, la montaña más alta de Irán, siempre paisajes áridos, inhumanos. Ella es arqueóloga, pero en sus libros la ves moverse de un lado a otro de Oriente Próximo, Rusia o Centro Asia. Sus momentos de depresión son como manchas de aceite expandiéndose de una parte a otra de su escritura. Hay un amor imposible, una mujer, pero ella muere sola, lejos. Un permanente desasosiego cruza su vida interior.

Cuando uno echa cuenta atrás en los derroteros de la memoria, más que encontrar hechos puntuales lo que la memoria acumula son experiencias notables, sean estas experiencias del alma o aquellas ligadas netamente a la aventura. Esos momentos críticos por los que pasaste, la belleza de un amanecer inenarrable por encima de los cuatro mil metros, una noche en una grieta de glaciar o colgando los pies sobre el vacío en una pared de Galayos, o una noche de invierno junto a los Tres Hermanitos iluminados por la rutilante luz de una luna sobre la que se cernía un sospecho círculo de nubes. ¿Tienen algo que ver esos momentos con lo que buscabas cuando te dirigías a las montañas? Probablemente no. Viajar o emprender largas jornadas de montaña es una búsqueda incierta de perfiles difusos. Ponemos un destino por delante, pero ello es un modo de buscar ciertas verdades que barruntas te van a asaltar a lo largo del viaje, a lo largo de semanas y semanas de caminar por valles y montañas. Nada que ver con un viaje organizado o un trekking  comprado en una agencia de viajes. La aventura está en lo incierto, lo importante no es el destino sino lo que media entre nosotros y el punto de llegada.

Ponte en camino que “lo demás se os dará por añadidura”. Los imprevistos que la aventura comporta, las sensaciones arreboladas alrededor de alguna circunstancia concreta. Eso y ser feliz  escalando una pared, como le sucedía el otro día al amigo Jose, que subía allá por las paredes de Alicante tarareando entre dientes una canción mientras aquí superaba una placa, allá una bavaresa. Glen Goold también tarareaba mientras interpretaba al piano alguna sonata de Bach.

Demócrito hacía elogio de la alegría como prueba de la veracidad de los sentimientos. Quien tararea mientras se ducha, escala o toca el piano, es una persona feliz. A lo mejor esa gran experiencia que encontramos cuando nos fijamos algunos destinos tienen algo que ver con ese ánimo volátil y despreocupado que nos induce a colgarnos de un estribillo venido de no sé donde que no nos deja ni a sol ni a sombra.

El relente ya ha dejado su marca de agua sobre mi saco de dormir. Pasada medianoche. Hora de dormir.


 

Epílogo

Dicen que mirar mucho el teléfono antes de dormir inhibe la melatonina. Algo así me sucedió a mí. Me lo tendré que pensar. El caso es que me desperté sobre las tres de la madrugada y no había manera, tanto que me vino a la cabeza el rocódromo y el arbódromo que me estoy construyendo en casa, quitando y poniendo presas, buscando un extraplomo en una rama, resolviendo cómo asegurar desde arriba en la pared usando un disipador; en fin, que me lié y tardé en pegar ojo. Sin embargo me desperté tres minutos antes de que sonara el despertador, siempre la esperanza de que se produzca el milagro (Bajo este párrafo pondré, con la venia del amigo Iván, uno de esos milagros que él sí pudo contemplar tiempo atrás). No hubo suerte, así que me encogí en el saco y seguí durmiendo hasta que ya fue imposible, porque si me dejo quedo sopa hasta el mediodía. El caso es que me estaba incorporando allá por las nueve y media cuando apareció Iván. Ya me estaba preocupando por ti, dijo a modo de buenos días. Pues bueno, que ahí no paró la cosa, que me levanto, recojo, me voy al refugio y el tío me tenía preparado un café con leche calentito. La leche… aquello de “Nunca fuera caballero /de damas tan bien servido / como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino: / doncellas curaban dél; / princesas, del su rocino”.

Original de Iván. Verano de 2022

Charla matinal amena, sesión de fotografía y camino de vuelta ladera abajo. Pero a mí empezó a picarme la posibilidad de que la generosidad de Iván, ya manifiesta con su preocupación y su café con leche, quizás se prestara a llevarme hasta mi chozacar si le acompañaba hasta donde había dejado su coche, junto al camping de la Nava, un itinerario mucho más apetecible que la repetición del que ya había hecho el día anterior. Dicho y hecho. Arroyo abajo, el del Prado del Toril y más abajo aún, dejando a la izquierda Peñablanca y los riscos cercanos, recuerdos de arcanas escaladas allá por el final de los años sesenta, en dos o tres horas nos plantamos en destino. Una bella jornada, una inmejorable compañía y una afectuosa despedida después de rodear por el oeste la sierra en automóvil hasta el embalse de La Jarosa, donde curiosamente casi ayer me cruzo con los amigos del Navi que habían escogido su San Miércoles para recorrer la zona. Una pena no habernos encontrado. Gracias Iván por tu compañía y por el agradable rato de esta jornada.

 

 


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