Rutina número uno nada mas quedar
instalado en el saco de dormir: olvidarse del viento, estirar las piernas al
modo de Tutankamon en su sarcófago, cruzar los brazos y de inmediato, sin que
medie más de un minuto quedar profundamente dormido, acunado por el cansancio
de una larga caminata. Rutina número dos: despertar en medio de pequeños
estremecimientos de placer tres horas más tarde, asomarte por la escotilla,
comprobar que no hay amenaza de lluvia ni lobos por los alrededores, que las nubes
que barrían el cielo del atardecer se han disipado. Bostezar, estirarte y
mientras tanto pensar si sigues durmiendo o te despabilas. En cuyo caso entras
en la rutina siguiente, la tercera: te despabilas, buscas el teléfono, las
gafas, intentas una posición cómoda en la que los brazos no queden atorados por
la postura algo encogida, enciendes el teléfono y te dispones a escribir. ¿El
qué? Ni idea. Algo. En este punto me muero de curiosidad pensando en qué podrá
ser lo que pueda escribir. Siempre me sorprende esto de que se te pase por la
cabeza cualquier tontería, o unas pocas palabras y que ello me lleve a
sumergirme rotundamente en algo inesperado.
Leía anoche en Lázaro Carreter, El
dardo en la palabra, un artículo sobre la palabra “rutina”. Hablaba del mal
empleo de la término leída en un periódico en donde según la prensa, la guardia
civil en un registro rutinario había descubierto cierto alijo de droga. En este
caso, decía, era hacer de menos el servicio del cuerpo, dado que la labor de la
guardia civil no podía considerarse rutinaria. Discrepaba yo con el académico
de
Saco la cabeza por el periscopio del
saco. Han desaparecido las estrellas. Mosqueo. Lo mismo tengo que salir
corriendo en medio de la noche y despertar a Iván para que me haga un hueco en
el refugio. Iván también quería dormir fuera pero después consideró que las
temperaturas estaban por debajo de las de confort de su saco y decidió pasar la
noche en el refugio pese a las amenazas de las chinches, que decía que había y
que yo no había notado la última vez que dormí en él.
Me encontré a Iván, un hombre joven
de discreta barba, y a su mochila, una enorme como de pasar un mes en la
montaña, a quince minutos de la cumbre. Iba un poco ahogado. Me paré a
saludarle. ¿De dónde vienes?, me preguntó. Del embalse de
Anoche leía a Annemarie
Schwarzenbach, Morir en Persia. Decía lo siguiente: “Persia no es un
destino, es sobre todo una gran experiencia”. Me quedé pensativo cuando lo leí.
Cerré los ojos y consideré la proposición. Cuando los abrí ya tenía en mente
una nueva idea sobre los viajes y esto de subir o escalar montañas. Que los
Alpes, las islas del Pacífico o una larga excursión por el Pirineo pudiera no
ser un destino en sí sonaba a algo novedoso. No buscamos ir a lo hondo de las
selvas de Nueva Guinea, a determinadas montañas en realidad, y es cierto, lo que
buscamos siempre es una gran experiencia, una vivencia hermosa, la posibilidad
de que los enanitos de nuestras sensaciones despierten. Acaso los destinos no
existen en puridad y son simplemente el envoltorio con el que presentamos
nuestra aspiración a nuevas experiencias y aventuras.
Annemarie Schwarzenbach es una mujer
frágil de una enorme voluntad, sensible, con una vida interior profunda cuya
lectura invita a compadecerte de ella.
Alguien de una extrema sensibilidad pero destinada perpetuamente a la soledad y al
sufrimiento. Su prosa, tantas veces deslumbrante, me conmueve. La veo sufrir
allá a la sombra de Damavand, la montaña más alta de Irán, siempre paisajes
áridos, inhumanos. Ella es arqueóloga, pero en sus libros la ves moverse de un
lado a otro de Oriente Próximo, Rusia o Centro Asia. Sus momentos de depresión
son como manchas de aceite expandiéndose de una parte a otra de su escritura.
Hay un amor imposible, una mujer, pero ella muere sola, lejos. Un permanente
desasosiego cruza su vida interior.
Cuando uno echa cuenta atrás en los
derroteros de la memoria, más que encontrar hechos puntuales lo que la memoria
acumula son experiencias notables, sean estas experiencias del alma o aquellas
ligadas netamente a la aventura. Esos momentos críticos por los que pasaste, la
belleza de un amanecer inenarrable por encima de los cuatro mil metros, una
noche en una grieta de glaciar o colgando los pies sobre el vacío en una pared
de Galayos, o una noche de invierno junto a los Tres Hermanitos iluminados por
la rutilante luz de una luna sobre la que se cernía un sospecho círculo de
nubes. ¿Tienen algo que ver esos momentos con lo que buscabas cuando te dirigías
a las montañas? Probablemente no. Viajar o emprender largas jornadas de montaña
es una búsqueda incierta de perfiles difusos. Ponemos un destino por delante,
pero ello es un modo de buscar ciertas verdades que barruntas te van a asaltar
a lo largo del viaje, a lo largo de semanas y semanas de caminar por valles y
montañas. Nada que ver con un viaje organizado o un trekking comprado en una agencia de viajes. La
aventura está en lo incierto, lo importante no es el destino sino lo que media
entre nosotros y el punto de llegada.
Ponte en camino que “lo demás se os
dará por añadidura”. Los imprevistos que la aventura comporta, las sensaciones
arreboladas alrededor de alguna circunstancia concreta. Eso y ser feliz escalando una pared, como le sucedía el otro
día al amigo Jose, que subía allá por las paredes de Alicante tarareando entre
dientes una canción mientras aquí superaba una placa, allá una bavaresa. Glen
Goold también tarareaba mientras interpretaba al piano alguna sonata de Bach.
Demócrito hacía elogio de la alegría
como prueba de la veracidad de los sentimientos. Quien tararea mientras se
ducha, escala o toca el piano, es una persona feliz. A lo mejor esa gran
experiencia que encontramos cuando nos fijamos algunos destinos tienen algo que
ver con ese ánimo volátil y despreocupado que nos induce a colgarnos de un
estribillo venido de no sé donde que no nos deja ni a sol ni a sombra.
El relente ya ha dejado su marca de
agua sobre mi saco de dormir. Pasada medianoche. Hora de dormir.
Epílogo
Dicen que mirar mucho el teléfono
antes de dormir inhibe la melatonina. Algo así me sucedió a mí. Me lo tendré
que pensar. El caso es que me desperté sobre las tres de la madrugada y no
había manera, tanto que me vino a la cabeza el rocódromo y el arbódromo que me estoy
construyendo en casa, quitando y poniendo presas, buscando un extraplomo en una
rama, resolviendo cómo asegurar desde arriba en la pared usando un disipador;
en fin, que me lié y tardé en pegar ojo. Sin embargo me desperté tres minutos
antes de que sonara el despertador, siempre la esperanza de que se produzca el
milagro (Bajo este párrafo pondré, con la venia del amigo Iván, uno de esos
milagros que él sí pudo contemplar tiempo atrás). No hubo suerte, así que me
encogí en el saco y seguí durmiendo hasta que ya fue imposible, porque si me
dejo quedo sopa hasta el mediodía. El caso es que me estaba incorporando allá
por las nueve y media cuando apareció Iván. Ya me estaba preocupando por ti,
dijo a modo de buenos días. Pues bueno, que ahí no paró la cosa, que me
levanto, recojo, me voy al refugio y el tío me tenía preparado un café con
leche calentito. La leche… aquello de “Nunca fuera caballero /de damas tan bien
servido / como fuera don Quijote / cuando de su aldea vino: / doncellas curaban
dél; / princesas, del su rocino”.
Original de Iván. Verano de 2022 |
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