Día 1. Camino de los Alpes. “The River”.
Altos de Eisenerz, 25 de junio de 2024
Madrid – Viena – Altos de Eisenerz.
Me llega un guasap de X con un video de Bruce Springsteen con un tema de los años ochenta, The River. Lo comentábamos el otro día en el rocódromo, salvo durante algunos pocos y lejanos años, mi relativa distancia con el mundo del rock me ha dejado ayuno de acontecimientos y músicas que ahora, en retrospectiva, y como caído en la cuenta de haber perdido un cierto número de trenes, el cuerpo empieza a pedirme. El tema de los muchos años es un asunto demasiado sobado para seguir dándole cuerda, sin embargo temas como The River, que escuchaba con gusto hace un momento, es cierto que despiertan una cierta sensación de que cosas que podrían, que deberían acaso, haber entrado en tu vida con fuerza se han quedado ahí como a la espera de Godot esperando una mano de nieve que las despierte. Miro a una multitud con las manos en alto acompañando al cantante y sí, siento haberme perdido un tren, un tren que por supuesto no es el único porque no es sencillo atender a tantas cosas en la vida. Me gusta esa fiesta de masas que suscitan estos conciertos, pero también sé que me costaría trabajo entrar en ese ambiente y participar en él como uno más. Quizás tenga la culpa esa timidez congénita que, aunque algo domesticada por los años, todavía tiene su parte en lo que uno hace o dice.
Multitud/Soledad. ¿Tan lábiles somos como para amar estos dos extremos? Lo que la multitud nos da, esa maniterapia de la que hablábamos en tiempos en que dejábamos de ser nosotros para convertirnos en la sustancia viva de una masa en tantas manifestaciones, estos conciertos multitudinarios, pero también esa bendita soledad que tanto amo y hacia la cual me dirijo lleno de esperanza.
Pienso en estas cosas mientras oigo en los auriculares algunos temas de Bruce Springsteen. Mi avión atraviesa por encima de esa piel de toro que nos decían en las clases de Geografía de la escuela que semejaba nuestro país.
¿En busca del tiempo perdido? Son tantas las cosas que no caben en la vida que por fuerza no tenemos más remedio que mirar con cierta nostalgia todo eso que hemos ido abandonando en el camino, proyectos, músicas, personas que hubieras deseado conocer, libros que no llegamos a leer, conocimientos, idiomas que nos hubiera gustado aprender, conversaciones junto al fuego de la chimenea de las que hubiéramos querido disfrutar, mujeres con las que nos hubiera gustado relacionarnos, paisajes, montañas… No existe el tiempo perdido más que para aquellos que no se tomaron la vida en serio.
Me entró sueño; así que apagué el teléfono y eché un muy breve sueñecito, lo justo para despertarme cuando dejábamos atrás el Balaitus, el lago de Respumoso, el de Campo Plano y más hacia el este el de Tebarray, ese tan especial rincón del Pirineo donde la desolación y la soledad son capaces de encogerte el ánimo. Hace dos o tres años pretendí vivaquear en los Picos del Infierno, un fortísimo viento barría el lugar, y cerca de la arista cimera decidí abandonar la idea. Los dioses, Eolo y compañía no me querían por allí y eligieron para mi vivac el único lugar habitable de los alrededores, el Cuello del Infierno, nunca mejor nombrado en aquella ocasión, donde uno de los excelentes corralillos del lugar me acogió aquella noche. A veces me acuerdo de aquel preciso día porque de haber hecho caso a Toti y Vinches lo mismo había comenzado en aquella fecha a volar y a escalar. Nos habíamos encontrado mi amiga Nuria, Toti y José Manuel en los Baños de Panticosa y el contagioso entusiasmo de Toti no logró convencerme para que me atara a la cuerda de José Manuel y él, o de que al día siguiente voláramos juntos sobre las cimas del Pirineo. Entonces me pilló tan de imprevisto su oferta que ni siquiera dejé pasar la idea más allá del cuero cabelludo. Buen andarín sí me consideraba pero aquello de volar o escalar por entonces era algo totalmente descabellado para un pacífico septuagenario. Tres años después, un día en la Pedriza, la insistencia de Toti y José Manuel hizo que definitivamente me creyera a mí mismo que sí, que todavía estaba a tiempo para practicar aquella vieja pasión; y no sólo eso que también me llegó lo del vuelo recientemente con el persistente e infatigable Toti.
Ahora el lago Tirobarra y los Picos del Infierno han quedado atrás. Mis nervios de días pasados se han calmado y pienso con ciertas expectación en cómo se comportará mi cuerpo en los próximos días. Mi principal preocupación, el peso, 16 kilos con comida para varios días, pero sin el agua. El pasado año a mediados de junio en la zona en que comienzo a caminar encontré casi todos los refugios cerrados, lo que me planteó problemas de abastecimiento, así que no me ha quedado más remedio que añadir unos pocos kilos a la mochila. 18 ó 19 kilos, si añado el agua, son mi preocupación principal para estos primeros días de mi travesía veraniega.
El final de la tarde me pilla subiendo el camino por el que me arrastré a cuatro patas el pasado año cuando me dio una lumbalgia que me dejó fuera de juego. Aquel día llegué al aeropuerto hecho una mierda, pero llegué. Diez días después ya estaba de vuelta en los Alpes, pero para entonces había cambiado de parecer y marché directamente a las Dolomitas. Así que pendiente quedaba esta ruta que cruza los Alpes Austriacos de este a oeste por su zona central. Un par de horas arriba el monte he pedido permiso a unos ganaderos y su gentileza me ha regalado un prado para pasar la noche. Véase en la imagen:
A los pies de Cristo paso la noche |
Y caía la tarde y me fui a dar un paseo y me crucé con una mujer mayor que bajaba de ver sus diez vacas, ese era su haber más una pequeña casa de ganadero, y charlamos y charlamos, y aunque trabajosamente en ese medio inglés que liados hablábamos, nos entendíamos. Y ya metidos en confianza le decía que ella y yo íbamos a ser vecinos por una noche. Y ella se reía y daba gusto encontrarse en medio del monte con alguien con tantas ganas de hablar y querer ser agradable a este extranjero que había venido a acampar en sus campos. La charla de casi siempre pero hecha de simpatía y del deseo de saber del otro, esa cosa que nos une a los sapiens cuando lejos de las tensiones, del tráfico y del pastiche en que a veces vivimos, nos encontramos de tú a tú con un desconocido con ganas de hablar de lo que sea, que es un deporte internacional que todos gustamos. De cuidar las vacas venía y se estaba haciendo ya de noche. Y seguro que mañana al alba ya estará en pie para ordeñarlas. Le pregunto si le gusta esta vida de soledad en el monte, el trabajo de las vacas… y se le dibuja una sonrisa en los labios como diciendo “pero que cosas pregunta usted”. Tantas veces que he charlado con mujeres como ésta que habitan los valles altos de los Alpes y que cuando llega el otoño se entristecen porque tienen que bajar al valle. Agradezco este final del día. Durante toda la jornada no había cruzado una palabra con nadie, un hecho que me producía una desagradable situación de distancia y que se corresponde con el orden natural de nuestro trato humano en Europa cuando viajamos. Si viajar por Oriente o por África me gusta quizás tenga que ver con la facilidad con la que se puede conversar a vuelta de cualquier esquina con cualquiera.
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