Día 26. Vivirse sorbito a sorbito



45,32909180°N, 07,25495696°E, 13 de julio de 2025

Hace mucho rato que no hago otra cosa que escuchar la lluvia, me adormilo, me despierto, me adormilo y la lluvia sigue ahí como un elemento más de la tarde. Es una lluvia sonajero, como el rumor de un arroyo que hace que tus pensamientos sean vagos y dispersos sin una ubicación precisa en el tiempo. 

Esta mañana cuando desperté el paisaje era el mismo, el mundo había desaparecido y alrededor sólo existía esa gasa blanca de la niebla que engulle árboles y montañas y hace que espacio y tiempo se tomen un descanso. Desayuné, recogí y me eché de nuevo la mochila a la espalda. De tanto en tanto la niebla se abría, aparecía una cascada, un pedazo de azul en el cielo. Vi subir una pareja de viejos trotamundos y me paré para cederles el paso e intercambiar algunas palabras con ellos. Magnífica estampa para adornar la mañana. Él vestía una larga melena recogida como una coleta, barba cana, rostro con muchos soles encima y pinta de haber caminado cientos de kilómetros, muchos bosques, muchos collados dejados a sus espaldas. Ella era una mujer menuda de mirada dulce y ojos vivos. Estaban preocupados por el descenso a Usseglio. Ya conté ayer de esas inaccesibles laderas de bosque cerrado y roquedos de aspecto formidable. Se lo conté, pero, se lo dije, cosa sin problemas para caminantes como ellos. Me quedé con las ganas de retratarles, esos rostros que me gustan, diría que tanto aprecio. Gente que lleva la impronta de la vida, escríbase “vida” con mayúsculas si se quiere, en los ojos y en el rostro. 


A las diez de la mañana estaba desayunando en un bar de Balme. La niebla había quedado suspensa en las alturas, pero el cielo se mostraba amenazante. La previsión del tiempo era lluvias todo el día, sin embargo algún claro se veía por aquí y por allá. Después de desayunar y cargar el teléfono me fui derecho a un minimarket. No, no me hacía quedarme en Balme a esperar a Godot, así que pese a la previsión de lluvia compré lo necesario para un día y medio y piano piano arremetí la subida hacia el collado del Trione mil doscientos metros de desnivel más arriba. Antes localicé posibles puntos de agua, y un lago cuyas orillas no abruptas podrían ser perfectas para instalar la tienda en caso de lluvia. 

Subí todo el rato atento a los lugares que pudieran servirme para poner la tienda caso de que la lluvia se presentase. Este valle era más dulce y humano que el de ayer. De vez en cuando aparecía una borda y la ladera se remansaba, así hasta que llegué al límite de las nubes y quedé de nuevo inmerso en la nada. 



Hoy habría sido un  desperdicio ponerme a leer mientras hacía camino.

¿Recordáis lo que sucede cuando compartís la comida con un animado grupo de amigos? A mí me sucede que entre comer y conversar, cuando ha terminado la comida caigo en que no he saboreado acaso ese vino  tan especial que algún invitado eligió con cuidado. La vida era tan densa esta mañana, tan suave al paladar que hubiera sido un pecado distraer su ser y su transcurrir con lecturas u otras distracciones. El paso lento, el tránsito por el bosque, el murmullo de un arroyo, el canto de algún pajaro eran la música con la que yo sorbito a sorbito me bebía mi propia vida. Silvia Vidal no dio con un título adecuado a su último libro, sobre todo porque no suelta prenda en él. Yo diría que igual que vive de las conferencias hizo un libro con parecido fin. No me gustó en absoluto el libro, sin embargo, dado que lo leí a través del alambique de mi propia experiencia de solitario y de corremontañas, sí puedo decir que me fue muy provechoso. Provechoso porque allá donde Silvia no me dice absolutamente nada porque es capaz de estar colgada en una pared un mes y ventilarse el relato en cuatro líneas, yo sí veo e imagino la riqueza de ese tiempo que Silvia se vive a sí sola en la soledad y las dificultades. Un algo tan grande y poderoso, sentirse, vivirse días, semanas en medio de una soledad inimaginable, salvaje, de íntima relación con la roca amiga, el bosque, la noche; algo tan grande que aunque Silvia no lo haya escrito, se masca, lo puedo sentir yo en muchas ocasiones, a otros niveles, claro, cuando en una mañana cualquiera de este vagar por los Alpes el bosque, el sendero o los arroyos se hacen parte de mi yo, vibran en la misma sintonía que mis sensaciones y sentimientos. 


Mosqueado estaba. Aspiraba a llegar al lago por lo menos, pero el tiempo se cerraba y cerraba. Equivoqué mi camino además en una ocasión. Aquí todos los caminos están señalizados con las bandas rojo blancas, todos, lo cual no es señal de que sea “tú” camino. Confiado andaba, así hasta que la voz del OruxMap me sacó de mis ensoñaciones: “Lejos de la ruta”. Avisa cuando me desvío ochenta metros, pero en este caso había un barranco por medio. No siempre pongo esta función porque me parece que consume mucha batería, pero en esta ocasión me fue especialmente útil. Me costó atravesar el barranco y retomar mi ruta. 

En ese momento mi app decía que faltaban dos kilómetros para el lago. Habían caído algunas gotas. Así que apreté el paso. De vez en cuando vigilaba la distancia, pero fue inútil, cuando me quedaban quinientos metros y 120 metros de desnivel, empezó a llover. Me pareció que más adelante el terreno se suavizaba. Corrí. Y si, a un lado del sendero había un lugar apropiado entre las altas hierbas. Ahora ya llovía de lo lindo. Descargué, saqué la tienda, la extendí y metí precipitadamente todo bajo la tela. Me estaba empapando, pero no quedaba otra. Las cuatro piquetas del suelo, el bastón que hace de mástil. Y unas tras otra las ocho piquetas restantes. Me metí de cabeza en la tienda, cerré la cremallera y uffff… ya estaba a salvo. Algunas cosas se habían mojado pero entre el revoltijo la mayoría se habían salvado. Hincha la colchoneta, ordena el castillo, la comida aquí, lo otro allá. Sólo me faltaba colgar el chaleco del ábside, empapado, y cambiarme de camiseta. 


Comer, quedar sopa mirando a las musarañas, escuchar la lluvia, escribir esta crónica. Mi único problema, el agua, sólo me queda cuarto litro. En el mapa señala un riachuelo a doscientos o trescientos metros, pero con esta niebla lo mismo me pierdo o me comen los lobos. Vamos, que no tengo ganas; también tengo medio litro de leche. 

Son las seis de la tarde, de momento ha dejado de llover, echo una ojeada fuera, la nada blanca por doquier. 

Es la hora de la lectura. 







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