Bajo La Capanne, 45,55122550°N, 07,77150393°E, 20 de julio de 2025
Amanece lloviendo. Un rato después cesa la lluvia. Abro la cremallera de la tienda. El panorama es penoso. Poco más arriba la niebla se arrastra por todas las laderas. Miro el pronóstico del tiempo. Lluvia todo el día. Me desazona un tanto la perspectiva de subir monte arriba. No tengo las agallas que vi ayer en el profesor universitario con aspecto de despistado. En este momento vuelve la lluvia. Recuerdo sí de otras ocasiones en Alpes que en cuanto aminoraba la lluvia salía escapado para arriba. En este caso no sé lo que me espera y después del trayecto de ayer, tan crudo, tan resbaladizo, menos. En esto sí siento que he perdido fuelle. Me amedrentan las posibles complicaciones del camino con este tiempo. Me da que toca día de reflexión. Ha sido sorprendente caminar durante más de un mes con un tiempo generalmente bueno y se ve que me he acostumbrado mal.
***
Quién podría haber imaginado que después de cuatro horas de intensa lluvia y de incertidumbre entre la niebla, iba a estar instalado en mi tienda con todo seco, a excepción de botas y calcetines, oyendo llover de nuevo tal que este momento fuera la continuación de aquel otro de las ocho de la mañana. Podría haberme quedado allí si hubiera tenido comida, el proceder más lógico habría sido, y sin embargo toda esa posible quietud junto a la pequeña aldea de Succinto, se truncó en una nueva y enriquecedora experiencia.
Qué placer de nuevo tumbado bajo el claro techo de mi castillo oyendo la lluvia. Comido, satisfecho, disfruto de ese estar plenamente a gusto conmigo mismo.
Esta mañana sucedió simplemente que después de darle muchas vueltas al asunto, cuando dejó de llover, al fin decidí que me decantaba por arriesgarme a pasar unas cuantas horas bajo la lluvia por parajes que ni a vista podría evaluar porque muy poco más arriba todo quedaba sumido en la niebla. Al poco de empezar la ascensión, el valle, las casas de Succinto y su recoleta iglesia desaparecieron dentro de una nube. Y un poco más arriba lo previsto, la lluvia, primero un poco, ni siquiera me pongo la capa de agua, pero apenas han transcurrido unos minutos ya se declara formalmente. Cuando más intensa era la lluvia me acordé de Silvia Vidal, esos días, a veces una semana que pasa sola en una pared colgada de una hamaca mientras llueve y llueve. Me es imposible imaginármelo desde esta lluvia casi torrencial que cae sobre mí y sobre esta montaña. Tan imposible como imaginarme la distancia entre la Tierra y una lejana galaxia. Yo, mientras el sudor y la lluvia me ciegan con un fuerte escozor, me siento de carne y huesos. Estoy bien y mi paso es regular, pero soy de carne y hueso, y pensando en Silvia siento que ella no está hecha de carne, que tiene cualidades de ángel, de ser de otro mundo. Donde mi voluntad se ve un tanto acorralada por las circunstancias, por el agua que resbala constantemente por todo mi cuerpo torrencialmente, imagino la de Silvia como instalada en el centro de su cotidianidad.
Poco a poco mis botas se fueron convirtiendo en una bañera y el sendero en el cauce de un riachuelo. Alguna pequeña trepada con el agua chorreando por todos los lados exige una atención muy especial. Entre la niebla aparece un hombre joven, es alemán, nuestro bon giorno, una incongruencia, va acompañado de una sonrisa. Su destino es Fondo, la trattoria donde comí ayer. Después me encontraría con una pareja de suizos que igualmente se tomaban la cosa con humor. Cuando te ves solo en ese mundo blanco donde el agua se desprende del cielo con tanto arrobo, los posibles encuentros aligeran la situación y le da un aire de divertida salud: a mal tiempo, buena cara, dice el refrán.
La verdad es que se me hizo larguísimo. En cierto lugar donde habían pasado las vacas, que por cierto dejan todo hecho una guarrinada donde es difícil poner el pie sin llenarte de mierda, perdí el sendero. La visibilidad era mínima y usar el teléfono, complicado, porque con el agua en la pantalla la aplicación se descontrola. Y no sirve limpiarla porque todo está mojado o húmedo. De todos modos llego a percibir que el sendero debe de andar un centenar de metros a la derecha tras atravesar las deyecciones que han dejado las vacas por todos los lados. Y llueve, llueve con ganas. En una situación así uno se debe totalmente a los rastros del sendero y a las señales rojiblancas que, menos mal, no escasean.
Cinco horas me costó alcanzar el collado. Cuatro de ellas bajo una lluvia más o menos intensa. Y, buena cosa, fue llegar allí y dejar de llover. Eran las dos de la tarde. Todavía llevaría un rato dejar atrás la niebla, pero el sendero se había humanizado también y salvo algún pequeño destrepe donde había que poner mucho ojo a los resbalones, aquello ya era coser y cantar.
Cuando también se fue la niebla quedó un paisaje de verdes prados salpicados de arroyos y grupos de roca. Al fondo se veían algunas casas y, antes de hundirse la praderías en caída libre hacia el valle de Aosta, un pequeño conglomerado de casas donde con toda seguridad estaría mi destino. Y ya pensaba en una habitación, una ducha caliente, ropa seca, esas cosas que hacen la felicidad del caminante cuando por botas lleva unas bañeras hasta el borde y el cuerpo mojado como una esponja. Cuando ya estaba todo a pedir de boca, paré unos minutos a comerme lo casi nada que quedaba, un mendrugo de pan y un pelín de queso acompañado por buenos tragos de agua.
Fue ya caminando sobre un agradable sendero, desprendido ya de la capa de agua, que empecé a pensar nuevamente en ese particular placer que me produce estar haraganeando en soledad en mi tienda.
Y dicho y hecho. Me atendieron muy bien en Le Capanne, un establecimiento que aquí llaman de agroturismo y que mucho se parece a un refugio. Me prepararon cena y desayuno que llevar y no demoré mucho porque el pronóstico de lluvia era inminente. Y a ello añadieron amablemente un rollo de papel higiénico para aliviar la humedad de mis botas. Un poco más abajo, algo menos de media hora, encontré mi habitual pradito para mi tienda.
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