Hacía frío en el tajo

GR-10. Monasterio de Buenafuente del Sistal, 2 de mayo de 2008



Parece que van llegando los días, toco madera, en que va siendo posible encontrar algo más que cansancio, un algo que ha de crecer para que el camino se convierta del todo en cosa agradable. Aunque se esté en buena forma los primeros días son siempre demoledores, el cansancio sale de todos los poros de la piel pidiendo un poco de paz y, a la tarde, cuando debiera ser la hora de hacer otra cosa y ensoñarse con la nadería de lo que vuela, pía, o ventea o canta alrededor, el cuerpo no responde a otro que a la necesidad de tumbarse y cerrar los ojos para elevar la plegaria de agradecimiento por haberse acabado por hoy el camino. Bendito instante (bendito olvido, decía ella; bendito tiempo, decía yo); bendito instante el de ese momento de la tarde en el que el cuerpo cae derrumbado junto a un arroyo, junto a unas matas de espliego o romero, o al lado de un bosquecillos de bojes, o en medio de un campo de yantenes a punto de reventar el capullo de sus flores; o en las cercanías, como hoy, de un monasterio cisterciense, el de Buenafuente del Sistal, convento silencioso de aguas rumorosas y cantarinas frente a la iglesia, donde rezaba en bonita letra gótica: Mi casa de oración, con un gran tilo en mitad de una placita llena de flores y en donde di cuenta de mis provisiones con el ánimo más puesto en las ganas de disminuir el peso de mi mochila que en el apetito. Y es que cuatro o cinco días de provisiones a la espalda, porque pueblos no hay esta parte del recorrido que salva el Alto Tajo, son mucho peso para un servidor, más el agua que también pesa lo suyo. Así que en estos días de lo que se trata es de consumir lo más posible. Sueño con el momento en que mi macuto se vea vacío de comida. ¡Qué alivio entonces!, contar así con el siguiente pueblo en que sentarme a la mesa de un restaurante o en la plaza junto a la iglesia o el ayuntamiento, y devorar las provisiones recién compradas en la única tienda del lugar; comer fruta a montones, que pocas veces cargo porque pesa mucho, yogures, caprichos frescos que le saben a mi cuerpo deliciosamente después del austero menú que da el camino.
Hoy tuve suerte después de dejar el Tajo en Puente San Pedro, puente de buenísimo recuerdo, de recorrido familiar en bicicleta, de proyectos de navegación fluvial, de un día que escapamos de Madrid M y yo y nos perdimos en las hoces del Duratón y atravesamos la tierra por pistas de pedruscos y macadán hasta llegar al Tajo, y después al nacimiento del río Cuervo; tuve suerte porque tras la árida pista que llega a Villar de Corbeta y tras perderme deliciosamente en un sabinar lleno de aulagas y pinos chicos, y de llegar al convento y salir por un caminillo marcado con las cruces rústicas de un viacrucis rudimentario, encontré un camino por cuya cuesta abajo era una delicia descender pensando en las cosas bonitas de la vida. Y para más gusto hacia poniente se elevaban unos farallones de óxido claro que llamaban mi atención de escalador de otros tiempos; y saqué la cámara y fotografié aquello entre las ramas de unas encinas; y apenas allá abajo subía una mujer, y a ésta la veía ascender con la lengua fuera y me gustaba contemplarla apoyando las manos a cada instante en las rodillas. Cuando nos cruzamos, dejó abrirse en su rostro una sonrisa encantadora. Su rostro era regordete y muy agradable, con un cierto aire de monja buena e inocente; su pelo corto muy a lo chicón, resaltaba su cara bonachona. Cuando nos cruzamos, se permitió un respiro, quedó como los corredores dispuestos a emprender la carrera, manos en las rodillas y mirada al frente. No era algo para que le asaltaran a uno pensamientos pecaminosos; podía tratarse de esa monjita que se encuentra Machado en aquellos versos del tren. ¡Qué bonita cosa es una mujer cuando uno lleva días sin tropezarse con ninguna!
Decía que tuve suerte y es que además de todo lo anterior, cuando ya miraba el campo hermosamente vestido de tarde con recelo porque bonito estaba, pero lleno de espinos y pedruscos sin un llano para mi tienda, después de un recodo me encontré con un prado aseado y acogedor con dos mesas de piedra bajo las ramas de sendas encinas, y al que no le faltaba el agua cantarina de una fuente. El bosque estaba lleno de pájaros y del zureo de las palomas.
Hoy también leí a Teresa de Jesús mientras descendía el curso del Tajo muy temprano, cuando el sol apenas acababa de posarse en los roquedales de las escarpaduras del río, allá en lo alto; mientras la bruma se demoraba entre los sauces y los pinos ralos de la orilla, allí donde el río, más arriba, parecía abrirse paso como entre las nubes. Una humedad y un frío que me pillaron desprevenido; me hubieran venido bien unos guantes de lana que se llevó Victoria hace un par de días cuando nos separamos en Peralejos de las Truchas. Leía las explicaciones que daba la santa sobre cómo ha de ser la oración mental, padres nuestros y ave marías con que desayunarse todo el día sin apartar la mirada del Altísimo. Y yo, mientras oía a la Santa iba pensando que quizás me habría venido mejor traerme un librito de San Francisco de Asís, que era más aficionado a la naturaleza que Teresa de Jesús, una oración quizás para mí más acorde la del parloteo con los pájaros, o los jabalíes que se esconden pero que dejan marcado el bosque con sus patas de excavadora.
Hoy me aburría un poco la santa; mientras la oía distraídamente quise imaginármela en las cercanías de un amor no tan divino. Tan recia mujer habría necesitado un buen ejemplar masculino, inteligencia y sensibilidad a espuertas. Se me hace difícil imaginar una posible pareja para estas mujeres que admiro, y a las que leí últimamente, la Dickinson, George Elliot, Teresa de Jesús, Colette. Harold Bloom dice de George Elliot que no había varón en la época de Elliot a su altura, a excepción de Adam Smith que ya estaba “cogido”, que la hubiera hecho sombra, y explica que de haberse casado con un hombre de inferior inteligencia su obra se habría resentido inevitablemente. No sé, entonces las mujeres lo tenían bastante mal. Desde luego lo que no me imagino es a un hombre corriente con una mujer de armas tomar como Teresa de Jesús. San Juan de la Cruz probablemente no habría pasado de hacer manitas con la Santa. No recuerdo ahora, metido en un bosquecillo de bojes, encinas y pinos, si Quevedo coincidió en vida con ella; quizás Quevedo habría sido un buen plan, pero es que a Quevedo le sucedía lo mismo que a Pessoa, a Sabater, a Pavese, eran tan poco agraciados físicamente que es difícil pensarlos en las cercanías del dominio de Cupido.
Las salidas de madre de Bocaccio, cuando mete las narices en los conventos, no sirven a la energía de la superiora del Convento de San José de Ávila que en esto del amor iba muy que muy en serio y muy reciamente. Quizás Teresa sí habría hecho buenas migas con Dante a condición de que ésta hubiera cambiado el hábito por el traje cortesano de Beatriz; aunque a la humildad de la santa le viniera algo estrecha esa manía de Dante de saberse por encima de todos los mortales de su época.
El sol se está ocultando tras la ladera que tengo enfrente. Una pena, porque se está bien aquí, dándole a la lengua como en los mejores tiempos, oyendo el agua de la fuente en medio de este maravilloso silencio, lejos del “mundanal ruido”. Y es que todavía es tiempo frío cuando el sol no está a mano, como esta mañana que caminé enfundado en jersey y chubasquero hasta cerca del medio día.
Es hermoso caminar por estas tierras de España, sin prisa, sin otro cometido que mirar aquí o allá con las manos en los bolsillos, sin otra ocupación que contemplar lo que se va encontrando en el camino, hablando con el hombre que va con uno que decía don Manuel. De vez en cuando me pregunto si habrá necesidad de darse un respiro, o si por el contrario podría seguir caminando ininterrumpidamente durante meses. Hace poco planeaba atravesar los Alpes y sin embargo esta mañana se me ocurría que quizás podría seguir hasta... ya lo dije. No es un sueño irrealizable como antes, cuando era necesario asistir diariamente al trabajo, ahora casi todo es posible. La duda es que poco antes de salir de casa arreglé la parcela, plantamos rosales y sembramos unos cuantos parterres con montones de flores; y pensé hacer un pequeño laguito con una fuente cantarina al modo de los monasterios, y... y no puedo estar en dos sitios a la vez, ni en tres, ni en cuatro.
Veremos. Caminar es una forma de vida bastante completa, y más ahora que ocho o diez libros no pesan más allá de diez o quince gramos; ahora que se acabó el tiempo de cargar con una biblioteca ambulante que abultaba tanto o más que el resto de la impedimenta; ahora, además, que no tengo que esperar el final de la tarde para leer a Trapiello, a Roald Dalh, a Melville, a Teresa de Jesús, a Bretón; ahora que los libros me entran por las orejas y he descubierto el placer de hacerme a la idea de que los autores me leen personalmente desde lo más recóndito de sus tumbas; ahora que ya no están muertos porque me hablan a cada momento mientras hago una de las cosas que más me gustan de la vida: caminar.




































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