Caminar a través de uno mismo

GR-10. Pantano de San Juan, 6 de junio de 2008




Apenas había llegado una leve claridad al prado en donde había instalado mi tienda cuando ya estaba en movimiento. La silueta de la Machota resaltaba oscura hacia levante; en sus faldas lucía naranja el alumbrado público de un pueblo. El relente de la noche había dejado una capa de humedad sobre las altas hierbas del prado.
Mientras empezaba a amanecer caminaba ya por una pista que seguía a cierta distancia la vía del tren. Es verdad, caminando se piensa de manera diferente. Tan abstraído estaba que fui a dar a donde no debía, perdí el camino, pero a estas alturas nada de estas minucias importa, siempre habrá un camino o una trocha que me lleve hacia poniente; tanto da. Más tarde resultó un camino bonito que por demás evitaba el paso por Robledo de Chavela; discurría bajo la mirada algo arrogante de la Almenara, un pico puntiagudo de granito rodeado de jaras y peñascos verdosos. Desde mi cabaña, en casa, tan lejos, se ve muy bien; en esta época el sol viene a ocultarse más o menos por aquí; en el solsticio lo hace tras la peña de Cenicientos, más al sur. También el sol tiene sus hábitos.
No era todavía mañana de ponerse a leer, así que más razón para continuar dándole al deporte de pasear el pensamiento allá por donde le pluguiere; caminando por ahí recordé un reciente encuentro libresco. Tiene su gracia encontrarse de golpes a primeras con rostros conocidos, y más todavía en este caso con ideas que no son otra cosa que parte de los descubrimientos que el caminante va haciendo un día sí y otra también. Que yo tenga que patear la tierra o hacer largos viajes para encontrarme a mí mismo, hoy me parece casi un perogrullada; y lo respalda el reciente encuentro con una cita de Joyce en el Ulises. A fin de cuentas uno no parece ser tan raro; esto afirma Stephen: “Caminamos a través de nosotros mismos, encontrando ladrones, fantasmas, gigantes, viejos, jóvenes, esposas, viudas, cuñados adulterinos, pero siempre encontrándonos a nosotros mismos”. Vamos, que no sólo uno no puede despegarse de su sombra ni huir de sí mismo, sino que lo único que hacemos de continuo es encontrarnos con nosotros. Eso me parece a mí esta mañana de caminar solitario.
Con estas cosas encima andaba yo cuando de repente se rompió el silencio de la mañana con una estampida de cascos que hacía vibrar el suelo. Tan cerca que de golpe sentí un temor de no saber dónde meterme ante ese repentino retumbar de la tierra. A menos de cien metros, saliendo del bosque, apareció trotando a gran velocidad una numerosa manada de reses en sentido perpendicular cortando el camino que yo llevaba. Al otro lado de la senda, con agilidad, pero pesadamente, saltaron una valla de un metro de alto y continuaron su carrera hasta perderse en un pinar próximo. Me asusté, pero las reses llevaban su camino, parecían capitaneadas por un toro color castaño brillante de grandes cuernos. Serían quince o veinte. Más adelante, un gran cartel atado al tronco de un pino, advertía: “No pasar. Reses bravas”. Apañado había estado yo si me encuentro en su camino. Recordé algún relato de Horacio Quiroga en donde las reses y los caballos hablan y hacen apuestas para quitarse del medio las alambradas de púas que se oponen a su vagar de un lado para otro. Estas eran lo suficientemente bravas como para saltárselas a la torera... y nunca mejor dicho.
Los cuentos de Chejov se acabaron mientras caminaba por una estrecha carretera de asfalto cuyos arcenes estaban poblados de amapolas, gordolobos y chupamieles. Luego aparecieron las antenas de la estación espacial de Robledo. Media hora más tarde un guarda forestal me abrumó con sus indicaciones, y no sólo eso sino que un rato después volvió con su todoterreno a darme caza para volverme a indicar la desviación correcta. Hay gente amable en el mundo. Desde lo alto se veía el pantano de San Juan, al pie de cuyas aguas nacían las primeras estribaciones de la Sierra de Gredos, un paisaje interrumpido de colinas cuya línea de pequeñas cumbres bajando de norte a sur se dirigen hacia el pantano.
Era mediodía. Intento hablar con mi padre por teléfono pero la cobertura es inestable. Llegando al río Alberche los pies ya empezaban a cantarme, llevaba casi ocho horas caminando sin parar. Me colé en un restaurante junto a la carretera. El salmón estaba poco hecho pero se agradecía. Comí lo suficiente como para necesitar una larga sienta junto al río.
Ahora las sombras oscuras de los pinos se recortaban sobre el ligero velo malva del horizonte. Se oye a los perros ladrar; el cielo lo ocupan inquietos murciélagos y, a mis espaldas, se alza el cuerno brillante de la luna. ¿Qué será de mi amiga desconocida?, pienso. Hubo muchas lunas en que recibía correos suyo; ella ama la luna y el mar. Quizás tenga que ver con su apasionada manera de entender las cosas del amor. La luna siempre fue buena compañera para estas cosas.
Hoy no habrá cena y dormiré al raso; lo primero porque me dio pereza retroceder un kilómetro para comprar algún bocadillo, y lo segundo porque olvidé en casa las clavijas de la tienda. Ayer el terreno era blando y me arreglé con palos, pero hoy el suelo está duro como una piedra. Tampoco necesito tienda; quizás no la vuelva a necesitar de ahora en adelante mientras no amenace lluvia; dormir al raso bajo las estrellas sigue siendo la mejor manera de pasar la noche.

No hay comentarios: