Al fin el mar



Galicia. Cabo de Udra (Pontevedra), 22 de julio de 2008

Me despierto del sopor de la siesta sobre un lecho de hojas de eucalipto como quien yació allí estragado de calor y un sueño intolerable, con los miembros atorados, los ojos legañosos. En el bosque reina al fin las sombras, hay un frescor de brisa que me parece la cosa más deliciosa del mundo. Mi gps me ha engañado miserablemente desde antes del mediodía, las líneas que suelen ser pistas o incluso caminos estrechos discurriendo en el bosque, sufrieron una metamorfosis de “progreso” y se convirtieron en puro y denso asfalto, deslumbrador. Por mis mejillas corría el sudor como si estuviera bajo el chorro de una fuente. Me refugié en un bar, pero después de comer algo mi cuerpo necesitaba urgentemente una siesta; a algo más de cinco horas de sueño, a éste le parece una cosa irrisoria, por lo que cuando encuentro las primeras sombras lo llevo corriendo hasta ellas y lo dejo derrumbarse y caer dormido.
Y ahora, caminando de nuevo, es otra vez Alejo Carpentier y su prosa preciosista siempre alrededor de la música. Bajo por la carretera a un paso moderado, lento, el adagio presto de la matina ahora puede permitirse el lujo del paseo, como una fresca tónica con hielo en tiempos de sed me voy bebiendo el camino a pequeños sorbos, voy escuchando a mi lectora relajado, saboreando a este clásico que no me parece cubano, que quizás sea el mejor escritor francés de Cuba, como dice el Silvestre de Tres tristes tigres.
El dominio del lenguaje musical, una disposición atenta a captar cualquier leve signo que pueda impresionar sus sentidos, su exquisita sensibilidad para distraerse con el roce de una mata de albahaca, las notas de un arpa que salen como un murmullo de conversación al otro lado de la calle, los recuerdos, como en Proust, de los días idos de la infancia; todo ello hace de la lectura un placer que se demora dentro de mí como los restos de un buen vino en el paladar, como una música que queda vibrando después del acorde final en algún rincón de mi cuerpo.

A la mañana siguiente me desperté en otro lugar, en otras circunstancias; estaba en el monte, un pinar agradable y recoleto, pero estaba sin embargo lejos del camino de todos los días, era otra cosa. Entre otras era ya una hora desacostumbrada, el sol atravesaba el bosque y llegaba a mi saco tendido sobre una clapa entre helechos. Estaba como llegado, como quien ha terminado una larga etapa; de hecho anochecí largamente mirando las estrellas y dando rienda suelta a mi largo recorrido. No tenía prisa por dormirme. Hice memoria de este mes desde que arranqué desde las orillas del río Alberche, desde el seguimiento del curso del Tormes, de las montañas de Las Batuecas, del llano salmantino, de los Arribes del Duero, del universo rural y como de otro mundo del noreste de Portugal, del sur de Orense, de los caminos de Pontevedra hasta las puertas de Vigo en cuyo umbral estaba esperando que me viniera el sueño.
El típico recreo propio de un final de etapa. Hoy cogeré un autobús para salvar esos once kilómetros a vuelo de pájaro que me separan de Vigo; correré sus calles; me haré un regalo de cumpleaños para celebrarlo esta tarde frente al mar sobre algún acantilado que se asome a poniente y embarcaré para cruzar la ría hasta Cangas. Un día paréntesis en mi camino hacia ese final de la tierra de Finisterre, hacia el mar que besa noche y día las costas gallegas.
Estoy perezoso, como en los mejores tiempos. La temperatura es suave y refrescante como un día de primavera. Mi cuerpo se solaza en la mañana como si hubiera quedado varado a la orilla de un fin de semana de descanso que comenzara anoche mismos.









Me subo en el ferry que hace el trayecto entre Vigo y Cangas y en seguida esto conecta con otros viajes recientes, la travesía de la ría, el perfil gris de las islas Cíes a estribor y las lomas alejándose unas y aproximándose otras, las de Cangas, por donde treparé esta tarde a la búsqueda de una prominencia desde donde ver el atardecer sobre el mar. Miro la costa y presiento que esta parte de Galicia está demasiado poblada para mi gusto.
Camino.
El cabo Udra ronda los recuerdos de toda la familia porque en un viaje memorable por Asturias y Galicia fuimos a parar a este formidable lugar de modo totalmente casual y resultó uno de los días más hermosos de las vacaciones; no porque el atardecer fuera impresionante como muestra la fotografía que yo he colocado reiteradamente en diferentes lugares, sino sobre todo porque allí encntramos lugar para dar gusto a mi hijo Guillermo, que entonces debía de tener seis o siete años y que en nuestros viajes no paraba de pedir que lo que él quería era parar en donde hubiera un campo de fútbol, lo que no le faltaba al escenario de este cabo. En casa recordamos sonriendo todavía cómo siendo todavía más pequeño, atravesando La selva negra en Alemania, él propuso que escribiéramos al día siguiente al ayuntamiento o lo que fuera, para que en el lugar en que habíamos acampado la noche anterior el municipio construyera un campo. Y lo decía, y lo hablamos con toda la seriedad del mundo, e incluso no recuerdo bien si llegamos físicamente a hacer aquella carta, que hubiera sido la respuesta adecuada al deseo de un pequeño ciudadano del mundo, que va conformando el entorno donde vive al modo y gusto de su espíritu.








No supimos nunca donde estaba este cabo, pero de él quedó el espléndido color Kodakrome que entonces usábamos en nuestros trabajos de fotografía. El caso es qué salí de un camino, crucé la carretera y me encontré de golpe frente a una señalización que decía: Cabo Udra.
Tendría que matizar lo que escribía hace días sobre el subdesarrollo de alguna parte del sur de Galicia. Tengo una impresión parecida a la del pasado año cuando atravesando misérrimos poblados masais mi autobús terminó por entrar en Nairobi. Dos mundos sepados por siglos de distancia y progreso. No era muy diferente en esa parte de Galicia; aquí la consejería de medio ambiente se denomina de medio ambiente y desarrollo sostenido; pero eso sólo deber regir para las zonas prósperas de Galicia, porque para las otras la consejería que lo debe regir debe de ser la de subdesarrollo sostenido. Me he encontrado pueblos tan misérrimos como para dudar que uno estuviera caminando por España.
Ahora, aquí, Galicia ha cambiado, es verdad; pero ello no es mejor para el caminante. Cuando una parte del mundo se hace de asfalto es que el mundo está más desarrollado, pero también es menos atractivo el caminarlo. Hay que mirar con la lupa para encontrar los caminos “como Dios manda”, de tierra, de hierba, culebreando en las laderas, dejando atrás una fuente, cruzando un arroyo. El progreso debería ser compatible con los caminos, los ciudadanos no sólo somos conductores de automóviles, también somos bípedos que gustamos usar las piernas para recorrer nuestra hermosa tierra.
Crepúsculo, al fin, ante un hermoso atardecer marino con las islas de Ons al frente, guardándose el sol entre sus lomas pardas; y más al norte, como un paisaje nórdico de fiordos amansados con la gran calma del mar azul dibujando la costa con claridad leve de olas, otros perfiles, los morros que asoman de las rías hacia el Atlántico.

La última vez que leí a Carpentier, La consagración de la primavera,Los pasos perdidos, Carpentier entra en tan prolijas exaltaciones y refinamientos sobre algunos pasajes de la Novena sinfonía de Beethoven, o sobre otras piezas que aparecen más fugazmente en el texto, que mi ignorancia debe de esconderse bajo las piedras del camino por tener el atrevimiento de escuchar con bastante frecuencia esa clase de música. En fin, que para reponerme no me queda más remedio que reivindicar, aunque no entienda bien qué es la tónica o la música dodecafónica, mi entusiasmo nada ilustrado por estos sonidos. Y más esta tarde, cuando ya sólo quedaba un rescoldo del atardecer sobre el mar, que quise probar el regalo de cumpleaños que me he hecho, y tocando aquí y allá empezó a sonar accidentalmente Un réquiem alemán, de Brahms. Más hoy porque en ese momento esta música sonaba tan extrordinariamente íntima, penetraba tan dulcemente en mi cansancio allá, frente al mar, como saliendo de la brisa y el agua, que era necesario decirse que para escuchar aquella música no era en absoluto necesario pasar por largos estudios musicales. No debería molestarme mi ignorancia en estas cosas mientras mi emoción siga sacándole tanto partido a estos sonidos. recuerdo que me produjo una reflexión similar a la que me asaltaba hoy, la de ser uno de esos pobres mortales que lo ignoramos todo de la música. En Los pasos perdidos, Carpentier entra en tan prolijas exaltaciones y refinamientos sobre algunos pasajes de la Novena sinfonía de Beethoven, o sobre otras piezas que aparecen más fugazmente en el texto, que mi ignorancia debe de esconderse bajo las piedras del camino por tener el atrevimiento de escuchar con bastante frecuencia esa clase de música. En fin, que para reponerme no me queda más remedio que reivindicar, aunque no entienda bien qué es la tónica o la música dodecafónica, mi entusiasmo nada ilustrado por estos sonidos. Y más esta tarde, cuando ya sólo quedaba un rescoldo del atardecer sobre el mar, que quise probar el regalo de cumpleaños que me he hecho, y tocando aquí y allá empezó a sonar accidentalmente Un réquiem alemán, de Brahms. Más hoy porque en ese momento esta música sonaba tan extrordinariamente íntima, penetraba tan dulcemente en mi cansancio allá, frente al mar, como saliendo de la brisa y el agua, que era necesario decirse que para escuchar aquella música no era en absoluto necesario pasar por largos estudios musicales. No debería molestarme mi ignorancia en estas cosas mientras mi emoción siga sacándole tanto partido a estos sonidos.


Dentro de unos minutos aparecerá la luna por levante. Mientras escucharé también un rato al mar, que produce una clase de música que atempera el ánimo y me deja suavito suavito como para recogerme en un pronto sueño.




2 comentarios:

Raquel dijo...

Caminar y leer... ¿hay algo más interesante que hacer en la vida?

y luego ver el mar imenso, azul, verde,....¿y un bañito?

Marga Fuentes dijo...

¡FELIZ CUMPLEAÑOS!
Qué bien que estás en el mar...las temperaturas en Madrid, dan mareos.
Disfruta y sigue haciéndonos disfrutar con tus relatos y tus maravillosas fotos. Felicidades