Desayuno en San Amaro


Galicia, San Amaro(Orense), 18 de julio de 2008



Me pregunto si el ir de un lado para otro, al contrario de estar parado, no ayuda a crearnos la ilusión de una finalidad que no existiendo nos protege del vacío como protege al católica la creencia en un Dios y el subsiguiente caminar hacia un paraíso. Hoy, cuando me desperté, la luna se ocultaba sobre un mar de nubes en cuya parte superior yo dormía como sobre un nido de águila. Después, mientras salía del saco y recogía mis cosas, todo se resumió en la nada indistinta de un gris amanecer con sólo unos pocos metros de visión a mi alrededor. Esto que decía, ¿no tendrá mucho de absurdo si en vez de caminar hacia algún lugar día a día hacia el mar, no fuera otra cosa que moverse inmóvil en la cinta corrediza de un gimnasio? Sería absurdo imaginar que llevo un mes subido en una cinta de ésas. Lo que de aliciente tiene el camino sería reducido sólo a movimiento muscular; ni paisaje, ni valles, ni gente con la que pararse a charlar. Pero no hay absurdo que valga porque tanto da moverse de Madrid a Vigo como del domicilio al trabajo y vuelta. Si la niebla persistiera todo el día y el camino diera vueltas y vueltas alrededor de una loma yo no lo notaría en absoluto; que sería el caso de mucha gente que nunca se mueve de su entorno, pasando una y otra vez frente al mismo paisaje cotidiano sin apercibirse que está dando vueltas alrededor del mismo tiovivo durante años. ¿En qué se diferencia entonces uno y otro modo de andar en la vida? Para mí que el que se desplaza por paisajes infinitos, amén de los gustos que da el camino, sí vive cierta ilusión, esa tensión que dan los objetivos, los lugares de destino, la recurrencia a un reto, que acaso no son más que eso, generadores de tensión, una pausa entre dos elementos de reposo. ¿No es acaso así en la vida, vivir entre el hambre y su satisfacción, entre el deseo y su acabamiento, entre el nacimiento de un proyecto y su realización?
¿Ilusión? Acaso sea eso la vida, ilusión, ilusión densa, llena de regatos donde mana el agua fresca, llena de las sorpresas del amor y de la mancha oscura como sangre coagulada que deja como rastro, llena del desasosiego y de la paz tranquila que trae el palo de lluvia del mar deslizándose entre las almendras redondas camino del agua grande, del agua madre. Y así, de ilusión en ilusión, como en el juego de la oca ir pasando los días lo menos tristes posible, lo más anhelantes posibles, lo más suavemente amable que la cosa pueda dar de sí.






La verdad es que yo y mi cuerpo nos queremos bastante. La prueba de ello es este continuo devaneo que nos traemos él y yo sobre el cómo seguir andando por la vida; cómo, porque andado que hemos tanto juntos, con toda seguridad ya no nos quedará como mucho más allá de la cuarta parte de lo ya caminado uno y otro colegas juntos. Es claro que no siempre estamos de acuerdo, litigamos, discutimos pero al final siempre la bandera de la paz se alza entre nosotros sobre el pabellón de nuestra querencia mutua. Ahora, eso sí, la convivencia requiere atención e inteligencia por ambas partes; y si bien yo estoy dispuesto a darle el gusto cuando me lo pide, digo yo que en consecuencia el deberá hacer algo por estilo. No vaya a suceder como ese que encontrándose en el nirvana, que me decía V el otro día, pero tan tan en su nirvana, que el otro quedó ayuno del suyo estando como estaba el otro con su yo tan complacido y satisfecho.

Se camina bien hoy por este mundo de niebla, de olor a heno, de ladridos lejanos y de pájaros a la vera del camino. Es un mundo más íntimo a donde llegan los sutiles retazos de la memoria de un Pirineo Francés recorrido en un verano de no hace mucho tiempo, un año que huía de una pena insoportable que me partía el alma. Cuando mi sendero descendía de las montañas bañadas de niebla y se entretuvo en los pueblos chiquitos, en unas carreteras estrechas y recoletas mientras la niebla se deshacía aquí y allá haciendo y deshaciendo el paisaje a su gusto, llenándolo de chirimiri y silencio.
Ella se apoya en el azadón a modo de bastón, su pelo blanquea, tiene la voz dulce que da el gallego rural de estas pequeñas aldeas; él, de frente ancha y aspecto reservado, la contesta con monosílabos. Las mujeres siempre hablan más. Los venía oyendo de un rato atrás, las voces venían acaso de unos prados cercanos, pero no, estaban ahí, sobre el asfalto al cabo de una curva. Charlaban con el apero del riego en las manos. El azadón que abre y cierra surcos para que el agua vaya a besar las raíces de mañana temprana allá donde la sed de las plantas es más acuciante. Me detengo, charlamos amigablemente como vecinos de un mismo mundo que somos. Un poco más abajo, mientras tomo notas, me sobrepasa una señora; hacemos un buen trozo de camino juntos; está jubilada, ella no trabaja la huerta, hace todos los días una larga pasegiata matinal. Mira con curiosidad mi gps, le asombra que en aquel aparatito pequeño se escondan todos los caminos y los pueblos de los alrededores. Nos despedimos con un que tenga un bonito día.


Y tras el primer largo paseo de la mañana, asoma un bar al otro lado de mi camino y paso y me siento y mientras desayuno canta Ana Torroja Ya no te quiero. Están tan bien hechos estos clips musicales que al caminante le entran ganas de hacer una pausa en el camino y mirar lo que se cuece más allá de su camino, otras vidas, otros modos de hacer atractiva la cosa de la vida. Porque tan permeable se levantó este hombre que largamente hizo su ruta entre la niebla desde temprano, que todo le parece bueno; y esos cantantes que a ritmo de rumba van apareciendo sobre el televisor de un metro de ancho hablan de cosas que le interesan, muestran imágenes atractivas, cuerpos de mujeres, rostros masculinos de mirada cautivadora, y música, música para el cuerpo, ese fiel compañero que me acompaña esta mañana de morriñoso ambiente, tibio, cálido como una nana mientras camino por una carretera de asfalto de tres metros de ancha, recoleta, culebreando entre los robles, sin tiempo, sin sol, sólo con el olor a heno y el sonido de los pájaros como acompañantes. Loa a la tele y a sus cantantes, loa a la niebla y al camino culebrino de la mañana, loa a vos, señor, que sois el portador de los sentidos con que yo me acerco a las cosas del mundo y de la mañana. Loa a los otros cuerpos, loa al amor, loa a aquella anciana de azadón en las manos con la que charlé esta mañana, loa a aquella otra que me detuvo y con la que hice un trozo de camino charlando de las cosas del campo y de los azares del camino y del caminante. Pero sobre todo loa a la mujer y a lo femenino que baila frente a mis ojos en un lejano bar pueblerino al sur de Orense. Ver mujeres hilvanando canciones a esta hora temprana en que sólo cabía esperar vegetación espesa y oscura niebla en los rincones de los robledales, aligera mi alma, me llena los ojos de la poesía inconsútil y entrañable que suena como la parte de mi yo que debo perseguir incansable para encontrarme conmigo mismo, para alcanzar ese uno que habrá de ser algún día la superación de toda dualidad y por ende el arribo al agujero negro en que habrá de resumirse fundiéndose, estallando nuestra unicidad en un abrazo que reuniéndonos en lo uno será a la vez nuestra irresistible destrucción. Caminar siempre camino de nuestra destrucción como esos zánganos que alcanzando en el vuelo nupcial a la reina no habrán necesidad de himeneo porque su pobre cuerpo no logrará resistir el colapso de amor, terminando así en el momento del mayor deseo y felicidad el recorrido de su finitud.
Termino estas notas, me vuelvo hacia la barra y pregunto:
-¿Cómo se llama este pueblo?
-San Amaro –me contestan una voz de niña y otra de hombre maduro que bebe su café con leche matinal.


Cuando salgo del bar, la niebla, parcialmente disipada, se ha convertido, filtrada todavía por la seda de un velo rasgado, en luz opalina con suavidad de terciopelo.










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