La curva del cuello





Galicia. Sierra de Muros, 27 de julio de 2008


Esta vez fue un cuello, acaso una recurrencia sobre la que ya escribí el pasado añosviajando por Malawi, un día que me pilló en suerte uno precioso de una pasajera de color; esta vez el cuello era blanco, ausente de sol que subía sobre la embocadura de la camiseta negra y se deslizaba suavemente hasta la vellosidad del nacimiento de los cabellos, hasta los cabellos mismos. Sólo eso. De ahí arrancaron mis divagaciones de la mañana; de ahí siguió desde la curva de la insinuación hacia la línea de los recuerdos.
¿Y por qué un cuello, por qué un gesto, apenas un ligero movimiento para separar el pelo con una mano, algo por demás de hace mucho tiempo, puede tener tanta fuerza, desencadenar esta mañana de espera de autobús que me llevará a Muros en la punta sur de la ría; percusiones de versos, aromas deseables de una feminidad, de una eternidad similar a la del mar, de un encuentro, del porqué, cómo, la sustancia primera que como los alquimistas, los aventureros de El Dorado busca nuestro ser famélico? Famélico, hambrientos, anhelantes de la esencia, inquietud primera y primordial al otro lado de la cual está la mujer.
Miro a las mujeres de la mañana con una inquietud desconcertante, llena de una ternura universal. ¿Qué tienen, qué hace de mí y de mi mañana de chirimiri una agitación, un admirador que, asomándose al recuerdo de un cuello mira a través de él como desde un balcón la mañana, mi no yo, la elegancia de las formas, la promesa de una inmensa paz entre otros brazos?

Cuando me detengo algo más de un rato en la civilización, en seguida tengo la impresión de perder el ritmo, la cosa es otra cosa allá abajo, es necesario como hoy bajo la lluvia empezar a subir las cuestas de las montañas buscando los caminos con la lupa, abriéndome paso como en la selva, porque los caminos desaparecieron entre las retamas, las zarzas, la espesa vegetación; empezar y subir y sudar para encontrarme otra vez cocidito, en mi propia salsa, dispuesto a seguir adelante hora tras hora, para volver a sentirme yo mismo, yo camino.
La civilización ha hecho que los caminos desaparezcan por inútiles y faltos de uso; quizás otra civilización los rescate en el futuro, igual que se rescataron las ruinas de Angkor o las de Méjico. Los caminos eran antes la aproximación a los campos de trabajo, el tránsito de las bestias cuando iban a los pastos, pero ahora que la mayoría vivimos del sector terciario, el campo viene quedando reducido más y más, dejado a su suerte. Ergo, los caminos desaparecen.





Llueve, camino entre la niebla, se agitan las ramas de los eucaliptos. Ahora yo soy el camino; la niebla, la lluvia, la grisalla que me envuelve son yo; el ruido del agua sobre mi capa soy yo; soy el centro del universo; más allá no existe nada.


El día transcurre tan rápido, tan intensamente que sólo ahora, metido en la tienda de campaña y escuchando la lluvia fuera tengo conciencia de ello. Ya apenas recuerdo dónde dormí anteayer, o por donde pasé los días atrás; recuerdo pasos, playas, lagunas, pero difícilmente seria capaz de trazar una línea que recorriera de nuevo la costa en mi memoria. Debe de ser la niebla que lo borra todo. Desde Muros caminé bajo la lluvia, los caminos desaparecidos muchos de ellos, se convierten en una aventura de malezas a veces muy difícil de franquear. La niebla y la lluvia complica las cosas. En algún momento me veo subiendo monte arriba y abajo para encontrar los rastros de un camino que con toda seguridad existió en algún momento. Atravesando una vegetación que me cubre la cabeza termino empapándome yo y todo lo que llevo encima. Durante mas de media hora el camino parece no existir en absoluto; no obstante sigo las trazas que el gps me indica con la esperanza de que una confluencia sea efectivamente un camino mas decente. Mi caminar empapado bajo la lluvia y entre la niebla, algo que no es desagradable en absoluto, tiene la facultad de sensibilizar todo mi cuerpo haciendo ocioso otra cosa que no sea caminar y mirar a mi alrededor ese paisaje que apenas alcanza a diez quince metros, los troncos de los pinos perdiéndose en sucesivos planos cada uno más difuso hasta perderse en la nada; la silueta aislada de algún árbol inhiesto también al borde de esa nada; o el camino ancho de tres metros, que de golpe desaparece en una extensión de helechos como tragado por algún capricho del señor de todo esto. Hoy alargo la caminata, pero la culpa la tiene la pereza, pensar en el momento, parar y montar la tienda intentando que todo se me moje lo menos posible, pensar en la humedad que llevo encima y la falta de ropa de repuesto, creo que sólo una camiseta. Cuando paso por un corredor de pinos la noche se echa encima con su tunel oscuro entre los árboles. En una de las derivaciones el camino se ensancha y encuentro un cartel de Medio Ambiente señalando la presencia de petrogrifos de la Edad de Bronc en la zona. Cualquiera se pone a buscar los petrogrifos en ese instante. Termino por encontrar un prado a la vera del camino cuando ya la luz se ha adelgazado hasta quedar en una media penumbra.





Repaso mis impresiones de la mañana y constato la bondad de aquellas, el efecto excitante que tienen sobre mi; y con ellas, mi cuerpo lluvia, mi cuerpo de ayer frente al crepúsculo de fuego y agua, mi cuerpo caminando en la nada, mi cuerpo niebla, mi cuerpo como Tarzán abriéndose paso en la espesura, mi cuerpo fantasmal una sombra más en esta tierra en medio de una nube; la bondad de la naturaleza, la bondad de poder caminar, la bondad de ser rozado por los recuerdos, por esta vaharada de mujer que se me subió al alma mientras esperaba el autobús, no más que esos pocos detalles que bastaron para resucitar el mundo de las esencias, la materia primordial, la mujer. La imagen de la chica del bikini verde del otro día se va diluyendo poco a poco, sumida bajo la lluvia y la niebla en una especie de realidad trascendida. Ayer, mientras me preparaban unos bocadillos para mi cena frente al crepúsculo en un bar, hojeé el único periódico que había; en las tres o cuatro primeras páginas sólo se hablaba de los millones que iba a cobrar un pateador de balones, creo que estaban en torno a los doscientos veinte mil euros por semana, un millón de euros por mes redondeando; el resto de periódico la cosa iba más o menos de lo mismo, dinero aquí y dinero allá… poco había de deporte en él. Yo que vivo otro mundo, yo muy consciente de ser un poco rarillo, me pregunto si algún día no debería de convertirme en una persona “normal”, un seguidor del tal Ronaldo, por ejemplo, un turista de pantalón corto disfrutando sus quince días de vacaciones anuales en una playa de Benidorm, un… coño, dejar de ser raro, empezar a ser una persona de esas que me encuentro cuando aterrizo de mis escapadas, gente con su coche reluciente en los miraderos que Medio Ambiente fabrica para la gente que hace sus vacaciones y quiere ver algo con que entretenerse antes de comer; una persona normal, una persona no enamorada, una persona… Creo que va a ser mejor que cierre el kiosco y trate de dormir un poco. Mejor quedarse en lo que uno es y dormir y mañana seguir caminando y soñando y conservando esa pizca grande o pequeña que todavía la locura reserva a uno.







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