Lluvia y viento



Galicia. Cercanías de Oliveira (La Coruña), 31 de julio de 2008




A ratos temo que un golpe de viento termine llevándose la tienda. Sopla en rachas tan violentas que la tienda se agita como un árbol que fuera a ser arrancado del suelo de un momento a otro. Llueve intensamente desde el principio de la noche. La vegetación próxima, unos pinos y los arbustos más allá del camino, forman un estrepitoso coro acompañando a la lluvia que golpea fuertemente sobre la tela de la tienda. Llevo más de doce horas metido en este pedazo de tela y de momento nada parece que vaya a cambiar la situación.




Cuando la naturaleza entra en violentos arrebatos todo se hace magnífico, robusto, recio, a punto de llevarse por delante un árbol, un tejado; pero hermoso en su fuerza, en el modo en cómo todo, desde una hierba, un bosque, el mar, las personas nos vemos al límite de una pequeña catástrofe. Hay que estar sobre ese límite como quien está sobre el borde de un precipicio para sentir toda su grandeza y esplendor. Sucede con las tormentas en la alta montaña, el espectáculo más grandioso que conozco, al que asisto siempre con una emoción que alcanza a cada célula de mi cuerpo, con la estética de mi cuerpo, con la estética de su escenario violento y el retumbar de los truenos en las cumbres. Bajo una tormenta así todo se vuelve frágil, siempre estamos en ese límite en que uno puede dejar de existir en la aletoriedad del destino de los relámpagos. Y es precisamente esa fragilidad, nuestra pequeñez encogida en un saco de dormir bajo una final tela que provoca quizás la altura de la emoción, la excepcional calidad del momento, la soledad, el lugar perdido en una quebrada, en las cercanías de una cumbre.

La tienda se agita violentamente pero resiste bien; agua sólo entró a la altura de los pies donde el techo y el doble techo entraron en contacto por efecto de la violencia del viento. No me queda comida ni agua y estoy lejos de cualquier lugar habitado, unas colinas a dos o tres días de Santiago. Sólo me queda esperar a que amaine. Por lo demás esto es cómodo aunque no pueda hacer otra cosa que estar tumbado mientras escucho el tamborileo de la lluvia o las rachas de viento que arremeten violentamente contra mi tienda y el bosque entero.





Desde aquí se comprende más lo que debió ser los primeros hombres derramados por la tierra inhóspita en estas condiciones. Y sonrío pensando en la justeza de mis palabras de ayer o anteayer, pensando precisamente en lo que nos hizo hombres, los hombres en que nos convertimos en los últimos milenios, nacidos de la hostilidad de la naturaleza, de la superación de las dificultades; el ingenio de fabricarse un abrigo, la invención de útiles y herramientas.



La civilización pasa por haberse enfrentado a continuas dificultades para superar las cuales el hombre hubo de sufrir y aprender la manera de evitar el sufrimiento y vivir con cierta comodidad. Cosas que olvidamos y que deben formar parte de nuestro conocimiento, porque fácilmente perdemos la memoria de donde vivimos y qué fue lo que hizo posible la transformación de un trepaárboles en un hombre.
Aprendemos a valorar lo que tenemos cuando nos sorprende un tiempo tal como éste en mitad del monte; ello nos acerca a nuestras raíces. Pasar algunas privaciones también le viene bien a nuestro organismo. Aparte de la cosa estética, claro, el sonido simple del viento en sus diferentes densidades soplando en los metales de la tuba, grave, cavernosa del sotobosque, en el fagot más suave y melodioso de los pájaros tímidamente en los intervalos cuando el viento parece alejarse en la mañana.
Hacia la hora de la comida el viento amaina, la lluvia queda en un goteo esporádico. Es hora de probar suerte, recoger el chiringuito y ver qué pasa. Hasta luego.

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