Sustraerse al destino de Sísifo




Galicia. Parque de Canegal y Vixan (Pontevedra), 24 de julio de 2008


Poco más allá del amanecer en la tela de mi tienda empieza a tamborilear la música de la lluvia; las gaviotas graznaban a los lejos.

Estoy encantado con los rincones que estoy descubriendo en las rías. Esta tarde mismo, que después de dejar el extremo sur de la ría de Arosa, en El Grove, me incorporé al labio sur de la misma en Ribeira. Llovía pero le eché ganas, me puse la capa y comencé a caminar. La verdad es que cuando llueve todo está más bello, los barcos del puerto con sus aperos y sus colores chillones, las lomas cubiertas por la nubes sobre cuyo fondo vuelan estrepitosas las gaviotas, los helechos, que aquí empiezan a dorarse de color tabaco y óxido de hierro, y el mar, sobre todo el mar.









Cuando diseñé en el ordenador la ruta, tracé una línea que se dirigía sin perder tiempo al mar, un lugar en donde no se veían casas y había pequeños rastros de puntitos rojos que suelen ser senderos. Al asomarme a la loma que daba al mar, quedé sorprendido por la belleza de la costa por la que discurría un ancho río en grandes meandros que desembocaba en una laguna. Resultó ser el Parque Natural del Complejo dunar de los lagos de Canegal y Vixan. Un parque natural no suele ser una buena cosa para mí por las restricciones con que suelen estar protegidos; malo para un espíritu algo anárquico que gusta de dormir en lugares especialmente bellos y solitarios. Y yo quería dormir junto a las olas pese a las prohibiciones; siempre pienso que las prohibiciones en estos sitios no se hicieron para mí, sino para esas masas de turistas que arrasan con todos los entornos que se les pone a tiro, y que con frecuencia no arrasan menos las concejalías, ministerios o lo que sea de Medio Ambiente, cuando pretendiendo preservar se carga una parte buena del entorno. Hay destrozos a montones que hace la oficialidad preservatoria. En estos casos suelo conducirme como un alguien que va a hacer una fechoría a conciencia. Busco torres de vigilancia, rastros de forestales, me muevo como quien va a dar un paseo pero llevo los ojos abiertos atento a cualquier rincón bonito a donde no puedan llegar los prismáticos de los guarda del parque. De todos modos era muy tarde y llovía, por los alrededores no había un alma y el paisaje era extraordinario, dunas, grandes bloques de granito, niebla entre los árboles cercanos y el mar… el mar más espléndido que nunca. Tenía un hilo de emoción encima, tal era lo extraordinario del lugar, era emocionante un mar así, lloviendo, solitario, con el bramar de las olas a unos pocos metros. No muy lejos de la mirada de los guardas, entre las dunas, encontré un hueco herboso que hacía hondonada, y allí instalé mi campamento en medio de la lluvia.




Ahora, aunque un poco mojado escucho las lluvias y olas mientras doy cuenta de dos enormes melocotones, esos que tanto gustaban a mi madre cuando yo era niño y que yo le regalaba en alguna ocasión con mi paga de la semana. Es un bonito recuerdo el de los dos comiendo aquellos melocotones que yo con tanta ilusión compraba. Los de hoy son como aquellos, aterciopelados por fuera y carnosos y dulces por dentro. No, no tienen los ojos de azabache pero poco les falta.
Escucho el mar y pienso en lo que escribí ayer a partir de la chica del bikini verde; no dejé de pensar en ello durante todo el día. Estas cosas me dejan siempre melancólico; ver en su crudeza lo que la realidad puede llegar a ser no tiene desde luego siempre efectos saludables. Es como el hecho de pensar, que no suele ser muy provechoso para nuestra alegría; pensar, además, de hacer trabajar a las neuronas puede dejar a uno en estado de colapso a poco que uno se lo tome en serio. Racionalmente puedo coger el boli y decir que no, que en realidad las cosas no son así, etc., pero el caso es que aquí sucede como cuando la intuición da un salto cualitativo y se nos impone por arte de birlibirloque algo que antes, pese al mucho esfuerzo y al tiempo empleado en comprender no fuimos capaces de asimilar; una pequeña lucecita y ya está; los conocimientos importantes vienen por esa vía. Hoy, una buena parte del día se me ha ido, un decir, en echar abajo mis propias intuiciones. El otro día Z, en un correo alababa el hecho de que en un entorno familiar no estuvieran vedados los conflictos, algo que generalmente sucede con frecuencia, es decir, negando el conflicto nos hacemos a la idea de que el conflicto no existe… y así todos tan contentos. Y esa fue mi primera reacción, buscar explicaciones que arruinaran esa visión tan prosaica pero tan triste que me echaba ayer a la espalda. Pero la cosa no cuajaba; una vez perdida la inocencia, encontrado que hay cosas que sólo existen en nuestra imaginación, estamos acaso más cerca de la verdad… pero maldita la gracia para qué queremos la verdad si con ella no vamos a reencontrar el paraíso perdido, vamos a seguir viendo a nuestros semejantes, a nosotros mismos, desnudos de gracia, carentes de atractivo, incapacitados para enamorarnos de nuevo.







El agua brama al otro lado de estas palabras. Qué insignificante las palabras, qué irrisorio todo discurso frente al mar infinito, qué ridículas nuestras irrisorias preocupaciones. Cubierto por mi tela azul de campaña y oyendo ahí fuera el oleaje la sensación de que el espacio ahora es otro, ahora soy yo y el mar, sólo; no existe Galicia ni existe este largo caminar. Ahora es la intemporalidad de un trozo de naturaleza donde todo está igual que hace miles de años, arena, rocas, agua, aire. Ah, si fuéramos capaces de respirar un poco cada día de esta intemporalidad, de esta arena, rocas, agua, aire. La posibilidad de comprender mejor el desafuero de tantos desvelos, la posibilidad de adaptarnos algo más a la naturaleza, la posibilidad de volver a recuperar la inocencia perdida; todo esto parece más posible en esta tarde a la orilla del océano.
A punto de dormirme retengo el nombre de la ciudad que funda el Adelantado en Los pasos perdidos, Santa Mónica de las Virtudes, en plena selva, donde el protagonista llega después de encontrarse con “una hembra cabal y sin torceduras” para sustraerse, como dice él al destino de Sísifo que le impuso el mundo, lo que implica la renuncia a todo lo de “allá”, el mundo que había vivido hasta entonces. El protagonista recuerda a propósito de ello el país de los Lotófatos que visita Odiseo en su viaje, que sus marineros, después de probar la fruta que allí crecía, se niegan a abandonar, lo que obliga a Ulises a encadenarlos en las bodegas del barco como único recurso para alejarlos de aquellas costas.
Podríamos buscar en la literatura de siempre los rastros de nuestras vidas y anhelos. Parece como si todo estuviera escrito, todas las vidas quiero decir, y cada cual pudiera encontrar en los libros partes de su propia historia. Todavía prolongué la jornada con unos versos de Huidobro, Altazor. Y leo a Huidobro y me encuentro igualmente con otros pedazos de existencia que rondan parecidos problemas, parecidos anhelos. En este mundo sólo nos redimirá la poesía, dice. Huidobro llega a París y se encuentra en cartel Tristán e Isolda, y como consecuencia la obra de Wagner llenará una parte notoria de su obra. Recogido en el pequeño mundo de mi tienda sobre la que repiquetea la lluvia, retengo estas cosas, repaso las palabras de Huidobro, Carpentier, de los autores griegos que hablan sobre la temperancia en la obra de Foucault. Esta noche no hay prisa, Galicia está bajo una borrasca y mañana casi con seguridad tendré que demorar en el saco hasta tarde esperando algún claro.












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