Una marisma por medio



Galicia. Corrubedo, 25 de julio de 2008


Llovió toda la noche. Cuando me despierto y abro una rendija en la puerta de la tienda, fuera no se ve nada, todo está envuelto en la niebla. El fragor del mar a pocos metros de mí, entre las dunas, es la única realidad sensible. Me arrebujo en el saco preparándome a permanecer allí el día entero si es necesario.
Un tiempo después camino por la playa neblinosa abrigada por las nubes que cuelgan de las laderas cercanas; sobre el mar flota una calina que se sostiene sobre la orilla adornando la mañana. Nadie. Nadie en plena temporada veraniega. Camino por la ancha playa cerca del ribete blanco de las olas; grandes peñascos de formas caprichosas afiladas por la erosión. Se cruzan en mi camino enormes monolitos que se adentran en el mar. Desde la playa parecen grandes cetáceos petrificados. Un cormorán mira el panorama posado sobre la cabeza del más voluminoso.


El mapa señalaba una laguna y dos grandes ríos que discurrían por un terreno totalmente llano. No había caminos. Había que averiguar qué era aquello antes de dar una vuelta que se me antojaba demasiado larga y lejana del mar. Dejé la arena de la playa, subí un montículo y me adentré por un terreno donde se mezclaba la arena y una vegetación de cinerarias marítimas y otras hierbas que se espesaban un poco más allá, tanto como para empezar a impedir el paso después de un centenar de metros. Con las plantas hasta la cintura avancé hasta que me encontré con un ancho río, como efectivamente señalaba el mapa, y que a primera vista parecía imposible vadear. Estaba en medio de una laberíntica marisma (¿marisma? ¿marasmo? Algo tenía de eso), una trampa en donde uno no sabía dónde ponía el pie a cada paso. Seguí la orilla por un centenar de metros y luego probé. Me desnudé y ayudado por los bastones me fui a comprobar la profundidad. Se podía, volví a por mi macuto y crucé el equipaje. Las dificultades aumentaron, todo estaba invadido por pequeños riachos de aguas negras, alguna ave acuática levantaba el vuelo a mi paso; tuve que volver a descalzarme un par de veces. Más adelante la vegetación llegaba al estómago y costaba trabajo encontrar sitio para apoyar los pies. Con el gps tracé una línea que me llevaba directo a un sendero que debía de existir en algún lado, pero mientras tanto tenía que atravesar penosamente medio kilómetro de marisma. Recordé un paraje similar en el libro de Tolkie, en El señor de los anillos. No, no creo que llegue a ver la película, aunque sí escuché la banda sonora, el libro me dejó un sabor de boca y una geografía fantástica en la memoria que no quiero destruir.


Después el camino correteó ya entre pinares. Rodeé la laguna, atravesé un tinglado que Medio Ambiente había rodeado de barreras, unas dunas que no se podían tocar, sólo ver a doscientos metros, y atravesé, de nuevo burlando la vigilancia de los señores del Medio, al otro lado de las dunas, donde llegué a punto de sacar unas cuantas fotos de esas barcas de colorines que tanto me gusta fotografiar. Y es que la luz de hoy era perfecta para mi cámara, que por cierto llevaba una larga temporada un poco sosa porque la luz no acompañaba. Fue necesario que vinieran las nieblas y las lluvias para que fotografiara algo que mereciera la pena

En algún momento tenía que parar y poner a secar mi impedimenta. Al norte de Corrubedo volví a alcanzar el mar después de comer; este mar tan poco tocado por los turistas y veraneantes. El camino corría siguiendo la costa sobre un miradero. También se me había cortado la comunicación con casa por falta de batería. Así que paré y extendí la tienda, el saco, entre las rocas y después desplegué la alfombrilla solar. Velas habrá que poner a la Virgen para que este bello litoral quede a salvo de las especulaciones inmobiliarias. Esto es como reencontrar un país perdido hace décadas. A veces entran ganas de llorar cuando uno ve cómo cierta gentuza del cemento y los ladrillos y sus adláteres han dejado nuestros litorales.


Mientras esperaba que se secaran mis cosas, una pareja con dos niñas empezaron a subir a un promontorio de granito que se alzaba sobre el mar atractivo y un poco retador. A la pareja les gustó e hicieron algunos ejercicios malabares para subir allá los cuatro. El contraluz me recordaba aquella foto nuestra del cabo Udra que aparece en un post reciente. Hice algunas tomas de sus siluetas. Cuando volvieron charlamos un momento, ellos eran Arcadio, Mónica, Lidia y la mamá, de la que olvidé su nombre. Ahí están sus siluetas.
Era pronto todavía, pero después, seco todo y cargada mi batería del teléfono, anduve media hora y me encontré con un promontorio adentrado en el mar tan atractivo que decidí quedarme allí. Sobre el mar, cubierto, se había abierto un hoyo en las nubes y el sol caía como por los vitrales del crucero de una catedral sobre el agua, creando un hermoso efecto plástico.





No hay comentarios: