Mientras llega la hora


Camino de Santiago, 6 de agosto de 2008




Ver mapa más grande

El mundo había sido deglutido por el inmenso lago de niebla que se posaba pacíficamente a sus pies. El camino, zigzagueando entre los robles del puerto de San Paio, abriéndose paso en la oscura mañana del monte había terminando poco a poco por ir incrustando su espacio en el azul de la mañana. Salió de la oscuridad a encontrarse en la embalsada calma de la orilla blanca. El caminante apeteció tomarse un respiro frente a aquel paisaje extraordinario que se había abierto inesperadamente a sus pies. Descargó la mochila junto a un roble de amuñonadas ramas, retorcido y con la corteza abierta como la de un viejo cuerpo que arrastrara sus últimos años de vida con una dignidad hartamente pesada ya para una existencia que acaso sólo deseaba el descanso a la vera de esa senda junto a la que había nacido y por la que cada año desfilaban miles de peregrinos camino de Santiago de Compostela. Bartolo fue a posar sus cuartos traseros junto a su amigo. Él le acarició, pasó su mano por su cabeza pequeña y melenuda, de un rubio fuego de aspecto leonino que cuadraba poco con su tamaño, un perrito pequeñajo que se había unido a su camino en el último pueblo con muestras de tanto alborozo que él no había tratado de despedirlo. Había notado algo en la pierna, se volvió y se encontró al perrillo haciéndole zalemas de pies sobre sus patas traseras. Cosa rara en estas latitudes en las que a cada momento en las calles de las aldeas salían perros ladradores que alborotaban a toda la perrería del lugar hasta que el caminante impávido había puesto tierra por medio entre él y la aldea.

Apoyada la espalda sobre el tronco del roble miró a lo lejos. El tiempo que nos queda. Aquella mañana, de resultas de la lectura de su último libro, a lo que se había unido un hondo sentimiento de soledad que desde que despertó había trepado a su ánimo hasta hacerse fuerte en él, sus disposiciones andaban haciendo equilibrios entre la lucidez que quizás le venía de la fuerza y la salud que rebosaban su cuerpo y una melancolía que acaso se empeñaba en socavar la plenitud de la mañana. El tiempo que nos queda por vivir, rezaba la portada del libro que acababa de terminar la pasada tarde. John Updike, en Corre conejo, había sido muchos años atrás el alma desencantadora de los aforismos de la decadencia. De aquel libro, leído casi cuarenta años atrás, recordaba la desesperación de un protagonista que en algún momento hace un alegato contra la paternidad y el determinismo de los seres humanos que dejan sus entrañas, todas sus fuerzas y juventud en la crianza de los hijos, en tantos menesteres ajenos que les roban los restos de su energía vital. Ahora ese mismo autor venía a dar cuenta precisa de ese tiempo restante: el tiempo que nos queda por vivir. No importaba lo que contara la novela, que en sí contenía historias interesantes, relatos de nostalgias, pero también patéticas circunstancias de la edad madura, un mosaico siempre de experiencias de esas personas que ya se jubilaron y deben inventarse un tiempo nuevo para su nueva situación.


Bartolo salió disparado en ese momento corriendo hacia la carrasca próxima; acertó a ver cómo un conejo ponía tierra por medio exhibiendo el terciopelo blanco de su trasero brincando detrás de él como indicando la diana a un escopetazo. Nunca comprendió qué razones biológicas pudieron crear una parte tan llamativa en los cuartos traseros de estos animales, aunque ya se sabe que no siempre lo bueno para una cosa en bueno para otra, con lo que es posible que lo que sirvió a un imperativo de la reproducción pudiera convertirse a la larga en diana para el cazador y su escopeta. Bartolo regresó dando brincos comprendiendo de sobra que no podía haber hecho otra cosa que ladrar y alertar a su amigo de la presencia de aquel bicho saltarín de orejas grandes. Ahora era un petirrojo dando saltitos en las ramas de un acebo próximo. Recordó el petirrojo que habitaba en las cercanías de su cabaña, un vecino agradecido que venía a diario a comer del pienso que él le dejaba cada día sobre un plato de porcelana. Es un pajarillo discretamente sociable; no era difícil que en sus correrías se pasearan por las cercanías de su cámara fotográfica; en el pasado otoño uno de ellos llegó a posarse a escasos centímetros de donde estaba sentado, con el obvio propósito de poder compartir su desayuno.

El tiempo que nos queda por vivir; una idea recurrente en sus pensamientos que un día sí y otro también aparecía para darse una vuelta por su ociosidad de caminante. El tiempo que nos queda, aun siendo una idea lógica, tropezaba ásperamente contra las paredes de su rígida estructura mental. Alguien que está acostumbrado de toda la vida a vivir consigo mismo, lo que es mucho más íntimo y significativo que cualquier otro hábito de que pudiera uno estar habitado, tiene que hacer mil jeribeques mentales para hacerse a la idea de una vida sin él mismo; porque la vida, el día siguiente, los acontecimientos diarios que se daban a su alrededor indudablemente seguirían su curso una vez él desaparecido, naturalmente los pájaros seguirían cantando y el petirrojo aquel de su cabaña primo hermano de éste que disputaba ahora a Bartolo algunas migas de pan, seguiría dando saltitos allí frente a lo que antes fuera su cabaña, allá en las cercanías de Madrid, y que en unos años sería propiedad de un inquilino desconocido, o de sus hijos, o acaso dejara de existir, alguien la derribara. Su cabaña, esos seis siete metros cuadrados que habían guardado en su interior esa parte tan grande de su vida; no los libros, ni la mesa concreta, el arco enjalbegado, o las ventanas a través de las cuales entraba el otoño, el invierno, la primavera; no, el verano menos, el verano no solía ser de cabaña, en verano él solía discurrir lejos de casa; no la hamaca donde tanto demoró pensando en su amor frustrado, siguiendo el hilo de las ensoñaciones del pasado, construyendo poemas o descansando de la tarea de escribir, o pensando en la controvertida vida de su hijo, o en la forma de ser de su hija, o… la hamaca había sido durante décadas el rincón del confesionario donde acudir a confesarse lo inconfesable, donde meditar, donde leer largamente hasta que la luz no alcanzaba para ver las letras del libro que tenía entre las manos. Lo que la cabaña encerraba era algo intangible y mucho más real que su propio cuerpo. No, ese tiempo por venir siempre bajo la amenaza de la no existencia, lastrado por demás acaso por una decrepitud lenta pero inexorable era algo que iba a necesitar de un laborioso trabajo por su parte, una lucha espartana no tanto para negar la realidad que se avecinaba como para llegar a la comprensión que un día le reconciliase consigo mismo hasta el punto de poder llegar al momento de la muerte con la entereza, e incluso la alegría de quien está viviendo otro momento más importante de su vida, el más intenso de todos, el más determinante.
Sus planteamientos frente a este instante final no habían dejado de ser durante mucho tiempo un tanto poéticos y vitalistas; en momentos de exasperante soledad aquel instante se le había aparecido bajo la forma de un suicidio solitario, lleno de sí mismo, de soledad, aislado en algún paraje entre las montañas; incluso llegó a escribir una novela que en su final corría un tupido velo sobre los
acontecimientos, pero que dejaba al protagonista ahíto de aislamiento y tristeza ante una situación sin retorno. Pero aquello no duró mucho, después vinieron tiempos mejores para estas cosas, tiempos en que se sintió más dentro del mundo, más acogido por los seres humanos que le rodeaban. Fueron aquellos años en que su mente jugaba con una despedida en que él, sonriente, consciente de lo inevitable, se despedía amorosamente de sus hijos, de su mujer, de su amante, de la primavera que en aquellos momentos estaría dando gritos de júbilo entre los árboles, a los lados de los caminos, en que acaso las golondrinas de todos los años estarían de nuevo haciendo su nido de barro en el porche de la casa.


Pasó un grupo de caminantes. Esta mañana la gente sonreía de una manera casi provocativa, lo aislaban de su ensimismamiento; su rostro serio y circunspecto dándole a la vaina de la misma cosa, se había visto sorprendido una y otra vez por la presencia de otros rostros que, cruzándose en la niebla, esbozaban una espléndida sonrisa que resonaba en su retina como las campanas dejan en el aire el frescor del Ave María. Esas campanas del norte de Portugal que llegaban a cada momento con su fresco repicar hasta su caminar solitario. Ahora las campanas tañían su sonrisa en los rostros tempranos de los caminantes, gente que a las cuatro de la mañana se echaba ya al monte para atravesarlo bullanguero y animoso. Esa mañana se había sentido especialmente abrigado por tanto rostro afable y comunicativo. Miraba los rostros deseando retener la mirada, sus rasgos, los ojos color café que se demoraron unos instantes mientras cruzaban los buenos días.

Horas después, tras la comida, el camino, subido a la loma cimera que sigue al collado de San Roque, se hace un cómodo y suave sendero a la derecha del cual suben y bajan otras lomas, otros montes por donde discurren otros senderos o por donde aparecen los tejados de alguna aldea perdida. Él saborea el sosiego en que ha ido quedando la tarde, apacible, hecha para mirar esperanzado ese otro tiempo que llegara cuando tenga que llegar, que tendrá que cuidar en comunión con la naturaleza, sus nieblas, sus soles, sus lluvias y su demorado ir y venir y transcurrir del tiempo, un día tras otro, como el sol y la luna sujetos a la reiteración de sus ciclos sin aspavientos, inmerso en esa prolífica tranquilidad con que él ve el trotillo ligero de Bartolo a su lado, que se para y husmea bajo una piedra o sale corriendo tras una urraca, que hoy está aquí y mañana allí sin necesidad de conjugar un verbo o saber dónde va a dormir la noche siguiente.


En alguna hora del día el caminante escucha cómo otro caminante se para y, con el rostro iluminado dice al teléfono mil gracias infantiles que van destinadas a un pequeñajo que habría quedado en casa con la mamá. Oyó otros muchos trozos de conversación que saltando por los aires y recorriendo cientos de kilómetros hablaban con el esposo, la madre, un amigo, un amante. Y estas cosas le reconfortan. Después, cuando el camino quedó solitario, también él habló con casa o contestó el correo en el que hoy había algunas líneas que le hacían albergar mejor esperanza para una amiga que hoy viajaba a Asturias.

Todo volvió a estar en su sitio; los gordolobos de llamativas flores amarillas, las margaritas, las mil especies de umbelíferas, las retamas, agitaban sus miembros con la brisa, se mecían en este final de tarde. Bartolo trotaba cien metros por delante correteando entre las vacas. El día todavía daría de sí un par de horas para ser caminado. A lo lejos se oían las esquilas del ganado, zumbaban las abejas.
Entre las revueltas del camino, ya lejos, se veían alejarse las siluetas de un hombre y su perro camino del valle.

No hay comentarios: