Ellas sonríen mejor y más bonito


Camino de Santiago. Puerto de San Roque, 5 de agosto de 2008



La ley de la atracción sobre la que hablara ayer el místico catalán con el que caminé media hora larga, lleva dos días funcionando como si fuera un milagro. Me habitué tanto a no llevar nada encima, ni siquiera agua, que por poco que falle esta ley me quedo en cueros. Ayer ya casi anochecía cuando llegué a un mesón de estos que pueblan el Camino de Santiago; no había cena y al final la cena salió como un conejo por las orejas del sombrero de mágico del mesonero. Hoy, ya también con el sol declinado excesivamente deprisa, pasando por los cerros al otro lado del río Miño, a cuya ribera caminé durante muchos kilómetros alguna semana atrás allá entre Portugal y Orense; atravesando cerros por donde no se veía un alma, alguna aldea misérrima de calles llenas de boñigas, alargándose el camino por lomas de cereales pero solitarias, cuando date, una música de resonancias hindúes estimuló mi esperanza hacia una cena de la que ya había perdido el cuidado de encontrar. Efectivamente, un recoleto albergue rural construido recientemente me esperaba al otro lado de los edificios parcialmente derruidos. Una bonita terraza, un ambiente agradable, gente hablando idiomas diferentes sentados frente a una cerveza. Eso es lo que se llama la ley de la atracción; una parte de mí debió convocar a los hechos para que poco antes del anochecer encontrara una cerveza y una cena caliente esperándome.

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Los bienes más preciados nos pasan con frecuencia desapercibidos cuando disfrutamos de ellos. El de la salud quizás sea el más significativo de todos ellos y del que menos conscientes somos cuando estamos sanos. Sentirse sano y fuerte, experimentar cada mañana cómo las piernas van despertando poco a poco, como arremeten ya las primeras cuestas, se internan por los bosques o caminos a paso brioso entre el arco de árboles que se abren como espectros en la niebla matinal, es un placer que no tiene precio. Simplemente ser consciente de ello, comprobar que todo funciona, que eres capaz de ir todo lo deprisa que se te puede antojar, que tus botas están empezando a caerse a pedazos, el jersey se rompe, se deshace el bolso, pero tu cuerpo por el contrario sigue allí, puesto, poderoso, en medio de los caminos, devorando leguas cada jornada, trasegando cerveza, durmiendo abrazado a un prado con la luna que ya ha empezado otra vez a subir la curva del horizonte velando tu sueño de amante. Cuando se rebosa el vigor del camino a uno se le llena el cuerpo de eso que llaman amor.

Caminar entre la niebla cada mañana parece convertirse en un hábito. Hoy ya no me asustó del relente de la madrugada; poco antes me había despertado y estaban ahí las estrellas, así que esa niebla, ese chirimiri que me acariciaba la cara a través del hueco del saco de dormir, no era más que una caricia húmeda que no llegaría a tanto como para convertir mi saco en un charco, una caricia como la sonrisa de tantos caminantes con los que me cruzaré después a lo largo de la mañana.



Dar los buenos días y encontrar la sonrisa acompañando al despertar el día es algo nuevo y muy agradable. También estas cosas tiene mucho de la bondad graciosa que nos une a la gente y que en condiciones normales difícilmente apreciamos.

-Buen día.

-Buenos días.

-Buen camino.

-Hola.

-Hasta luego.

Sonreír y disfrutar de la salud. Las mujeres suelen sonreír mejor y más bonito; además, muchas de ellas a la sonrisa encantadora de la mañana añaden un alegre escotillo que alegra también la vista y siembra el contento en la grisalla matinal.


Lo que a la mañana fue agradable caminar desentumeciendo los músculos y despertando el cuerpo junto con el día, pasado Sarriá, a eso del mediodía, cuando la niebla se disuelve definitivamente, avanzar, seguir adelante, se convierte en un penoso trabajo; las cuestas, el sol, la monotonía a esa hora del camino, no hay manera de saltársela. Dejo definitivamente el libro de Cela entre el Guadalquivir y el Guadiana; se entretuvo ayer tarde con los cantes del barrio de Triana y era ilustrativo e interesante su decir, pero del resto cae en una reiteración que hace la lectura pesada; no debe de ser fácil hacer un libro de viaje. El Cela más jugoso aparece cuando mezcla sus historias reales o imaginarias de los hechos del camino, pero en esta ocasión una parte importante del libro pertenece al dominio de una guía o de un tratado de geografía. De todos modos es una pena que este personaje con el tiempo terminara convirtiéndose en un esperpento de sí mismo; cuando se creyó una especie de dios padre se me hizo insoportable, me fue imposible digerir más sus libros. A Cela le sustituyó Reinaldo Arenas con su novela Viaje a la Habana. El sol pegaba inclemente y uno, que suda un montón, parecía caminar como dentro de una bañera. En la Cuba de Reinaldo Arenas era invierno, pero igualmente hacía un calor del carajo. Reinaldo Arenas estuvo preso un buen puñado de años bajo el régimen de Fidel Castro; hacía tiempo que esperaba, hoy le llegó la hora. Es el tercer novelista cubano que me acompaña en este camino veraniego.



Después de comer fue una delicia echarse una larga siesta hasta que el sol empezó a declinar. Eché una ojeada al mapa de Galicia; busqué Sarriá… vaya, ya casi me estoy saliendo de Galicia. Para el día quince tengo que estar en casa, así que todavía me quedan unos cuantos días de pateo. Igual vuelvo después en septiembre.

Otras formas de leer. A veces puede resultar engañosa la velocidad con la que uno parece leer, porque sucede así, los libros en ocasiones desfilan tan deprisa como los paisajes. Son ritmos diferentes, la lectura sobre el papel tiene sus incisos, sus mirar por encima de las gafas de tanto en tanto, la distracción de alguien que al lado nos interrumpe, la reflexión sobre lo leído; se trata de una lectura en general más completa. Por otra parte, la lectura leída por otra persona, aparte de que haya algunos lectores que corren pies para qué os quiero, es más seguida, y a no ser que uno esté cómodamente sentado dispuesto a parar a cada momento para repetir lo no bien escuchado o no del todo comprendido, la lectura continúa como un vehículo que no pudiera parar. Yo me acostumbré al ritmo del lector que me toca en suerte a cada momento y ahora raramente paro el reproductor para volver atrás. Es algo que por demás he practicado toda la vida aunque de manera irregular. De los libros no siempre es necesario leerlo todo, ni a la misma velocidad, ni con la misma atención. Los libros pueden ser como los caminos que atraviesa uno durante el día, a veces merece la pena pararse para sacar unas fotos, hacer un subrayado, volver a escuchar una idea brillante, retener un pensamiento que llama la atención, otras el sendero es llano y sin obstáculos y entonces puedes permitirte el lujo de relajar la atención, o puede resultar un lugar embarazoso lleno de zarzas, una cuesta empinada, incluso puede ser necesario hacer uso de pies y manos para llegar al final del capítulo. El símil sirve perfectamente para ilustrar los distintos tramos de la lectura, sólo que también cabría añadir que uno se divide con frecuencia entre el paisaje, la lectura, la gente con la que tropieza o la observación de algún detalle, con lo que la lectura se debilita. No pasa nada, es otra forma de leer; quizás a veces baste con haber alcanzado a comprender un una parte sustancial del libro, cosa que ni siquiera se alcanza en ocasiones con lecturas para las que uno no está suficientemente preparado.

Otra forma de leer es considerar la lectura como un paseo por mundos diferentes, la tragedia griega ayer, la historia de la sexualidad el otro día, un viaje por Andalucía hoy mismo, digresiones sobre la novelística postmoderna a última hora. Hasta que no me hice escuchador de libros no fui del todo consciente de este otro modo de acercarse a los libros, de viajar por ellos como por un paisaje en el que mi atención puede dividirse con algún menoscabo de la comprensión pero perfectamente armonizada con mi afición de caminante.



Hoy no funcionó la ley de la atracción, lo que quiere decir que a última hora no se interpuso en mi camino ningún restaurante ni cosa que se le pareciera, por lo que tuve que contentarme con dar cuenta de unos orejones y un par de plátanos que eran lo único que tenía en el macuto. En compensación fui a parar a bellísimo prado y tuve disposición, para una vez instalado en el saco, con el cielo lleno de estrellas y con un café a mi lado dedicarme a dar cuenta de la crónica del día. Una tarea agradable esta noche que viene acompañada por el sonido de un arroyo cercano y por la presencia de una lechuza que se mueve entre las ramas de un castaño próximo.


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