Todo fluye


Camino de Santiago. A ochenta kms. de, 4 de agosto de 2008

Amanece con la niebla a ras de tierra, con los gallos en el candelero de la mañana, con un caminar estrecho que atraviesa como un túnel por la primera mañana. El camino está solo, despertando todavía. Mis pasos resuenan en el silencio sobre la tierra negra cubierta de hojas de eucalipto. Se camina tan bien que da pereza pararse y echar un rico sueño; parece que hoy hubiera amanecido para ser caminado el día entero.
Caminar con los pies por Galicia y con los oídos por la Andalucía de Cela es una curiosa cosa que también tienen los sabores agriculces de la comida china o las ensaladas en las que lo salado y lo dulce encuentran en el contraste el gusto. Uno tiene que detener de vez en cuando el sonido o el camino para saborear a conciencia uno u otro espacio, que no siempre uno y otro se complementan. Ahora, por ejemplo, el frondoso y oscuro bosque con la campiña cordobesa y los enjabegados muros de los pueblos que cruza Cela más allá de un mar de olivos; o las historias de moros y cristianos que aquí son la meigas bajo el amparo de un clima brumoso.
El caminante, que nunca llora si se hace excepción de alguna raspadura de niño o de cuando su madre no supo seguir con la calcedta de una bufanda cuando un tumor ya comía su cuerpo; que nunca lloró hasta el día que estuvo enamorado, comprende al vagabundo andaluz cuando él habla de sus propias penas.


Nueva mañana de niebla. Los caminantes pasan ya a las cuatro de la mañana frente a mi vivac. Amaneciendo tuve que levantarme y recoger mis cosas antes que el chirimiri empezara a traspasar la espesa copa del castaño bajo el que dormía. Las sombras de los peregrinos aparecían cada poco en el recodo de los caminos que serpenteaban en la mañana como por medio de un país nórdico que viviera a la media luz del invierno. Los hay que caminan silenciosos y circunstanciados, pero los más vienen charlando animadamente, incluso no falta quienes ya de temprano vienen enzarzados en conversaciones apasionadas.

Sombras en el hueco del bosque bajo cuyo túnel pasa el camino. El muestrario de los caminantes esta mañana es heterogéneo y peculiar. Todo fluye y nada tiene un verdadero ser, cita Niestzche en El origen de la Tragedia, a Heráclito. Ardua lectura para una mañana tan de mañana en la que parece me voy despertando a base de dar los buenos días a decenas de caminantes, que fluyen, también ellos a mi lado. Todo fluye y parece que no hubiera otra manera de ser que yendo de un lado para otro. A media mañana, mientras me tomaba un breve descanso, abrí el correo y me encontré con la carta de una amiga a la que no gusta que yo me prodigue aquí escribiendo sobre los ires y venires del camino o sobre lo que me pasa en cada momento por al majín. A ella le gusta mucho escribir, pero dice hacerlo sólo para ella, para que su escritura viva en el prístino mundo de su mismidad. A ella le parece como si uno presumiera escribiendo y haciéndolo aquí, de algo, de estar aquí o allí, no sé, de algo; y yo le digo, pese a que ella lo sabe ya perfectamente que desde el principio de los tiempo el hombre no hizo otra cosa junto al fuego del neolítico, el marido a la esposa a la noche cuando llega del trabajo, el peque a su mamá cuando llega del cole. Es una diabólica necesidad la de contar. También el cerebro sufre de su complemento, es decir de curiosidad, de saber pormenores de caminos o de historias; de eso están hechas las mitologías, las raíces de lo que somos, de contar y de interesarnos por las historias de quien quiera contarlas.
Todo fluye y quizás somos fluyendo, de ahí la parte tan sustancial de la vida que dedicamos a ir de aquí para allá, de una realidad a otra; quizás por eso nos acercamos de continuo a distintas fuentes y ríos, ahora que, por ejemplo salgo de Foucault que abundó en la corriente de los griegos y que entro en Niestzche y retorna desde otra visión al mismo rincón del mundo de donde partió nuestra cultura. Debo confesar que siento un gran respeto y entusiasmo por Niestzche, pero igualmente que trasiego una gran cantidad de sus páginas sin comprender más que una parte escasa del discurso. Como si me quedara esta mañana con el perfume, con la prosa brillante y audaz, llena de metáforas visionarias y que hablan por sí misma más que todas las cosas. Fluye la mañana, fluye Niestzche, un poco también de Cela, desaparece la niebla, se aligera la carga del camino y la tierra se llena de sol y de sudor.


De entre la riada de los caminantes de la mañana destaca la figura compungida, arrugada sobre sí misma de un peregrino de pelos revueltos y largas barbas rubias que inclinado como una vieja de edad olvidada, concorvado sobre su rosario de cuentas de semillas apareció en una curva del camino cubierto por un extraño hábito como monje visionario salido de un medioevo de la película de Tarkovsky, aquella de la construcción de la campana, de sugestivo blanco y negro y de la que no recuerdo su nombre. A él siguió media hora después un sacerdote de sotana, pulcramente rasurado con el aspecto inequívoco de la gente del Opus; caminaba serio, cejijunto y daba grandes zancadas apoyándose en su largo cayado de peregrino. No respondió a mis buenos días. También pasaron dos jóvenes embutidos en raídas sotanas que ostentaban el trato que el camino da a las botas y a los rostros que anduvieron largo tiempo bajo el sol. Y otro sacerdote acompañado por una jovencita rubia de carina ingenua y larga cola de caballo que caminaba seria muy seria a su lado como los discípulos acompañan a su gurú. Entre unos y otros de estos aparecidos caminaba el peregrinaje internacional, franceses, ingleses, alemanes, andaluces, catalanes y los cachondos italianos; a esos también les gusta armar bulla y reírse todo lo que pueda dar de sí el cuerpo.
Uno de estos grupos paraba frente a la fachada de una iglesia, les hice una foto; leían en voz alta la guía y memorizaban la frase del día para esa jornada de camino. La noche anterior había cenado yo con un grupo de ellos que departían con otros franceses en el idioma de Dante. Les pedí permiso para sentarme junto a ellos y charlamos hasta los postres. Cuando me encuentro gente de Italia parece como si la timidez se esfumara de golpe. No es que no quiera perder la oportunidad de practicar mi italiano, es que tengo la sensación de conectar bastante bien con la gente de por allí; o acaso que la sonoridad de la lengua y los matices de su forma de hablarla viene a ser un agradable recreo.
De todos modos los personajes más interesantes con los que me encontré estos dos últimos días iban a contracorriente como un servidor. El primero, David, un joven de aspecto decidido, de los que se comen el mundo en un ñamñamñam y que pertenece a la clase de los visionarios de cualquier tiempo, me alcanzó a una velocidad que sobrepasaba mis posibilidades; sin embargo al llegar a mi altura aligeró el paso y en la media hora siguiente pude enterarme de prácticamente su vida entera. Se mantenía dando clases de meditación y a sus treinta o treinta y muy pocos parecía haber llegado ya al conocimiento de la verdad en todas sus acepciones. Intenté polemizar con él, pero a piñón fijo como iba sólo parecía estar interesado en largar su propio discurso. Meditación, chamanismo, la ley de la atracción, que parece consistir en la capacidad que todos tenemos para convocar los hechos de la vida a nuestro favor con solo ponernos a la obra de desearlo, el amor universal, la reducción de la vida a un todo universal, etc. En su cuello se mostraba el tatuaje de tres anagramas chinos. Le pregunté por su significado. Me contestó que dos de ellos representaban a sus hijos y el tercero a la mujer de la que se había separado. Era un hombre libre, andaba por el mundo dando rienda suelta a sus nuevas creencias religiosas mientras su exmujer se aplicaba a la educación de los hijos de ambos. Era un tipo curioso con una prisa por vivir escalofriante. Había partido de Barcelona, había llegado a Finisterre y ahora regresaba a casa por el mismo camino… en treinta y dos días. Decía tomar el camino como una especie de meditación, pero a mí me pareció más un atleta al que se le hubiera estropeado el freno. Para mí que éste era un moderno discípulo de Heráclito. Su rostro queda aquí como recuerdo. Un tipo desde luego fuerte y decidido. Caminaba entre cuarenta y setenta y cuatro kilómetros diarios… ahí es na. Eso sí que es ir en busca de la verdad a base de calcetín. El segundo personaje que me sobrepasó iba descalzo, era joven, muy tímido y tenía la mejor pinta de un vagabundo experimentado; apenas contestó con una inclinación de cabeza a mi saludo. Atada a su vieja mochila colgaba la manta que le servía de yacija.


-Tenemos que buscar un sitio donde vendan chocolate –dice una moza que pasa junto a su pareja. Hace poco leí algo sobre la afición de las mujeres al chocolate, que parece ser sustancia afrodisiaca. Y es que me recuerda la delectación con que cierta chica que conozco es incapaz de pasar sin su chocolate una buena velada de cine.
Y apenas acaba de pasar esta pareja, recojo una reiterada idea de Niestzche, “La existencia del mundo no puede justificarse más que como fenómeno estético”, que aparece en distintos lugares con nombres diferentes. Lo único que perdura es la belleza. Hace unos días manifestaba mi inconformidad con alguno de los proyectos de mi hijo Mario, y esta vez lo hice en verso. El carro, se titulaba aquello. Después el contestó algo molesto, porque creía no ser comprendido, con una larga carta. No había mucho más que añadir. Ambos nos conocemos bastante y nos viene bien a los dos el que expresemos nuestras discrepancias, igual que expreso las mías con la amiga de más arriba. Las líneas con las que me despedí en la carta eran una exhortación; le decía en ella que él por encima de todo tenía la obligación de ser poeta.
La consigna para el resto del día podía resumirla así: fluye y haz del día un poema; el resto se nos dará en añadidura.



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