Apacible caminar por las sierras de Grazalema; el ronroneo de las palabras en mis oídos, las encinas sembrando aisladamente los grandes espacios verdes que deja el paisaje calizo entre sus recovecos, a veces grandes praderías donde no se ve un alma, algún rebaño de ovejas a lo sumo; y los pájaros, y la brisa jugando en las copas de los árboles con su rumor de siesta. Bello paisaje el de estas tierras en transición hacia la Serranía de Ronda. Paisaje de ensueño con sus picacho agrestes y sus formas atrevidas muy propio para caminar despacio y adormecerse de vez en cuando bajo la sombra copuda de una encina centenaria.
A lo lejos muge una vaca, el sol del mediodía deja rodales de sombra a los pies de los árboles. La naturaleza respira a su propio ritmo ajena al trajín del mundo, paciente entre los roquedales, robusta, hermosa; vivir sin apremio, con el viento o la noche acariciándoles el cuerpo, viviendo aparentemente inertes en la negación del tiempo, restañando las heridas de unas grandes ramas arrancadas por el vendaval, por la mano del hombre.
Y más quietas aun las rocas, blancas y níveas irguiéndose sobre los prados verdes o las flores diminutas, los enebros enanos.
No es santo de mi devoción Bolaño, pero sigo adelante con su lectura, fragmentos de vida, historias encadenadas que van dejando su rastro de existencia por los caminos que atravieso, de parecida manera a como los gritos de Cioran pergeñan las primeras horas de un camino con sus dosis de dolor y gozo; dos extremos que se tocan en ese prodigio en que consiste la vida, aire, viento, pájaros en las ramas, el duro sendero que mis pies hoyan, la belleza retorcida de alguna encina.
Las nueve de la noche, hace fresco, es hora de montar la tienda y a la recogerse.
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